Encontrarle un sentido a la vida

«Aunque lo pienso y me lo pregunto con mucha frecuencia, no logro encontrar cuál es el sentido de la vida”. Como este paciente, son cada vez más las personas –no sólo pacientes- que están en una constante búsqueda de un sentido para su vida. Personas de todas las edades –adolescentes, adultos jóvenes, mayores e incluso niños- que empiezan a preguntarse “para qué estoy aquí”, y se angustian al sentir que no encuentran una respuesta que les haga sentido. Es ahí donde empiezan a cuestionarse sobre lo que ha sido su vida (pasado) y/o sobre lo que va a ser (futuro). Muchas veces, al no encontrar esa respuesta, optan por el suicidio.

Hace unos años me encontré con una persona que al salir de una entrevista de trabajo, a pesar de haber sido contratada, no sabía si “valía la pena vivir o no”. “Una de las cosas que me preguntaron fue cuál es el sentido de mi vida y aunque respondí para no perder la entrevista, no tengo una respuesta. Si a esta edad mi vida no tiene sentido, ¿para qué seguir viviendo?” Mientras conversábamos al respecto, ella empezó a mirar hacia atrás en su vida tratando de encontrar en qué momento había perdido el sentido de vivir. Poco a poco se fue dando cuenta de que no sólo no lo había encontrado, sino que el problema real era que siempre lo había buscado en cosas externas: ser una excelente profesional, tener un buen salario, tener vivienda propia, pagarse ella misma su postgrado, formar una familia, entre muchas otras cosas. Y lo que fue más duro para ella fue descubrir que muchas de esas cosas ya las había conseguido y aun así, seguía sintiendo que su vida no tenía mucho sentido.

Recientemente llegó a mi consultorio una joven empresaria inteligente, bonita, estable económicamente, con una familia que ella misma definió como “espectacular”. Sin embargo, llegó emocionalmente devastada porque el novio –con el que pensó que se iba a casar-, había decidido terminar la relación. Me decía que para ella había sido muy inesperado, pues aunque llevaban varios meses peleando con mucha frecuencia, nunca pensó que esto se convirtiera en una razón para terminar. Me contaba que había intentado convencerlo de todas las maneras para que no terminaran, para que se dieran otra oportunidad, argumentando que tenían una relación muy positiva en la había mucho más que sólo conflictos. Pero él ya había tomado su decisión y ahí se mantuvo. “Después de dos horas y medida de conversación en la que yo le rogué para que no termináramos, finalmente me fui. Salí a caminar para tratar de entender lo que me estaba pasando, de digerir la noticia. Y me di cuenta de que no tengo nada. El sentido de mi vida era él y al irse, se lo llevó. Mi vida no tiene sentido, siento que no puedo más, que no quiero vivir más”.

Aunque los motivos por los cuales estas personas no le encuentran sentido a su vida son distintos, todos tienen una cosa en común: la búsqueda de ese sentido en algo externo -un cargo laboral, un salario, un apartamento, un viaje, una pareja, entre otras-. Eso permite comprender que si ese algo no está, si se pierde el cargo laboral o incluso si se alcanza, la siguiente pregunta sea: ¿y ahora qué? Muchas veces cuando ya se han logrado todas esas cosas que supuestamente le dan sentido a la vida -el trabajo, la pareja, el salario, el viaje en vacaciones, el apartamento propio, el postgrado, etc.- es, paradójicamente, el momento en que las personas se detienen a preguntarse cuál es el sentido real de la vida si, a pesar de “tenerlo todo”, lo que sienten es un enorme vacío. En ese momento resurge, ya con un sentido mucho más profundo y perturbador, la misma pregunta: ¿cuál es el sentido de la vida?

Tener aspiraciones, sueños, proyectarse a un futuro y ponerse metas para alcanzar es maravilloso. Para cualquier persona es muy satisfactorio alcanzar las metas planeadas. El problema está en que si esas metas son siempre cosas externas, en el momento en el que se alcanzan –o no se alcanzan- es tal la sensación de frustración y fracaso, que muchos se sienten incapaces de volver a ponerse otra meta, motivo por el cual acaban renunciando a la vida. Si no tiene sentido o si todo el sentido que tenía ya fue, ¿qué sigue?

Si bien este “tipo” de metas y aspiraciones son importantes a determinado nivel, si son las únicas, la vida nunca adquirirá un verdadero sentido. Sea porque no se alcanzan o porque al alcanzarlas, no se sabe hacia dónde seguir. Es por eso que el sentido de vida de cada persona depende de sí misma. No en vano a lo largo de la historia los grandes sabios y maestros espirituales han dicho que lo único importante en la vida de cada persona es el trabajo que haga consigo misma. Más allá de la acumulación de dinero, de riqueza, de relaciones, de amistades, en fin, de cosas que, como comienzan y acaban, dejan una mayor sensación de vacío, lo realmente importante es que cada persona desarrolle la capacidad de trabajar en sí misma: de mejorar el mal genio, las reacciones explosivas, de superar los miedos, sobrepasar los rencores, saber pedir disculpas y saber perdonar; dejar de hablar mal de otras personas, de criticar a los demás, trabajar en la envidia que por momentos todos sentimos. Aprender a desearles el bien a otras personas que no nos caen bien, saber cuándo guardar silencio y cuándo decir lo que pensamos de la manera más apropiada.

Todos los seres humanos compartimos las mismas debilidades en mayor o menor medida. La diferencia está en que algunos ya han empezado a trabajar en sí mismos, lo que sin duda por momentos genera dolor y es difícil; pero ir mejorando esas debilidades es lo que le va dando un verdadero sentido a la vida. “El día que me agarré con mi mamá y logré controlarme y no gritarle, ¡fue lo mejor! Después me sentía tranquila, no me sentía culpable porque no le hice daño a ella ni a mí tampoco. Me siento tranquila con cosas así y siento que la vida tiene un sentido, que vale la pena”. Para esta paciente una de sus mayores debilidades era que reaccionaba de manera agresiva con las personas a las que más quería, causándoles mucho dolor daño. Aunque después pedía perdón, llegó un punto en el que se dio cuenta que pedir perdón era insuficiente, que lo que necesitaba era aprender a comportarse diferente.

Como ella, cada persona sabe cuáles son sus debilidades, que son también las mejores oportunidades para trabajar en si misma, siendo este el camino para encontrarle un sentido a la propia vida. Nadie puede cambiar por uno, así como nada ni nadie nos puede privar de la satisfacción que nos produce ver los cambios que vamos logrando. De manera que entre mayores sean las debilidades, mayores son las oportunidades para que cada persona vaya encontrándole un sentido a su propia vida. Un sentido que deja de depender de los demás, de las cosas materiales y de los “ideales” de la sociedad, -“ideales” que son la mayor causa del sufrimiento y la angustia que llevan a tantas personas a sentir que la única salida es el suicidio-. El trabajo en uno mismo es lo que nos permite descubrir ¡el maravilloso sentido que tiene vivir! Y es algo que, por fortuna, sólo depende de uno mismo.

Ximena Sanz de Santamaria C.
Psicóloga – Psicoterapeuta Estratégica
ximena@breveterapia.com
www.breveterapia.com

Artículo publicado en Semana.com el 21 de febrero de 2012

La utilidad de los espejos

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Espejo: lámina de vidrio recubierta por la parte posterior de una capa metálica, que forma imagen de los objetos por reflexión de los rayos luminosos. Modelo[1].

Evidentemente no es necesaria la definición para saber qué es un espejo y qué es lo que hace. Más aun teniendo en cuenta que hoy en día no sólo se utiliza en los baños de los hogares, sino que se ha vuelto un elemento decorativo que se encuentra colgado en espacios comunes, en ascensores, salas de espera, en las porterías de los grandes edificios de oficinas, en hoteles, entre otros. Las personas que saben de decoración y diseño consideran que utilizarlos en esos espacios genera una sensación de amplitud, motivo por el cual es cada vez más común el uso de espejos diferentes sitios.

Observar a las personas cuando están en un lugar en el que hay espejos es maravilloso. Quien pasa frente a un espejo se mira de todos los ángulos posibles, se arregla la corbata, se cierra el saco, se maquilla, se coge el pelo de diferentes maneras, etc. Desde un punto de vista estético, físico, todas las personas saben usar el espejo. Sin embargo, son pocas las personas que saben utilizar los espejos más allá de la apariencia física; son pocos los que tienen la valentía de mirarse a sí mismos y ser capaces de ver sus propias debilidades y también sus propias fortalezas y los que antes de criticar los defectos de los demás, pueden empezar a trabajar por mejorar los propios.

“Es más fácil ver la paja en el ojo ajeno que la viga en el propio”, dice el dicho popular. Criticar a los demás, sobre lo que no hicieron, lo que debieron haber hecho diferente, lo que no está bien, es una tarea fácil. Tanto que para algunas personas es incluso algo placentero. “Pocas cosas me parecen más relajantes que sentarme a rajar del mundo entero”, me decía una persona hace un tiempo. Pero en realidad no hay necesidad de decirlo tan de frente para darse cuenta que con frecuencia en una reunión social, el tema principal es criticar. ¿Criticar qué? Todo: la apariencia física de otros, si se han engordado o adelgazado, lo bien o mal que quedaron después de una cirugía, lo buenos o malos trabajadores que son otros, lo inteligentes o no inteligentes que son las demás personas, la buena o mala labor que hacen en sus respectivos campos de trabajo; etc. Todo es una disculpa para criticar, para ver lo que no está bien hecho, lo que faltó.

Hace pocas semanas se casó una persona muy cercana pero me fue imposible asistir a su matrimonio. De manera que después de la fiesta hablé con varias amigas que habían estado para que me contaran detalles del evento; de alguna manera era una forma de estar ahí. Sin embargo, después de hablar con varias personas me sorprendió que la gran mayoría –no todas-, tenían algún comentario negativo: la comida estaba fría, la carne no estaba buena, la pista de baile era demasiado grande entonces no fue fácil integrarse, los vestidos de las mujeres que asistieron no estaban bonitos, la música no fue tan buena, etc. Finalmente una de las personas con las que hablé me dijo que había sido maravilloso, que se veía el esfuerzo y la dedicación de las personas en todos los detalles de la fiesta; que la música había estado maravillosa y que la novia estaba físicamente muy bonita y sobre todo, “irradiaba felicidad”. Fue ahí, en contraposición a todos los comentarios previos que había oído, que caí en cuenta de lo fácil que es criticar. De lo automátivo que es para todas las personas criticar a los demás sin mirarse en el mismo espejo para verse a sí mismos y empezar por cambiar antes de querer que cambie el resto. No en vano Gandhi decía: si quieres cambiar el mundo, empieza por cambiar tú primero.

Después de haber tenido esas conversaciones respecto al matrimonio de un amigo y de darme cuenta que sólo una de las personas con las que hablé tuvo la capacidad de ver lo bueno y lo positivo dejando de lado las críticas, me vi en el espejo: muchas veces soy yo la que se sienta a criticar a los demás, a ver lo que falta, los defectos, lo negativo y eso me impide ver lo maravilloso que tienen las personas, así como lo positivo de todas las situaciones que voy viviendo. He podido ver que muchas de las cosas que critico en otras personas son defectos que yo también tengo y de los cuales no tengo por qué avergonzarme. Lo importante es que sea capaz de trabajarlos para irlos mejorando y una forma de empezar ese trabajo es empezar por dejar a criticar a los demás.

Es una tarea exigente porque la primera tendencia de las personas al reunirse es criticar. Tanto que a veces si no se critica, no hay mucho que decir. Una manera de empezar a disminuir las críticas es observarse y observar a los demás durante esas conversaciones de tal manera que cada persona empieza a verse a sí misma -y a través de los demás- al momento de criticar. Dándose cuenta que la mayoría de las críticas que se dicen son destructivas y contrario a aportarle a otros, acaban por destruir a otras personas. Entonces es posible disminuirlas o mejor aún, buscar otros temas de conversación por los cuales pueden ser remplazadas: las vacaciones, los planes a futuro, relatos de historias de la vida de cada persona que a veces son dolorosas y a veces divertidas, pero independientemente de eso, pueden ser un punto de encuentro, punto de encuentro que deja de ser la crítica.


[1] Diccionario VOX esencial de la lengua española. Biblograf S.A. Barcelona

 

Ximena Sanz de Santamaria C.
Psicóloga – Psicoterapeuta Estratégica
ximena@breveterapia.com
www.breveterapia.com

Artículo publicado en Semana.com el 17 de enero de 2012

La culpa condena, la responsabilidad abre posibilidades

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En algún momento de la vida todos nos hemos sentido culpables por algo: por un error cometido, por haber hecho algo que hizo sufrir a otra persona, por una pelea, porque habríamos podido hacer alguna cosa de manera diferente, etc. La culpa, el sentirnos culpables por algo, es una sensación común a todos los seres humanos, un concepto que se nos vuelve realidad desde muy niños.

Hablo de culpa en un sentido ajeno al terreno legal en el que se busca determinar el culpable de un delito. En este caso me refiero a la culpa que cada uno se adjudica en diferentes momentos de la vida y que muchas veces es la que impide que una persona pueda dejar atrás los errores cometidos, errores de los que se arrepienten después.  La culpa más dura y torturante es la que cada persona se impone pues no hay juez más duro que uno mismo.

Hace un tiempo llegó a mi consultorio un hombre joven que después de tres años de haber terminado con su novia –y habiendo tenido otras relaciones después de ella- no lograba dejar atrás esa relación. Se culpaba por la manera como había manejado las cosas estando con ella –atribuyéndose la culpa de que la relación se hubiera terminado- además de culparse porque una vez terminada, no había hecho nada para recuperarla. “Es la mujer de mi vida y me di cuenta cuando ya era demasiado tarde. Ella le metió todo a la relación y varias veces me hizo saber que me sentía distante, que quería que fuera más cariñoso y estuviera más pendiente de ella. Pero nunca reaccioné, aún después de haber terminado sabía que lo que quería era estar con ella y que tenía razón en todo lo que me había dicho. Pero me ganó el orgullo y nunca hice nada para volver con ella. Por mi culpa perdí a la persona con la que hubiera querido compartir el resto de mi vida”.

Apenas terminó con ella -me contaba-, se dedicó a la fiesta, a emborracharse todos los fines de semana,  intentando así olvidarla, pero sobre todo, “quitarme de encima” la culpa de que la relación se hubiera terminado. No logró ni lo uno ni lo otro. Eventualmente decidió tener otra relación de pareja en la cual duró varios meses; pero fue peor porque mientras estaba con esa persona se dio cuenta que pensaba y quería a otra, con lo cual la culpa se agravaba en lugar de mitigarse. Fue ahí cuando decidió buscar ayuda para poder superar esta situación que en ese momento parecía ser insuperable. Su propósito era olvidar a su ex-novia.

A medida que empezamos a trabajar en ese ‘objetivo’ él se fue dando cuenta que más que intentar olvidarla, su problema era estar echándose la culpa constantemente por lo que había hecho o dejado de hacer mientras estuvo en la relación –y después de haber terminado-. El primer paso para empezar a trabajar en esa culpa fue eliminar el término ‘culpa’ y remplazarlo por la palabra responsabilidad. Cada vez que se sentía culpable en vez de referirse a sí mismo como “por mi culpa pasó esto”, decía: “esto es mi responsabilidad, yo soy el responsable de esto que estoy viviendo”. Y aunque parezca simplista –y hasta ridículo-, empezó a generar uno de los primeros cambios en él: “me siento menos angustiado”, me dijo después de unos días. Fue entonces cuando pudo dar un segundo paso en su proceso de asumir su responsabilidad: hablar con ella. Le contó lo que llevaba viviendo durante tres años, le pidió disculpas por no haber hecho los cambios que ella en su momento le había pedido, y acabó por confesarle cuánto se había arrepentido por no haber hecho nada para que la relación continuara. Ella le agradeció mucho la conversación aunque le aclaró que había continuado su vida y que estaba feliz con otra persona, lo que para él fue muy doloroso. Pero el sólo hecho de hablar con ella empezó a liberarlo de la culpa, generando en él una tranquilidad que no sentía hacía tres años.

Después de la conversación con ella empezó a hacer conciencia de lo que él mismo llevaba varios años construyendo: una identidad de víctima y victimario en la que él era el “malo”. Se consideraba el culpable del sufrimiento tanto de su ex novia, como de la persona con la que había salido después de ella. Hasta tal punto que ya entre sus amigos y entre las novias de sus amigos él era visto como ‘el que hace sufrir a las novias’, por lo cual se negaban a presentarle a sus amigas. Todo esto exacerbaba su sentimiento de culpa. Pero al comenzar a sentirse responsable en lugar de culpable empezó a cambiar esta identidad: reconocía la responsabilidad de sus propios errores pero no se condenaba a sí mismo por ello –porque quien se siente culpable generalmente nunca deja de sentirse así-. Mientras que si se siente responsable puede empezar a hacer las cosas de otra manera, a cambiar. Es lo que ha ido ocurriendo con esta persona: después de la conversación con su ex novia finalmente pudo confrontar y enfrentar su dolor, llorar por lo que hubiera querido hacer diferente y escribir detalladamente –como si fuera un ritual- todas las culpas que llevaba cargando en los últimos tres años. Esto le permitió darse cuenta de que podía hacer las cosas de otra manera.

Como él, son muchas las personas con las que me encuentro que sufren mucho porque se sienten culpables de diferentes cosas y, sin darse cuenta, convierten sus culpas en una auto-condena de la cual se hacen prisioneros. Paradójicamente la mayoría de las veces son culpas que no les imponen los demás sino que se impone cada una a sí misma, lo cual hace más difícil ‘quitárselas de encima’; la ‘auto-culpabilidad’ va casi siempre acompañada de una creencia: que la mejor manera de “expiar” esas culpas es culpándose, castigándose con la culpa.

El trabajo que he hecho hasta ahora con varias personas que están en estas circunstancias me ha mostrado que la culpa no sólo no sana el dolor que ella misma produce sino que lo intensifica, bloquea la posibilidad de perdonarse a sí mismo y además obstaculiza la posibilidad de cambiar. A diferencia de la culpa, hacerse responsable de los actos propios abre la posibilidad de perdonarse a sí mismo y hacer las cosas de otra manera. Y una primera manera de empezar a hacer este cambio es sin duda a través del lenguaje: sentirse responsables de lo que viven, como efectivamente somos. Pero no culpables.

Ximena Sanz de Santamaria C.
Psicóloga – Psicoterapeuta Estratégica
ximena@breveterapia.com
www.breveterapia.com

Artículo publicado en Semana.com el 3 de enero de 2012

“Il dolce far niente”

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“Il dolce far niente” o ‘lo dulce de no hacer nada’, es una frase que usan mucho en Italia donde el descanso disfrutar de no hacer nada, es un tema importante. Sorprende ver cómo en agosto una ciudad como Roma se desocupa de ‘los locales’, a saber, los romanos, quienes ‘migran’ hacia las playas de todo el país; no sólo para escapar de la humedad y el calor de la ciudad, sino también para tomarse un tiempo de descanso. Para disfrutar lo que ellos llaman, “il dolce far niente”.

Conversando con un consultante hace unas semanas, se reía al contarme que su hija de cinco años lo sorprendió cuando le dijo que jugaran a no hacer nada. Él se quedó mirándola y le preguntó: “¿Y eso cómo se juega?”, a lo que la niña respondió botándose al piso a mirar el techo de su cuarto y quedándose absolutamente inmóvil y en silencio. A los pocos minutos se paró y antes de ir a jugar alguna otra cosa, le dijo: “Jugar a no hacer nada es a quedarse así papá, sin hacer nada”. Y salió corriendo. Este hombre se quedó en silencio, sorprendido de ver que su pequeña hija que está todo el día en movimiento, que les exige a sus padres una movilidad constante, tiene la capacidad para quedarse unos minutos quieta, sin hacer nada. “Yo soy muy activo. Siempre tengo que estar haciendo algo. Quedarme así como se quedó mi hija, acostado en mi cama, sentado en el carro sin radio, o en la silla de la oficina por unos minutos literalmente sin hacer nada, no lo he hecho nunca. Y lo más difícil es que no sé cómo hacerlo”.

Hace poco le oí decir a una persona que sabe mucho sobre temas de salud que lo más importante, más allá de la alimentación, del deporte, de los buenos hábitos, es el descanso. Saber descansar. Todos pensamos que descansar significa dormir y sí, es una parte importante, pero no es la única; más aun teniendo en cuenta que la gran mayoría de nosotros se acuesta para descansar y no descansa para dormir. Es decir, todos estamos activos hasta el último minuto antes de dormirnos: viendo televisión, metidos en Internet, oyendo radio, trabajando, hablando por teléfono, en cualquier actividad que no le permite al cuerpo y a la mente empezar a ‘desconectarse’ para poder descansar. ¿Por qué? Porque hay que “aprovechar” cada minuto del día y estar lo más activo posible; de lo contrario, se está ‘perdiendo el tiempo’. Esa es la creencia que hemos ido construyendo y, por eso mismo, ya es una realidad: quien deja un minuto del día libre para no hacer nada, sin estar activo en alguna cosa –especialmente en algo relacionado con la producción intelectual- es un inútil, un vago, una persona que no sabe aprovechar el tiempo. Y por ese afán de ‘aprovechar el tiempo’, se ha perdido la posibilidad de disfrutar en lugar de sufrir cuando no se está en alguna actividad.

Sin duda, estar activos, tener rutinas, horarios, actividades, en general mantenerse ocupado, no sólo ayuda a estar sanos física y mentalmente, sino que además es necesario para poder sobrevivir en un mundo como el de hoy. Es importante saber organizar el tiempo y planear las cosas de tal manera que cada persona pueda cumplir con todas las responsabilidades y deberes que tiene diariamente. Pero si dentro de esas rutinas y ocupaciones no hay un espacio para ‘no hacer nada’, y sobre todo, para aprender a disfrutar el hecho de no estar siempre ‘produciendo’, el tiempo libre empieza a convertirse, no en una fuente de placer, sino en una fuente de culpa. Y esto lo he visto en varios consultantes que, por la época del año, están tomando vacaciones; pero a pesar de que las llevan esperando todo el año, no las están pudiendo disfrutar porque no saben qué hacer con el tiempo libre; no saben disfrutar la dulzura de no hacer nada.

“El primer día de vacaciones me levanté feliz porque era lo que llevaba esperando todo el año. Desayuné, me senté a ver televisión ¡y a los cinco minutos empecé a desesperarme! Sentía que estaba perdiendo el tiempo, que tenía que hacer algo, así fuera leer el periódico. Pero quedarme sin hacer nada, desde ese día hasta hoy, no ha sido una posibilidad”. ¡Qué paradoja! Todos sueñan con tener vacaciones, tiempo libre para hacer lo que cada uno quiera; pero se nos ha vuelto tan difícil ‘no hacer nada’ que estar ocupado acaba siendo el camino más fácil. Tener rutinas, trabajo, ocupaciones, etc., ‘soluciona’ el problema de tener que pensar qué hacer y en qué ocupar el tiempo cuando no se está trabajando o haciendo lo que se “debe” hacer. Es por eso que para muchas personas es tan difícil tener un día libre: como no saben qué hacer con ellos mismos, terminan generando una sensación de culpa por no estar ‘haciendo algo útil’.

“No me he quedado ningún día en la cama hasta tarde, sólo los fines de semana. Pero mi actitud ha cambiado: hago mis vueltas sin afán, sin estrés, sin tener que hacer todo ya. Es más, si no alcanzo a hacer lo que tenía planeado en el día, no me importa. Lo hago al día siguiente. Y lo mejor es que no me siento culpable”, me dijo una consultante que, después de varios años de intenso trabajo, finalmente decidió tomarse unas vacaciones. Meses antes de salir estaba preocupada porque no sabía qué iba a hacer con su tiempo libre después de tres años seguidos en los que ni siquiera los domingos dejaba de trabajar. Si por casualidad tenía un par de horas libres, las usaba para leer cosas de actualidad, periódicos o revistas políticas, porque se sentía culpable de leer una novela o de ver televisión. Por tal motivo, pensar que iba a tener tiempo para ella sin tener la “disculpa” de tener que trabajar era algo que, en sus propias palabras, le ‘generaba terror’. Fue por eso que un tiempo antes de salir a vacaciones empezamos a ver qué pasaba con ella si –como la niña de cinco años- se tomaba unos minutos para no hacer nada. Empezó por tomarse treinta segundos por reloj al momento de levantarse en la mañana. “Es impresionante, pero sentía como si estuviera perdiendo el tiempo”, me dijo después de la primera vez que hizo el ejercicio. Poco a poco fuimos avanzando en que pudiera tomarse más de treinta segundos al día para no hacer nada, y aumentar el tiempo le era cada vez más difícil: “Sé que es absurdo, pero me siento culpable de no estar haciendo nada”. Hoy, meses después de haber empezado a trabajar esa culpa, se permite momentos en los que disfruta de lo dulce de no hacer nada, sin que por ello haya dejado de ser una persona activa.

Hay muchas formas de disfrutar “il dolce far niente” y para cada persona puede haber una diferente. Lo importante es que sea algo que se pueda disfrutar, que haya un balance entre estar ocupado y tener tiempo de no hacer nada, de descansar sin necesidad de estar ‘produciendo’. Lo dulce de no hacer nada significa llegar al punto en el que no hay nada en exceso, sólo lo suficiente (Nardone, 2009).

Aprovechemos el espíritu navideño para bajarle al ritmo y disfrutar del descanso, sin culpa, con alegría y con la posibilidad de simplemente ¡descansar! Feliz descanso y felices vacaciones.

Ximena Sanz de Santamaria C.
Psicóloga – Psicoterapeuta Estratégica
ximena@breveterapia.com
www.breveterapia.com

Artículo publicado en Semana.com el 21 de diciembre de 2011

Consumir para estar “bien”

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Cuando salió el primer iPod muchos fueron a comprarlo a pesar de saber que venía otro mejor. Otros decidieron esperar a que saliera la siguiente versión a pesar de que también sabían que venía otro aún mejor. Y hubo también quienes decidieron esperarse a la tercera versión que era mucho mejor que todas las anteriores, aunque también: se sabía que después vendría otra versión aún mejor.

Esa es la sociedad que hemos construido. Una sociedad de consumo en la que estamos siempre a la espera y en la búsqueda de algo más, de algo mejor, de algo ‘nuevo’. El iPod es sólo un ejemplo, como podría ser el caso de un carro que al momento de salir del concesionario pierde gran parte de su valor porque detrás viene otro mejor. El problema no está ni en el carro ni en el iPod: el problema está en que en la sociedad que hemos construido el mayor consumo no sólo es un símbolo de estatus del que es muy difícil liberarse, sino también una condición necesaria para el ‘desarrollo económico’. La creencia de que entre más “cosas” tengamos, “cosas” que no sólo incluyen todo lo material; también incluyen el conocimiento, los diplomas y títulos, los reconocimientos sociales, las relaciones sexuales, la cantidad de amigos, de planes que hace una persona en un fin de semana, etc.. Y la misma cultura del consumo nos convence que entre más consumamos, más tranquilos, más estables, más seguros y más felices seremos. Pero lo extraño es que cada vez encuentro más personas en consulta que han ido acumulando todas estas cosas, y contrario a sentirse más tranquilas, más seguras, más felices, lo que aumenta es la sensación de ansiedad, de vacío.

Conversando con una persona cercana, me decía que tenía miedo de haberse equivocado al haberle terminado a su novio. Después de dos años y medio de relación, según ella, ya no siente lo mismo que antes. “¿Cómo hago para saber si realmente es la persona con la que quiero estar el resto de mi vida? Últimamente me están gustando otros tipos y siento cosas que con mi novio ya no siento: mariposas en el estómago, nervios cuando me llaman, hasta tengo más ganas de ver a otros tipos que a mi novio. A veces pienso que nunca me voy a poder casar porque siempre llega un punto en el que me gusta más alguien distinto”.

Hace un par de meses me sorprendió mucho un consultante: un estudiante joven, inteligente, destacado académicamente, sensible, con un maravilloso sentido del humor, amable, sencillo; una persona realmente especial en muchos sentidos. Llegó a mi consultorio después de un intento de suicidio porque su vida ya no tenía sentido para él. Desde muy niño soñaba con graduarse del colegio y entrar a una buena universidad en la que aspiraba a ser monitor y profesor. Quería vivir solo y ser capaz de mantenerse por sí mismo, viajar y conocer otras ciudades de Colombia, etc. Y todo lo logró. La paradoja es que fueron esos mismos logros los que lo llevaron a querer quitarse la vida: alcanzar todas sus metas lo hizo sentir que la vida iba perdiendo sentido porque no tenía nada más por qué luchar, por qué vivir. “Ya he hecho todo lo que me he propuesto, pensando que a medida que fuera alcanzando esas metas, iba a sentirme cada vez más realizado, más tranquilo, con menos ansiedad. Pero me ha pasado todo lo contrario: me siento cada vez más vacío”.

Es imposible encontrarle un verdadero sentido a la vida más allá de la acumulación de cosas materiales, de conocimientos, de amigos, de estatus social, de reconocimiento, de ‘la pareja perfecta’, de emociones nuevas cada vez más fuertes, etc., en un mundo como el que hemos construido. Como este estudiante, todos estamos diariamente ‘bombardeados’ con la idea de que a medida que vayamos alcanzando nuestras metas –todas externas-, tendremos una vida más plena, más tranquila, más feliz. No nos damos cuenta que si nuestra vida depende de esas metas externas, en algún momento dejará de tener sentido. Por eso hemos comenzado a trabajar con él en sí mismo para que pueda descubrir quién es, y por esta vía liberarse de lo que exige el medio y encontrar por sí mismo, con verdadera libertad, cuál es el sentido de su vida. Ha sido fascinante ver cómo él mismo ha empezado a disfrutar cosas muy cotidianas, como bañarse con agua caliente y hacer sus vueltas a pie en vez de coger cualquier tipo de transporte.

En más de una ocasión las personas saben que no necesitan lo que están comprando, que no se quieren ir de fiesta, que no les interesa tomar el diplomado que les dicen que deben tomar, que no se quieren tomar el trago que les están ofreciendo, etc. Pero acaban cediendo porque están tiranizados por la creencia que todo eso les va a dar más aceptación en el medio que se mueven, estatus, tranquilidad, seguridad en sí mismos, etc. Y es explicable porque mientras están de compras, tomándose un trago, recibiendo un diploma, sienten satisfacción, seguridad, ‘felicidad’. Pero todas esas sensaciones desaparecen en muy poco tiempo porque siempre surge de nuevo la necesidad de “consumir” algo más, algo ‘nuevo’.

Si el sentido de la vida de una persona depende del consumo, en el mediano y largo plazo la sensación de vacío y frustración será cada día más profunda y sobre todo, más difícil de erradicar. Pero si empezamos a cuestionarnos nuestra creencia de consumir para estar “bien”, dejando de darle tanta importancia a las metas externas para empezar a ponernos ‘metas internas’, lograremos encontrarle un sentido más profundo a la vida. Un sentido que va a depender de la capacidad que tenga cada uno para trabajar en las debilidades que todos compartimos: el egoísmo, la crítica, el juicio hacia los demás, estar hablando mal de otras personas, la envidia, el orgullo, etc. Todas cosas que se manifiestan en nuestra vida cotidiana, en diferentes situaciones y momentos que cada uno identifica y por lo mismo, puede empezar a cambiar, a hacer diferente. De esa manera se irán estableciendo metas internas que en nada dependen del mundo externo. Así se conquista la verdadera libertad.

Ximena Sanz de Santamaría C.
ximena@breveterapia.com
www.breveterapia.com

Artículo publicado en Semana.com el 6 de diciembre de 2011

Falta Silencio

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“Yo soy muy mala para tomar decisiones. No importa en qué área de mi vida, siempre tengo que pedirles a otras personas que me aconsejen para decidir qué hacer”. Después de “intentarlo todo” –como ella misma decía-, esta mujer llegó a mi consultorio todavía con la idea de buscar en alguien distinto a ella misma, una respuesta a su situación sentimental. Llevaba más de diez años de matrimonio, era madre de tres hijos y muy exitosa laboralmente. Pero estaba sufriendo mucho porque un año atrás se había enamorado de otra persona y desde entonces estaba intentando definir si debía divorciarse y darse una oportunidad con esa otra persona, o si era mejor seguir con su matrimonio y con la vida que tenía desde hacía tantos años. Decía que se le había convertido en una obsesión tan fuerte que ya había pasado por varias terapias psicológicas y psiquiátricas. La habían diagnosticado con un trastorno de ansiedad, motivo por el cual había estado medicada durante un tiempo. “Las pepas no me sirvieron para nada, por eso me las dejé de tomar y no volví donde el psiquiatra. Pero he hecho todo, hasta fui donde un chamán, donde una señora que me leyó las cartas y el tarot, ¡y nada que logro superar esta obsesión! No sé qué más hacer. Por eso yo hago lo que tú me digas, lo que me pidas que haga para quitarme esta obsesión y poder tomar una decisión”.

En ese momento el problema parecía estar claro: tenía que tomar una decisión respecto a su vida y además, superar la obsesión. Eso era lo que íbamos a empezar a trabajar cuando le hice una última pregunta: cómo sería su vida si, al levantarse al día siguiente, no tuviera el problema. Ella se quedó un poco sorprendida y se demoró unos minutos antes de decirme: “Creo que el problema en realidad no es la obsesión, ni tampoco tener que tomar una decisión. Lo que pasa es que si mañana me levanto sin esto, tendría que enfrentar que no he tenido una vida plena ni feliz. Y que aún hoy, no la tengo. Si se me acaba esta obsesión, tendría que enfrentar algo más de fondo”.

Como ella, veo cada vez con más frecuencia, tanto en mis consultantes como en mis amigos/as e incluso en mí misma, que todos tenemos en nuestro interior las respuestas a las dudas y preocupaciones que nos asaltan a diario. De alguna manera sabemos qué queremos y qué deberíamos hacer, pero para poder ‘acceder’ a esas respuestas hay que trascender la mente y entrar en contacto con nuestra intuición, con nuestro cuerpo, cosa que en el mundo occidental es cada vez más difícil porque le huimos al silencio. Los grandes maestros espirituales a lo largo de la historia han repetido de todas las formas lo importante que es estar en silencio, hablar menos. Pero desafortunadamente hacemos todo lo contrario: estamos en la constante búsqueda del ruido que nos distraiga del silencio que parece causarnos ansiedad.

Hace poco me decía otra consultante que los viernes en la noche al llegar de clase se siente agotada y su cuerpo le pide que descanse y se acueste temprano. El problema aparece cuando al quedarse en silencio empieza a cuestionarse si no sería mejor salir, si se estará perdiendo de los planes con sus amigos, … y entonces los llama para que ellos le digan qué hacer. Y claro, todos la incitan a salir, le dicen que para qué quedarse descansando, que es mejor ‘desconectarse’, tomar y salir de rumba. “Siempre acabo saliendo así no quiera. Siento un vacío en la boca del estómago porque en el fondo sé que estoy yendo en contra de mí misma y al día siguiente por la mañana, el vacío es peor. Por eso lo que hago es seguir en más planes para no enfrentar el tener que quedarme conmigo misma porque el silencio me da pánico”.

Sin duda el silencio puede dar pánico, no sólo porque es algo casi desconocido, sino porque paradójicamente entre más lo buscamos, menos lo encontramos. La búsqueda del silencio inmediatamente activa ‘el ruido interno’ con todo tipo de cuestionamientos, dudas, preguntas que van desde si se pagó el teléfono, hasta cosas más profundas como cuestionarse si se está o no feliz con la relación de pareja, si se quiere tener hijos, si está conforme con el trabajo, etc. Y es ese ‘ruido interno’ que aparece en el silencio el que lleva a que las personas quieran evadirlo ‘subiéndole el volumen’ al ruido externo: prender la televisión, hacer una llamada, meterse a internet, salir de rumba, consumir sustancias, refugiarse en la alimentación, entre otras. Todas cosas externas que poco a poco se van agotando, como le ocurrió a la paciente que tenía la obsesión: había pasado por todo tipo de tratamientos en una búsqueda constante de una respuesta que ella misma tenía, pero se negaba a aceptarla por lo que eso implicaba, ya que no siempre las mejores decisiones y las más sanas, son las más fáciles de tomar.

Todo es difícil antes de ser fácil, y esa transformación sólo se logra a través de la práctica. En ese sentido, es importante hacer cosas sencillas y concretas que no impliquen grandes sacrificios, porque los grandes cambios generan grandes resistencias. Empezar con dos, máximo cinco minutos diarios de silencio antes de levantarse de la cama es un buen comienzo para perderle el miedo al ruido que se produce cuando buscamos el silencio. Además, nos permite empezar a disfrutar de estar con nosotros mismos, conquistando una tranquilidad que no depende de nadie ni de nada externo. Sin duda se puede vivir sin el silencio, muchas personas lo hacen; pero ellas pasan su vida oscilando entre momentos de ‘falsa’ tranquilidad y desasosiego constante, que es el que las lleva a seguir evadiendo el silencio. Mientras que quienes deciden enfrentarse al miedo que genera el ‘ruido’ inicial que se genera en el silencio, no sólo conquistan su verdadera tranquilidad, sino que además disfrutan realmente de los momentos de las distracciones externas, pues no las buscan como una forma de escapatoria, sino como un equilibrio: nada en exceso, sólo lo suficiente.

Ximena Sanz de Santamaría C.
ximena@breveterapia.com
www.breveterapia.com

Artículo publicado en Semana.com el 8 de noviembre de 2011

«El pasado no lo podemos cambiar, pero sí podemos cambiar el efecto que tiene sobre el presente»

A mi consultorio llegan con mucha frecuencia personas que quieren hacer cambios en su vida. Pero paradójicamente su “discurso” está montado sobre la creencia de que muchas de esas cosas que quisieran que fueran diferentes no van a poder cambiar debido al pasado que han vivido. “Yo siempre he sido así y sé que no tolero el tema de la infidelidad porque mi papá le fue infiel a mi mamá cuando yo era niño. De entrada te advierto que eso en mí no va a cambiar”, me decía un consultante en la primera sesión. Decidió buscar “ayuda profesional” –como él mismo decía- porque su esposa le había sido infiel después de 16 años de matrimonio y esto le estaba causando un enorme dolor que quería sanar y superar para poder retomar su relación. El problema era que no se sentía capaz de sanar la herida que esta infidelidad le había “destapado”: la infidelidad de su padre cuando él era un niño. “Yo quiero superar este dolor porque la adoro, quiero estar con ella y luchar por nuestro matrimonio. Pero por todo lo que pasó con mis padres siento que no voy a poder hacerlo”.

Como terapeuta estratégica reconozco que cada persona es fruto de su propia historia, de su propio pasado (Cagnoni, F. & Milanese, R. Cambiare il passato. 2009), sin dejar de desconocer que el pasado de una persona no es una condición inexorablemente determinante de su presente. Si así fuera, el cambio sería imposible. Y para nadie es un misterio que la única constante en la vida de los seres humanos es el cambio (Nardone, G. (2009). “La mirada del corazón”.). En otras palabras: aunque no podemos cambiar ni cancelar el pasado, sí podemos cambiar el efecto que este tiene sobre nuestro presente (Nardone, 2009). Y el primer paso para lograrlo es volver a recorrer la experiencia dolorosa por medio de la escritura. En palabras de J.W. von Goethe, escribir la historia es una forma de deshacerse del pasado (Cagnoni & Milanese (2009). “Cambiare il passato”).

Desde el ‘sentido común’, cuando estamos frente a una experiencia pasada dolorosa lo primero que intentamos hacer es cancelarla, sin darnos cuenta de que justamente ese intento acaba perpetuando el dolor, y este dolor impide la posibilidad de vivir un presente diferente. Es precisamente así como el pasado se nos convierte en una condena, tal como le ocurrió al consultante cuando se enteró de la infidelidad de su esposa: esa experiencia –presente- revivió en él todo lo que había vivido cuando era niño con la infidelidad de su padre; fue como haber metido el dedo en una herida abierta que él había intentado tapar creyendo que así sanaría, cuando en realidad, era cada vez más profunda, más presente.

Empezamos a trabajar en el proceso de archivar su pasado en el pasado. Al comienzo fue difícil porque se negaba a escribir; llegaba a la consulta muy molesto diciéndome que no entendía por qué le había puesto una tarea tan difícil y dolorosa si él lo que quería era trabajar en la relación con su esposa. Encontraba todo tipo de disculpas para evitar la tarea porque sentarse a repasar por escrito esa parte de su historia generaba en él un dolor muy profundo y, por lo mismo, miedo a enfrentarlo. Pero un día llegó a su límite: quería volver con su esposa, luchar por recuperar su relación de pareja y su familia, pero no podía “dejar ir” su pasado y esto le estaba impidiendo vivir su presente. Fue ahí cuando finalmente venció el miedo y, con mucha angustia en la boca del estómago, se sentó a escribir por primera vez una parte de ese ‘capítulo’ de su historia. “Me hiciste llorar como un niño chiquito. Creo que ni cuando me enteré que mi esposa me había sido infiel lloré tanto. Pero tengo que reconocer que después de haberlo hecho esa primera vez, me sentí más descargado”.

De ahí en adelante siguió un proceso doloroso, y al mismo tiempo “gratificante y liberador”, como él mismo lo definió. A través de la escritura pudo tomar distancia de sus propios sentimientos para empezar a sanarlos. El ejercicio de escribir no ha cambiado su pasado, pero sí ha cambiado la manera como él ‘revivía’ mentalmente en su presente una vivencia traumática que vivió cuando era niño. “Todavía me duele mucho la infidelidad de mi esposa y eso es algo que tendremos que trabajar como pareja. Pero ya no estoy constantemente remitiéndome a lo que viví cuando era niño, ya no repaso las escenas de mi mamá llorando desconsolada y de mi papá rogándole que lo perdonara. En ese sentido, mi herida ya cicatrizó”.

Independientemente del motivo que nos esté ‘atando’ al pasado, el problema está en que mientras vivimos nuestro presente añorando ‘lo maravilloso que ya pasó’ o sufriendo por lo que nos causó dolor, se nos está pasando la vida, como se nos pasa el agua entre los dedos cuando intentamos retenerla. Es así como perdemos la posibilidad de vivir y disfrutar un presente diferente, ¡siendo el presente lo único que tenemos! Porque el pasado ya pasó, no lo podemos cambiar, y el futuro no sabemos qué nos traerá. En ese sentido, el presente que vive cada persona puede ser distinto independientemente del pasado ya vivido.

Se trata entonces de enfrentar el dolor en el momento en que se presenta, como cuando nos hacemos una herida en la piel: podemos taparla con una cura por el miedo al dolor que conlleva desinfectarla, o aguantar el dolor inicial de la desinfección para que así la piel pueda regenerar el tejido hasta que finalmente pueda cicatrizar sanamente. Para sanar las heridas que nos causan las experiencias difíciles –y en ocasiones traumáticas-, la escritura es el ‘desinfectante’ que nos va a permitir pasar por el medio del dolor para salir al otro lado (Nardone, 2008).

Ximena Sanz de Santamaría C.
ximena@breveterapia.com
www.breveterapia.com

Artículo publicado en Semana.com el 27 de octubre de 2011

Mi mayor tirano: la mente

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En la historia de la humanidad han existido varios regímenes tiránicos. Una tiranía es un régimen de poder absoluto que con frecuencia instaura un tirano, el cual llega al poder por la fuerza, no por derecho (tiranía). Un tirano se caracteriza por ser una persona autoritaria, que dirige su régimen conforme a su propia voluntad sin tener en cuenta otras instancias de poder pues en él las centra todas. A raíz del daño que han causado en la historia, son cada vez menos frecuentes, pero esto no significa que los tiranos hayan desaparecido pues todos vivimos con uno diariamente: nuestra mente.

La mente brinca de un deseo a otro, y nos enreda en su espiral. Reduzcan el deseo, desahucien el ego, extraigan la cólera, y la mente será su esclavo en vez de su amo. (…) Por este camino no serán acechados por la cólera, el deseo o la codicia. (Tomado de los pensamientos del día de Sathia Sai Baba)

“Yo me casé para toda la vida, pero la vida me mostró que tenía otros planes para mí”, me dijo una consultante en la primera cita refiriéndose a su separación. Dos años después de haberse separado, finalmente sentía que había sanado esa herida. “Hoy en día ya es una cicatriz. Nos queremos mucho. Nos vemos, nos sentamos a tomar un café y podemos hablar sin hacernos daño. Todo lo contrario a cuando estábamos casados. Ahora entiendo por qué nos separamos y estoy tranquila con esa decisión”. Esto me lo decía mientras me describía el motivo por el que había decidido buscar ayuda: estaba empezando otra relación de pareja y se sentía inconforme y frustrada porque la ‘nueva’ relación no coincidía con sus ideas sobre cómo debía ser una relación de pareja. “He hecho de todo: soy la más especial, la más dedicada, pero al mismo tiempo independiente para no ahogarlo y el tipo no sale con nada, no concreta. No sé si es que sólo quiere ser mi amigo y me enfurece. Si es así, que tenga pantalones y me lo diga de una vez porque no me interesa ¡Yo quiero que vea en mí a su pareja!”

Después de hablar durante 35 minutos pasando por momentos de rabia, desesperación y tristeza, se quedó en silencio unos segundos y con los ojos aguados me dijo: “No he aprendido nada. Cuando me separé estaba igual: ‘yo’ quería volver con mi ex esposo, ‘yo’ quería estar con él, ‘yo’ quería recuperar mi vida, mi matrimonio… ¡todo era ‘yo’! Hasta que solté todos esos deseos y comprendí que estaba equivocada. Me casé con unas ideas que en la práctica, no eran lo que me convenía”.

Como ella, todos estamos diariamente sometidos a un tirano que se despierta con nosotros, nos acompaña durante todo el día y se duerme a nuestro lado: nuestra mente. Esa ‘voz interior’ que vive en ‘un pasado que siempre fue mejor’, o en un futuro que no sabemos si va a llegar, torturándonos cada vez que las cosas no salen como nuestras ideas preconcebidas lo habían anticipado. En el caso de esta consultante, la idea que la atormentaba era que su ‘nueva pareja’ reaccionara de una manera diferente a la que ‘debía’ según sus ideas, ¡a pesar de que ella estaba haciendo todo lo que “en teoría” se debe hacer para generar y despertar determinadas reacciones en la otra persona! Al no lograrlo se sentía frustrada, insegura de sí misma y de sus capacidades para entablar una relación de pareja. Ese era su motivo de consulta: trabajar el ‘trauma’ que según su mente, le había dejado la separación.

Pero este ‘motivo inicial’ de consulta fue cambiando en las primeras sesiones porque ella misma fue descubriendo que, primero, no había ningún trauma, y segundo, el problema estaba en la tortura interior que vivía debido a que su mente le repetía constantemente que este hombre no estaba interesado en ella: no la llamaba un cierto número de veces al día, no quería verla con la frecuencia con la que se quieren ver las personas que están empezando a salir, no la acompañaba a todas las actividades que ella quería hacer, y muchas otras ideas sobre lo que “debía pasar” con su pareja. ¡Como los hechos no se ajustaban a la teoría, de malas para los hechos! (Nardone, G. (2009). “La mirada del corazón”.)

“Esto es un trabajo para toda la vida”, me dijo mientras iba descubriendo que lo importante no es si este hombre se fijaba o no en ella, sino lo que ella iba sintiendo en el proceso de desarrollo de una relación sin dejarse torturar por la expectativa (idea) de que funcionara. “No siempre puedo hacerlo. A veces me vence mi bendita mente y empiezo a joderlo –se reía-: le pregunto si realmente me quiere, si piensa en mí, si le estoy haciendo falta, bueno, ese tipo de cosas. Pero cada vez son más mis momentos de lucidez en los que dejo de pensar, dejo de lado a mi tirano y simplemente vivo el momento. Ahí es cuando realmente estoy tranquila”, me decía la última vez que nos vimos.

De la misma manera como lo ha hecho ella, todos podemos empezar a vencer a nuestro tirano interior frente a cualquier situación. El primer paso es observar para reconocer lo que nuestra mente genera en nuestro interior cuando las cosas no salen como esperamos (ideas): angustia, miedo, ansiedad, preocupación de no estar a la altura, envidia, rabia porque no obtuvimos lo esperado, inseguridad, etc. Al observarlo tenemos la opción de empezar a cambiarlo. Pero si optamos por luchar contra nosotros mismos generamos un conflicto interno que aumenta la rabia, la frustración, la angustia, y nos sentimos cada vez más incapaces de dejar de lado esas preconcepciones que nos impiden disfrutar de lo que estamos viviendo en el presente.

Una estrategia muy útil para manejar nuestras ideas es permitirle a la mente diariamente, durante un tiempo limitado (Nardone & Balbi, 2009), que piense lo que le provoque mientras lo vamos escribiendo. De esta manera vomitamos sobre el papel las ideas que nos están intoxicando, tal como ocurre con nuestro cuerpo físico cuando comemos algo que nos hace daño. El acto mismo de vomitar es muy desagradable, pero es esencial para aliviarnos. Ese mismo proceso de desintoxicación ocurre cuando le damos un espacio a ‘la loca de la casa’ para que ‘vomite’ lo que nos hace sentir mal, así logramos, en términos de Giorgio Nardone, cabalgar nuestro propio tigre.

Ximena Sanz de Santamaría C.
ximena@breveterapia.com
www.breveterapia.com

Artículo publicado en Semana.com el 11 de octubre de 2011

Con las mejores intenciones, se generan los peores resultados

Esta frase de Oscar Wilde es, a mis ojos, la mejor descripción de lo que, sin darse cuenta, muchos padres hacen con sus hijos. Los padres se preocupan y actúan con sus hijos desde el amor, con el propósito de contribuir a su bienestar, a que estén felices y tranquilos, a que tengan amigos y un buen rendimiento escolar, a que sean personas competentes, autónomas, independientes y preparadas para enfrentar un mundo cada vez más competitivo. El problema está en la manera como actúan porque se paran frente a ellos como ‘expertos’, como si supieran de antemano qué es lo ‘correcto’: lo que los niños y los jóvenes tienen que hacer, cómo tienen que hacerlo y en qué momento deben hacerlo. Todo inspirado en la idea de que como ellos ya vivieron y pasaron por todo lo que están pasando sus hijos, pueden ‘aconsejarles’ cómo deben actuar.

La idea de partir de la propia experiencia para aconsejar a los hijos es válida en la medida en que sólo la experiencia genera el aprendizaje y el conocimiento necesarios para poder decir cómo se cree que se pueden hacer las cosas. Se aprende haciendo. El error está en pretender que los hijos hagan exactamente lo que hicieron sus padres y en la manera como ellos lo han definido, pues con esto están dejando de lado un “pequeño detalle”: la diferencia entre el contexto en el que ellos crecieron y en el que están creciendo sus hijos actualmente.

Como consecuencia de esto, la «teoría” que intentan transmitir y enseñar los padres a sus hijos (con la mejor intención) no “encaja” con la realidad que estos están viviendo, motivo por el cual los hijos no pueden cumplir las exigencias y los requerimientos de sus padres al pie de la letra como ellos quisieran. Esto empieza a generar en los padres una reacción cada vez más estricta, empiezan a ser más exigentes -aumentan los castigos, las prohibiciones, el control sobre los hijos, las reflexiones, los gritos, los llamados de atención, la confiscación de los celulares, la prohibición de salir los fines de semana…

Todo esto sustentado en una idea: “Como mis hijos se están volviendo cada vez más rebeldes, lo que necesitan es más disciplina, mano dura”. No se dan cuenta de que esa actitud restrictiva y agresiva es justamente la que crea más problemas en la relación y llega a romper el canal de comunicación con los hijos, quienes se sienten cada vez más aislados e incomprendidos y por lo mismo, obedecen cada vez menos los “consejos” de sus padres. El distanciamiento y la incomprensión exacerban la rebeldía en los hijos, que se manifiesta en distintos comportamientos: decir mentiras, ser groseros, incumplir sus deberes, etc. Pero todo esto no ocurre porque ellos ‘sean así’, sino porque el trato que reciben de sus padres los lleva a comportarse de esa manera. “Con las mejores intenciones, se generan los peores resultados”.

A mi consultorio llegan muchos padres desesperados en busca de un cambio en sus hijos. Yo les respondo con una de las sabias frases de Gandhi: “Si quieres cambiar el mundo, empieza por cambiar tú primero”. Me miran sorprendidos sin saber qué responder y después se toman 45 minutos de la consulta dándome una larga lista de quejas y reclamos: “Es que mi hijo no come a la hora que yo le digo…”, “Me desespera que mi hija no llegue a hacer tareas apenas sale del colegio como le he dicho que haga…”, “Yo quiero que ella tenga más iniciativa, que haga las tareas por sí misma y no porque yo le digo…” Por fortuna en mi consultorio no están los niños para oírlos, pues cuando me llaman unos padres para consultar por sus hijos y preguntarme cuándo puedo darle una cita a su hijo/a, les contesto: “¿Cuándo pueden venir ustedes? Porque los problemas de los niños siempre son los papás”.

Hace pocas semanas, unos padres llegaron a su cuarta sesión con la misma queja que habían planteado en la primera: “Mi hija no tiene iniciativa para hacer sus tareas ni tampoco las hace cuando le hemos dicho que tiene que hacerlas”. Entonces les dije: “¿Ustedes han hablado con su hija para escucharla y comprender qué le puede estar pasando? ¿Saben qué pasa en ella para que no pueda cumplir lo que ustedes le exigen? ¿Están seguros de que ella entiende por qué y para qué se lo están exigiendo?” Ellos se miraron sorprendidos, se quedaron unos instantes en silencio y a los pocos segundos la madre dijo: “No sé, nunca le hemos preguntado”.

Se requiere de los padres transformar su preocupación, su cariño e interés por sus hijos en cambios concretos que se vean en su forma de acercarse, relacionarse y tenerlos en cuenta. Esto les exige a los adultos cuestionarse sobre cómo están manejando los problemas con sus hijos, además de estar cambiando las estrategias en el momento de relacionarse con ellos, pues si un problema persiste, significa que lo que están haciendo para resolverlo, contrario a solucionarlo, lo está manteniendo y empeorando.

El reto está en ser capaces de educarlos respondiendo a sus dudas diarias, acercándose a ellos desde una ética para comprender, más que desde una ética para castigar. Como me decía un padre de familia hace unas semanas, “uno piensa que los niños son bobos, ¡pero no lo son!” Y estoy de acuerdo. Ellos son los expertos de su propia vida, pues son quienes mejor conocen el mundo al que se enfrentan diariamente. Por consiguiente, son ellos los que van a darles a sus padres la información y las herramientas necesarias para que estos puedan acompañarlos y guiarlos en su desarrollo y el primer paso para construir un canal de comunicación con los niños y jóvenes, es acercarse a ellos buscando comprender lo que les pasa diariamente en su vida ya que “siempre que encontramos un niño con características difíciles quiere decir que algo serio está pasando en su vida”. Este primer cambio ya es la mitad del trabajo y por lo que he visto en mis consultas, ¡el cambio se puede lograr!

Ximena Sanz de Santamaría C.
ximena@breveterapia.com
www.breveterapia.com

Artículo publicado en Semana.com el 29 de marzo de 2011

Construye realidades

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En Bogotá, el uso del ‘pero’ es muy frecuente. Basta con llegar a un restaurante y preguntar si hay mesa. El mesero lo piensa y al cabo de unos minutos dice: “Sí, pero sólo en el segundo piso”. Si hay mesa, ¿para qué el pero? ¿Acaso el cliente dijo que quería una mesa en el primer piso? ¿El segundo piso no es tan ‘bueno’ como el primero? El ‘sí’ inicial se borra al haberle añadido el ‘pero’ y la sensación que queda –inducida por la respuesta del mesero-, es que tal vez el segundo piso no es el mejor sitio para comer.

Los expertos en PNL (Programación Neuro-Lingüística) que han estudiado el funcionamiento del cerebro por años, proponen que la palabra “pero” borra todo lo inmediatamente anterior: “Estoy feliz pero…”, el ‘pero’ borró lo anterior. Utilizamos el lenguaje sin darnos cuenta del poder que tienen las palabras, sin ser conscientes de que con lo que decimos estamos profetizando cosas que acaban cumpliéndose pues el lenguaje es una herramienta que construye realidades. “Es que todos los tipos son unos hp…” me decía una paciente. Aunque la experiencia que ella había vivido con ‘todos los tipos’ con los que había estado había sido esa, al decirlo en esa forma lo vuelve una ‘verdad única’ imposible de cambiar.

Con frecuencia, les pregunto a los pacientes si para ellos la realidad es lo que a uno le ocurre o lo que uno hace con lo que a uno le ocurre. Hasta el momento, todos me han respondido lo segundo. Para ilustrar esto de manera más clara, les ponía a unos estudiantes el siguiente ejemplo. Cuando uno abre las cortinas por la mañana en Bogotá y ve que diluvia, tiene dos opciones: una, maldecir la ciudad, odiar el clima, enfurecerse porque no para de llover, pensar que se va a mojar todo el día, etc. La otra es decir: ‘¡Uy! ¡El día está perfecto para estrenarme las botas de caucho de colores que me regalaron!

En el primer caso, al finalizar el día, seguramente sea esa la realidad que vivió esa persona: se lavó, llegó a la casa tan furiosa como se levantó, sigue renegando por el clima, porque no ha parado de llover y termina diciendo: ‘…Lo que me faltaba, ahora me va a dar gripa. ¡Yo sabía desde esta mañana que me levanté y vi el clima!’, me decía una paciente al día siguiente. En el segundo caso, la persona se va a su trabajo caminando entre los charcos, disfrutando de estrenar sus botas y al llegar a su casa por la noche, no se ha mojado la punta de la media. La realidad ‘objetiva’ es la misma, la vivida es otra.

Esto mismo vi trabajando con unos padres que llegaron a la primera consulta preocupados porque sus hijos estaban teniendo problemas disciplinarios y académicos en el colegio. A medida que avanzamos en diseñar estrategias para el manejo del problema, ellos se comenzaron a dar cuenta del lenguaje que utilizaban para referirse a sus hijos, pues aunque en el trato directo con ellos no lo hacían en malos términos, en privado se referían a ellos como “este chino marica” o “típico de este huevón”.

Al tomar consciencia de esto, asumieron el reto de reemplazar esas palabras por otras que ellos mismos escogían en los momentos de rabia y malestar, lo que no sólo empezó a generar cambios en la relación con sus hijos, sino también en la relación de ellos como pareja: ya no se alteran tanto cuando discuten sobre sus hijos, han empezado a ver más soluciones a los problemas que van surgiendo y la tensión que se había generado entre los miembros de la familia, ha ido disminuyendo notoriamente. Tanto así que en la última consulta contaban con alegría que cuando están conversando y a alguno todavía se le sale una grosería, se pega una palmada en la boca, se atacan de la risa, se acompañan y se ayudan a evitar el uso de esas palabras. La realidad ‘objetiva’ es la misma –pues con los niños siguen surgiendo nuevos desafíos todos los días- pero la manera de abordar y vivir cada situación difícil es distinta.

Ser consciente diariamente del lenguaje que usamos es complejo y exigente por el hábito que tenemos de usarlo sin pensar. Empezar a cambiar el uso de algunas palabras -como el ‘pero’ después de una frase positiva-, preguntas y generalizaciones, genera pequeños cambios que producen un ‘efecto avalancha’: los efectos iniciales casi no se notan y parecen débiles, pero terminan por generar enormes cambios. Generalizaciones como la que me hacía la paciente sobre los hombres pueden cambiarse por frases como “los tipos con los que he estado hasta ahora han sido una chanda”. Se refiere a algo que efectivamente ocurrió, pero no convierte lo ocurrido en una ‘verdad eterna y universal’. Queda abierta la posibilidad a que los hombres que conozca puedan no seguir siendo unos ‘hp’.

Cuando enfrentamos dificultades tenemos la tendencia a preguntarnos: “¿Por qué me ocurre esto a mí?” Con esta pregunta estamos responsabilizando a otros por lo ocurrido –Dios, el universo, el destino, la humanidad-. Si reemplazamos esa pregunta por “¿Para qué me ocurre esto?”, asumimos la responsabilidad de investigar cuál es la enseñanza que nos deja cada experiencia y así devengamos un aprendizaje de cada situación, aprendizaje que nos ayuda a ser conscientes y a evitar la futura repetición de los mismos errores. No somos responsables de lo que nos ocurre, pero sí de lo que hacemos con lo que nos ocurre, por lo que empezar a hacer pequeños cambios en el lenguaje se vuelve un reto cotidiano y divertido para cada persona, pues poco a poco va cambiando sus actitudes, comportamientos y, finalmente, la realidad que se va construyendo.

Ximena Sanz de Santamaría C.
ximena@breveterapia.com
www.breveterapia.com

Artículo publicado en Semana.com el 26 de abril de 2011