El problema no son los juicios, son las emociones detrás de los juicios.

“Yo juzgo mucho a mi esposa, por todo. Y eso nos está llevando a tener muchos problemas porque ella se siente mal y yo la entiendo, pero no puedo evitar juzgarla. He tratado de no hacerlo pero no puedo. Siempre termino juzgándola por algo”.

 

Cuando una persona invita a sus amigos a comer a su casa y decide prepararles la comida, constantemente tiene que estar probando lo que está preparando para determinar si está bueno de sabor, si está salado o demasiado dulce, si le hace falta algún condimento, si la contextura de la comida es buena o está demasiado dura demasiado blandita, etc. Y lo que le permite al ‘cocinero’ definir todos estos aspectos es su juicio. De manera que el juicio no sólo es inevitable, es útil y necesario para poder discernir, para tomar decisiones, para definir a cuáles personas queremos tener cerca y con cuáles preferimos mantener la distancia; para definir qué carrera queremos estudiar, si nos gusta el trabajo que hacemos o si es hora de cambiar, si nos gusta otra persona o no, si el café nos gusta con dulce o sin dulce, entre otras cosas. Todo esto gracias a nuestros juicios.

 

Juzgar es inevitable. De manera que pelear con nuestros juicios es como pelear contra nosotros mismos: una guerra que de entrada está perdida. El problema de juzgar no son los juicios, son las emociones que los acompañan y que llevan a que las personas sufran y se hagan daño. Y eso era justamente lo que le ocurría a este hombre que con algunas cosas de su mujer, sentía rabia, se desesperaba y desde esa rabia y ese desespero, juzgaba lo que ella hacía: “Me desespera que si está enferma no vaya al médico, que no se ayude. Que se viva quejando de todo cuando en realidad ella no hace nada para ayudarse. No ha querido contratar a nadie para que le ayude con las cosas en la casa a pesar de que le he insistido que lo haga para que no esté tan cansada y de mal genio. Pero ella dice que no, que puede con todo y después el que termina pagando el pato soy yo porque vive de mal genio con todo, se queja todo el día porque nosotros (con mis hijos) supuestamente no hacemos nada, todo es así con ella. Pero yo sé que la estoy juzgando y eso está mal porque ahora, encima de todo, peleamos por todo”.

 

Daniel llevaba meses en ese dilema interno: no quería juzgar a su esposa pero le era inevitable hacerlo. Cada vez que se presentaba alguna de las situaciones que describía, empezaba a cuestionarla, a preguntarle por qué no hacía las cosas de otra manera y lo hacía de manera agresiva, con rabia. En consecuencia, acababan peleando,  desgastándose y él terminaba sintiéndose culpable, pidiéndole perdón por haber sido maltratante y prometiéndose a si mismo –y a ella- que no volvería a juzgarla. Pero tan pronto volvía a presentarse alguna situación con la que él no estaba de acuerdo, volvían “los juicios”, como él mismo los definía y con los juicios, la rabia, el desespero y en últimas, el maltrato. Y volvía a construirse el mismo círculo vicioso una y otra vez.

 

En la medida que Daniel fue trabajando en si mismo y en sus creencias, fue descubriendo varias cosas: la primera, que juzgar a su esposa era inevitable. La segunda, que el problema no estaba en sus juicios sino en la manera como los estaba manifestando, en las emociones que reprimía queriendo evitar el conflicto. Porque cualquier cosa que se evita, acaba convirtiéndose en un problema cada vez más grande. La tercera, que él tenía que empezar a permitirse y reconocer esas emociones, porque al igual que los juicios, hacen parte de cualquier persona. Esto no es una disculpa para agredir a otros, por el contrario, lo que muestran nuestras emociones es la necesidad que tenemos de trabajar en ellas para aprender a manejarlas, a canalizarlas y así, dejar de botárselas a los demás.

 

Fue así como Daniel finalmente pudo reconocerse a si mismo que cargaba un profundo resentimiento con su esposa por cosas que habían ocurrido en el pasado y que él no había logrado soltar. Como consecuencia, cada vez que ocurría algún evento cotidiano sin aparente importancia, en Daniel resurgía el resentimiento, la rabia, y desde ahí, juzgaba todo lo que hacía su esposa. Trabajar el resentimiento por un pasado es exigente porque implica quitar la cura que cubre una herida que aun no ha sanado. Sin embargo, Daniel decidió hacerlo porque quería mantener su relación de pareja y sobre todo, mantenerla sana. Fue así como empezó a escribirle una carta diaria, de su puño y letra a su esposa en la que le manifestaba todo ese resentimiento, la rabia, incluso el odio que por momentos sentía a raíz de lo que había ocurrido en el pasado.

 

A través de estas ‘cartas de rabia’ (Cagnoni & Milanese, 2009), Daniel fue logrando canalizar su rabia, su resentimiento, hasta que poco a poco pudo empezar a hablar con su esposa, a compartir con ella sus sentimientos. Sin rabia, sin resentimiento. De esa manera, empezaron a re-establecer la comunicación y así, él pudo empezar a manifestar sus sentimientos y ella empezar a comprenderlos porque ya no se sentía agredida. “Hay cosas que no compartimos, a mi todavía me desespera un poco que ella no acepte la ayuda de nadie. Pero al menos ahora podemos hablar, yo ya no me exalto y en algunas cosas hemos ido viendo el punto de vista de cada uno. Yo todavía la juzgo, pero ya no lo hago con rabia”.

 

Juzgar es inevitable y juzgarse por hacerlo implica caer en una trampa de sufrimiento sin salida. Lo importante de juzgar no es el juicio per se, sino desde dónde se hace: si es desde el cariño, desde la intención de construir, de mejorar y de ayudar a mejorar a otras personas, o si es desde la rabia, desde el resentimiento o la envidia, con la intención de hacer daño, de vengarse, de destruir. En ese caso el juicio es dañino, pero por fortuna, se puede trabajar para que deje de serlo. Lo primero para lograrlo es aceptar la emoción y darle un curso sano –a través de las cartas de rabia, del ejercicio físico, de la meditación, de hablar con un profesional, entre otras cosas- para desde ahí, cambiar la intención con la que se juzga y de esa manera, juzgar de manera sana.

 

 

 

Ximena Sanz de Santamaria C.
Psicóloga – Psicoterapeuta
MA en Terapia Breve Estratégica.

 El amor empieza donde se acaban las películas

Mucha gente me pregunta por qué los matrimonios se acaban tan rápido, por qué antes duraban 30, 40 y hasta 50 años, mientras que hoy en día duran un año o incluso menos. A mi juicio, no existe una única respuesta para esa pregunta porque como todas las cosas en la vida, hay una cantidad de factores (contexto, características personales, tiempo, etc.) que entran en juego. Sin embargo, he podido ver una gran diferencia entre las personas que se están casando en los últimos años y aquellas –como mis padres- que se casaron hace más de cuarenta años: la perspectiva desde la cual ven las relaciones. Y en eso, Hollywood ha hecho un maravilloso trabajo en construir dos creencias muy fuertes: primero, la creencia de que vamos a encontrar la pareja perfecta; que “allá afuera” está la media naranja y que basta encontrarla para establecer la relación perfecta. Y segundo, que todos los problemas de pareja ocurren antes del matrimonio y la solución para todos es justamente casarse.

 

La gran parte de películas “chick flick”, o comedias románticas  construyen la siguiente historia: se conocen dos personas (por lo general una de ellas es millonaria y la otra de muy escasos recursos) y desde la primera mirada es evidente para el televidente que entre los protagonistas se dio eso de lo que tanto se habla: amor a primera vista. Miradas van y vienen, conversan y todo parece indicar que la conexión es inmediata. Pero claro, alguno de los dos –si no los dos- tienen otra pareja y se van a casar. Entonces empieza el sufrimiento porque el amor entre ellos crece, las miradas son cada vez más fuertes, las conversaciones más profundas, en otras palabras, la conexión crece. Pero simultáneo a esa conexión, crece también el dolor y la tristeza porque el amor nunca va a poder ser ya que cada uno tiene otra pareja. Para no alargarme en la historia que ya todos conocemos, la última escena de la película es que el hombre va camino al altar a casarse con la mujer que no ama pero con quien ya tenía un compromiso. Mientras tanto recuerda todo lo que vivió con su “media naranja” y lo siguiente que oye es la pregunta del sacerdote cuando le dice si está dispuesto a aceptar a la mujer que tiene en frente para pasar el resto de su vida con ella. En ese momento, como por arte de magia, este hombre se arma de valor, mira a la mujer y le dice que no se puede casar con ella porque no la ama. Acto seguido coge la bicicleta del que había llevado el periódico y se va hasta el aeropuerto porque el ‘amor de su vida’ se iba de la ciudad. Al llegar, encuentra que el vuelo ya salió de manera que se sienta en la sala de espera, sudado y agotado, a llorar por haber perdido al amor de su vida. Sin embargo, casualmente la mujer no se montó al avión y está en la sala conjunta mirando por la ventana mientras ve despegar el avión. Por cosas del ‘destino’, se encuentran, se besan y la película se acaba nuevamente en el altar o en una playa increíble en algún lugar del Caribe donde decidieron ir a pasar unas semanas después de haberse reencontrado.

 

Además de las creencias de Hollywood, los seres humanos hemos sido muy buenos en construir otras creencias por demás, igual de disfuncionales. La primera, creer que el/la otro/a va a cambiar después de casarse, como si el matrimonio fuera una máquina en la que las personas se meten, se transforman y salen sin defectos, sin problemas, sin dificultades. La segunda, pensar que al casarse ya no es necesario seguir trabajando en la relación. Entonces se dejan de lado los detalles, las conversaciones, los espacios para compartir tiempo juntos, las salidas a almorzar y a comer, las salidas a bailar, los fines de semana en pareja, etc. Y al dejar de cultivar la relación, ésta se empieza a desmoronar.

 

La relación de pareja no solamente se construye antes del matrimonio y casarse no es la solución a los problemas de pareja. Por el contrario, es un paso más dentro una relación que exige mayor compromiso y dedicación por parte de ambos miembros de la pareja. Es el momento en el que empieza a cultivarse el vínculo, en el que contrario a dejar de hacer lo que se hacía cuando eran novios hay que mantenerlo y reinventarse. El matrimonio no cambia a nadie –a menos de que las personas quieran por voluntad propia cambiar-: No soluciona los problemas ni las dificultades que se presentaban en la pareja antes de casarse. No se trata de encontrar a LA persona perfecta sino de estar dispuesto a cultivar la relación y a crecer diariamente en compañía de otra persona, lo que implica trabajar en la relación para atender las diferencias, los gustos y los disgustos. E implica también trabajar en uno mismo para revisar el orgullo, la necesidad de tener la razón, de querer que el/la otro/a haga las cosas de una única manera, de ejercer demasiado control.

 

Los seres humanos nos hemos vuelto cada vez más inmediatistas: queremos ver resultados de manera inmediata, resolver los conflictos sin trabajar en ellos, tener las soluciones a todo sin tener que hacer ningún esfuerzo. Y eso, en el matrimonio y en la vida, es imposible. Los matrimonios pueden acabarse, las relaciones pueden no funcionar, pero antes de tomar la decisión de acabarlo es importante trabajarlo y tener en cuenta que LA persona ideal no existe, lo que existe es el deseo de trabajar en ella, en uno y en la relación para que ésta se convierta en la relación y en la persona ideal.

 

Finalmente comparto ‘los nueve mandamientos de la pareja’ construidos por una pareja a la que admiro y quiero infinitamente. Una pareja que lleva casi 50 años casada, en la que jamás se ha presentado una infidelidad ni una separación, en la que el conflicto ha estado presente como una oportunidad para crecer y mejorar, no como una disculpa para terminar.

  • Compartir (angustias, temores, alegrías)
  • No matar (las ilusiones, la confianza, los lazos familiares)
  • Hacerse cargo de sí mismo (no quejarse)
  • No desear el hombre ni la mujer del prójimo
  • Disfrutar la intimidad sexual con respeto y comprensión
  • No decirse mentiras
  • No prolongar una diferencia, un disgusto, una discusión
  • Comprenderse y acompañarse (en las dudas, en las certezas, en los temores y en las incertidumbres)
  • Asumir la relación como un trabajo diario, constante, constructivo y exigente, pero sobre todo, alegre, lleno de risa y humor.

 

 

 

 

Ximena Sanz de Santamaria C.
Psicóloga – Psicoterapeuta
MA en Terapia Breve Estratégica.

El que no arriesga un huevo no saca un pollo

Tomar decisiones se ha convertido en una tarea cada vez más difícil. Gracias al desarrollo y a los avances de la ciencia y la tecnología, los seres humanos tienen cada vez más opciones en cada decisión, lo que exige una mayor capacidad para poder decidir frente a situaciones cuya complejidad era antes impensable. Empezando por cosas tan sencillas como qué escoger en un menú en el que hay cada vez más opciones carnívoras, vegetarianas, veganas, sin gluten, sin azúcar, dietéticas, etc., hasta decidir si se debe enviar una misión al espacio para descubrir otros planetas. Es paradójico, pero entre más aumentan las posibilidades de escoger más difícil y complejo se vuelve el proceso decisorio (Nardone, 2014). Pero el origen de la dificultad no está solamente en el proceso mismo de decidir: está también en el miedo a las consecuencias que una decisión equivocada pueda tener.

 

Frente al miedo que produce el riesgo de equivocarse, las personas tienden a asumir dos estrategias, por demás disfuncionales. La primera es delegar las decisiones en otras personas. El problema con esta estrategia es que se pierde la oportunidad de equivocarse y equivocarse es una parte importante en la vida de un ser humano por cuanto es una manera de aprender, de fortalecerse y, sobre todo, una oportunidad para desarrollar un criterio propio. El segundo problema es que cuando la consecuencia de la decisión es acertada, al haberla delegado en otra persona, se construye la creencia de que son los demás los que saben tomar decisiones. Por ende también se va perdiendo la seguridad en el propio criterio.

 

“Estoy aquí porque quiero encontrarme, porque en algún momento del camino me perdí de mi mismo, me dijo Juan Pablo[1] de 32 años que llegó al consultorio por una fuerte crisis de ansiedad. A pesar de ser un hombre exitoso laboralmente y de haber tenido relaciones de pareja estables a lo largo de su vida, se estaba enfrentando a un momento difícil: la mayor parte de sus amigos estaban casados, o tomando la decisión de casarse, mientras que él no estaba seguro si quería o no quería casarse. Laboralmente estaba enfrentando un momento decisivo porque tenía la posibilidad de seguir creciendo en la empresa en la que ya había estado construyendo una carrera desde hacía varios años, pero también estaba empezando a entrar en juego la decisión sobre si debía irse a hacer una maestría o no. Los amigos le insistían que era mejor irse al exterior joven, sin esposa y sin hijos para poder disfrutar de una “verdadera experiencia”. Y aunque por momentos Juan Pablo estaba de acuerdo con sus amigos, en otros momentos volvía a dudar y así empezaba la angustia.

 

Por otra parte, Juan Pablo llevaba varios meses tratando de distanciarse de la persona con la que estaba saliendo porque aunque estaba contento y empezaba a quererla, no quería ilusionarse demasiado ni tampoco entablar una relación muy seria porque de pronto se iba a vivir fuera del país. En cualquier caso, no lograba llegar a tomar una decisión porque siempre encontraba argumentos muy poderosos tanto a favor como en contra de cualquier decisión. Por ende, tomar una decisión se estaba volviendo algo imposible para él. Esta situación lo había llevado a adoptar otro intento de solución igualmente inútil: buscar respuestas en los amigos y familiares. Empezó a encontrar que cada amigo le daba una respuesta diferente, cada uno tenía una opinión distinta, con lo cual aumentaba su propia confusión.

Después de todos estos intentos fallidos Juan Pablo comenzó a pasar por momentos de fuerte ansiedad. Inicialmente la ansiedad se presentaba únicamente cuando pensaba en alguna de las decisiones que no había logrado tomar; pero con el paso del tiempo comenzó a ser un acompañante permanente, llegando a afectarle el apetito, el sueño, e incluso la concentración en el trabajo. Y finalmente fue eso lo que le permitió darse cuenta que necesitaba buscar ayuda.

 

Después de varias semanas de trabajar en sí mismo, Juan Pablo finalmente empezó a darse cuenta que su mayor miedo era tomar una decisión equivocada. En virtud de ese miedo, dudaba de todas las opciones, las analizaba y sobre analizaba tratando de encontrar una única respuesta, una respuesta correcta. “Quiero tener el 100% de seguridad para poder tomar una decisión”. Pero tener el 100% de certeza al momento de tomar una decisión es imposible porque siempre habrá algo que se gana y algo que se pierde. Así que partir de la base que para poder tomar una decisión hay que tener la total certeza sobre las consecuencias de la misma es construirse una trampa de la cual es imposible salir.

 

Tomar una decisión siempre va a implicar asumir un riesgo, un riesgo de ‘ganar y perder’ algo. Pero, como bien dice el dicho popular, ‘el que no arriesga un huevo no saca un pollo’; y si las decisiones se toman con base en querer tener la total certeza sobre el resultado, o queriendo tener todos los beneficios sin perder nada, siempre se llegará al mismo punto: la incapacidad para decidir. Si bien es necesario evaluar los riesgos en busca de tomar las mejores decisiones, el riesgo de ‘equivocarse’ no sólo será siempre inevitable, sino que es una parte fundamental en el proceso de crecimiento de un ser humano. Tomar decisiones es una forma de aprendizaje que forja el carácter, conduce a la formación de un criterio propio, a identificar las preferencias, a asumir responsabilidades y a enfrentar las situaciones que surgen cuando se toman decisiones equivocadas.

 

Decidir muchas veces genera angustia, ansiedad y miedo, es inevitable. Como también lo es sentir confianza, seguridad y tranquilidad respecto a si mismo cuando el resultado es el esperado. En cualquier caso, es imposible saber a priori cuál será la consecuencia, por lo que una buena manera de empezar a vencer ese miedo es tomando pequeñas decisiones, decisiones cotidianas y aparentemente banales. De esa manera, se van construyendo pequeños pasos para llegar a tomar decisiones cada vez más trascendentales, pero sobre todo, para poder construir un criterio propio e ir perdiéndole el miedo a equivocarse.

 

 

Ximena Sanz de Santamaria C.

Psicóloga – Psicoterapeuta

MA en Terapia Breve Estratégica.

[1] Nombre ficticio para proteger la identidad del consultante

Necesitamos todas las emociones

“Las emociones son guías.
Por eso la ansiedad, la tristeza, la angustia,
el dolor, son parte de la experiencia
de ser humano”.

María Elvira Pombo.

La tendencia natural del ser humano es evitar cualquier situación o experiencia que le pueda generar dolor, tristeza o sufrimiento. Comprensible. El problema de querer evitar lo inevitable es que el sufrimiento puede ser aún mayor porque como todas las sensaciones y emociones, el dolor y la tristeza también hacen parte de la vida del ser humano. Aumentarlo o disminuirlo depende de la manera como cada persona lo defina, lo asuma y lo afronte.

Esto se ilustra de manera magistral en la película Inside out (Intensamente) en la que se muestra cómo la tristeza –así como emociones como la rabia, el miedo, la alegría y el asco- son emociones útiles y necesarias en diferentes momentos de la vida de una persona. Emociones como la rabia y la tristeza muchas veces generan o manifiestan una crisis. Y las crisis permiten poner en evidencia la necesidad de cambiar, de hacer algo diferente a lo que se ha venido haciendo, porque eso que se ha venido haciendo no está funcionando. De lo contrario, no se presentaría ninguna crisis.

Sin embargo, la tendencia general es intentar suprimir la tristeza –tal como lo muestran en la película- y sustituirla por la alegría. Pero muchas veces la tristeza ofrece una oportunidad de progreso personal que sin ella no se daría.

Hace unos meses llegó a mi consultorio una mujer que empezó la primera cita diciendo: “Finalmente puedo aceptarme a mí misma que estoy destrozada”. Después de más de seis años de matrimonio, de tener una relación que ella sentía era estable y sólida, basada en la mutua confianza, en un amor sincero y honesto, en la que nunca se había presentado una infidelidad, construida sobre ideales compartidos y que además era “para toda la vida”, se había terminado. “No vi ninguna señal, no entiendo qué pasó. Solamente sé que él finalmente me dijo que no me ama más y que quiere seguir su vida solo”.

La primera vez que el esposo le manifestó su deseo de separarse, Alejandra[1] habló con él buscando aclarar lo que ocurría. Le reafirmó el cariño y el amor que sentía por él, le dijo que estaba dispuesta a luchar por la relación, que buscaran ayuda, que lo intentaran. Él aceptó que lo volvieran a intentar pero sin ayuda externa. A partir de ese momento, ella intentó acercarse a él, buscar espacios de intimidad, disminuir los horarios de trabajo para pasar más tiempo juntos. Además, Alejandra le buscó espacios para hablar con él queriendo con el fin de conocer cómo estaba él, si tenía sus sentimientos más claros, si estaba más seguro de querer volver con ella. Pero las respuestas de él eran ambivalentes y las conversaciones siempre terminaban en peleas. Fue ahí que Alejandra buscó ayuda porque vivía en una zozobra y en una ansiedad constantes que ya estaban empezando a afectar su apetito y su patrón del sueño.

Al darse cuenta que cuestionar a su esposo buscando respuestas que él no le daba sólo estaba aumentando su ansiedad, Alejandra empezó a seguir una primera prescripción: escribir todas sus dudas y preguntas de manera que pudiera desahogarse y a su vez, evitar buscar las respuestas en él. Una semana después de hacer este ejercicio se dio cuenta que no quería seguir viviendo con la misma incertidumbre y decidió confrontarlo para que le respondiera una única respuesta: si él veía que podían volver a estar juntos o si definitivamente consideraba que la relación se había acabado. Fue ahí cuando él finalmente le aceptó que ya no estaba enamorado de ella. Así comenzó para ella un proceso de duelo, de dejar ir a quien ella seguía amando y adorando a pesar de que era la persona que más sufrimiento le estaba causando.

Inicialmente la tristeza que era constante. Le costaba trabajo concentrarse en el trabajo, le era difícil no llorar si le preguntaban por su esposo, los fines de semana permanecía en la casa de sus padres sin querer salir y pasaba gran parte de sus días llorando. A esta tristeza comenzaron a sumarse dudas, preguntas, cuestionamientos sobre qué era lo que había ocurrido pues a sus ojos, la relación que tenía con su ex esposo era maravillosa. Dentro de esas dudas apareció la pregunta sobre si él habría encontrado a otra persona, si se habría enamorado de otra mujer. Pero él siempre se lo negó y eso, paradójicamente, lo hacía aún más difícil de comprender. “Ahorita lo único que está presionando el botón en mi cerebro es la rabia y la tristeza. Las demás emociones están perdidas en mi subconsciente”, decía ella haciendo referencia a la película.

Inicialmente lo hablaba con algunos de sus amigos y amigas y con sus familiares buscando desahogarse. Pero con el paso del tiempo se fue dando cuenta que compartir con otras personas toda su tristeza y su rabia terminaba siendo contraproducente porque cada persona tenía una opinión distinta sobre lo que había ocurrido, sobre lo que ella estaba sintiendo e incluso, sobre cómo se debería sentir. De manera que poco a poco fue dejando de compartir lo que estaba sintiendo. Y para no “intoxicarse” con todo ello, empezó a cumplir con otra prescripción terapéutica: escribirme una carta diaria en la que pudiera expresar todo eso que se le pasaba por la cabeza: las dudas, los pensamientos, los cuestionamientos y claro está, todas las emociones que genera la mente o que llevan a que la mente empiece a trabajar más de la cuenta. En cada sesión hablábamos sobre lo que para ella era importante y fue así como ella fue descubriendo que cada una de las emociones que se estaban presentando no sólo eran inevitables, sino que estaban siendo útiles.

Comenzó por identificar algunos aspectos en los que ella sentía que había fallado, algunas cosas que efectivamente estaban ocurriendo en la relación y de las que ella no había sido consciente. A su vez, pudo empezar a ver a su ex marido con unos lentes diferentes dándose cuenta que sin ser mala persona, no era la persona idónea para ella. Reconocérselo fue doloroso porque siempre había estado convencida que era “el amor de mi vida”. Pero el amor no es suficiente y eso fue lo que ella pudo ir decantando, sin duda acompañado de un profundo dolor y tristeza, pero poco a poco fueron reapareciendo la alegría y la tranquilidad. “Ahora también la alegría está espichando el botón en mi cerebro y finalmente me estoy sintiendo más tranquila”.

Como cualquier proceso humano, las emociones no se presentan de manera lineal. Es decir que haber pasado por un momento de profunda tristeza no quiere decir que ésta no se pueda volver a presentar. Y eso le ha pasado a esta mujer quien todavía tiene fines de semana dolorosos, momentos en los que extraña a su ex esposo, vuelven las preguntas, las dudas y con estas, la ansiedad y el llanto. Pero a diferencia de lo que le ocurría al inicio, ha empezado a cambiar los lentes con los que inicialmente veía la situación y eso fue lo que se reflejó en lo último que escribió. “Yo te pregunté mucho qué interpretación «filosófica» darle a esto? Es decisión de Dios? Hay una razón? Estaba predeterminado, escrito en algún lado, que esto pasara? Pasa para algo? Un acuerdo del alma antes de nacer frente a lo que yo debía aprender? Y he decidido construir mi propia visión: Las cosas pasan porque sí, porque todo lo que tenemos es un préstamo del cielo, nada nos pertenece completamente. Pero siempre hay la oportunidad de decidir quedarse metido en la tristeza o volver a sonreír en la nueva realidad. Y yo decidí que quería asumir la segunda opción, y me siento llena de energía!

La realidad que vivimos es la que vamos construyendo. Y la experiencia de esta joven es la mejor muestra de ello pues la situación “objetiva” sigue siendo la misma: su esposo dejó de quererla después de haberse jurado amor eterno y de haber pensado que iban a estar juntos para toda la vida. Ella está teniendo que rehacer su vida sola, renunciando a muchos sueños que tenía en pareja. Sin embargo, la realidad subjetiva, que al final es la única que existe, cambió con lo cual es posible ver en la práctica lo que dijo Gandhi hace tantos años: si quieres cambiar el mundo, empieza por cambiar tu primero.

 

Ximena Sanz de Santamaria C.

Psicóloga – Psicoterapeuta

MA en Terapia Breve Estratégica.

 

[1] Nombre ficticio para referirse a la consultante

Ser optimista o perfeccionista: no es una condición, es una decisión.

En el libro de Tal Ben-Sahar, “Being Happy” (podría traducirse como ‘Siendo feliz’), el autor hace una diferenciación entre las personas perfeccionistas y las optimistas. Una de las principales características de los perfeccionistas es que son personas que se niegan a aceptar que una parte de la vida -por lo demás inevitable, importante y útil-, es el sufrimiento. Para un perfeccionista las cosas tienen que ser y salir perfectas, sin errores, y sobre todo, sin sufrimiento. Por esta razón su principal tendencia es resistirse a los retos, a los desafíos, a las cosas que les pueden costar trabajo, que son exigentes. En otras palabras, se resisten a la vida.

 

Las personas optimistas, en cambio, cuando se ven enfrentadas a situaciones que les generan dolor, rabia, miedo, angustia, ansiedad, entre otras, en vez de resistirse y asumirlas como una injusticia o como un castigo, las viven como oportunidades para crecer y mejorar como seres humanos. Reconocen el sufrimiento como una parte inevitable de la vida que incluso consideran como algo necesario y benéfico para ellas. Esto no significa que no les afecte o que lo disfruten, sino que logran desarrollar más capacidades para enfrentar situaciones difíciles, tienen más recursos y estrategias al momento de sortear un problema y son más seguras de sí mismas y de sus capacidades, por lo cual les asusta menos equivocarse.

 

“Yo siempre quiero que todo salga bien, es más, que todo salga perfecto porque si no, no lo hago. Y eso me hace sufrir mucho porque llevo mucho tiempo queriendo montar mi negocio pero como no estoy segura si va a salir como yo quiero, entonces no hago nada. Y así llevo ya casi dos años, en que como las cosas pueden no salir perfectas, no las hago”.

 

Ser perfeccionistas u optimistas no es algo con lo que se nace, es algo que cada persona construye y desarrolla a lo largo de su vida. Ante cada situación exigente toda persona tiene dos opciones: verla como algo de lo cual puede aprender, fortalecerse, mejorar y seguir adelante a pesar de lo desagradable, dolorosa y difícil que pueda ser; o verla únicamente como algo injusto, que no merecen, por lo desagradable, dolorosa y difícil que resulta para ella. Por eso la ven como algo que no van a poder superar. Así es como cada persona va construyendo su propia vida. Esto fue lo que poco a poco empezó a ver María[1]: que ella misma estaba dejando de intentar y arriesgarse a sacar un sueño adelante por el miedo a fracasar, porque para ella lo que no fuera perfecto era un fracaso.

 

Empezar a dejar de ser una persona perfeccionista no fue fácil porque justamente por serlo, su creencia era que la vida está dividida en los extremos: se hace todo perfecto o se es una persona mediocre. Ella no se daba cuenta que esa creencia era justamente la que le estaba impidiendo desarrollar y sacar adelante su proyecto. Así fue descubriendo por sí misma que en realidad la vida no está en los extremos, sino que está siempre en los puntos intermedios. Dejar de ser perfeccionista no implica ser mediocre, por el contrario: implica aprender a enfocarse en esforzarse por realizar los procesos en la mejor forma posible para liberarse así del resultado que se obtenga. Es un buen paso para empezar a trabajar en la liberación del propio ego.

 

Para María no ha sido un proceso fácil porque constantemente la acompaña el miedo a fracasar. Por eso lo primero que empezó a trabajar fue justamente en sus miedos. Su primer paso fue definir el objetivo que quería alcanzar: montar su propio negocio. Teniendo claro lo que quería lograr, empezó mentalmente a invocar todos sus miedos respecto a lo que podía salir mal, en otras palabras, al fracaso. Al hacer este ejercicio, finalmente pudo empezar a definir –y a dar- pequeños pasos, acciones concretas.  Estas pequeñas acciones concretas (práctica) la fueron liberando de la prisión en que la mantenían sus propias creencias (pensamiento). Una de estas ‘pequeñas acciones’ fue pedir un préstamo. No tuvo éxito en el primer intento, lo que fue difícil para ella porque este era uno de sus principales miedos. Pero cuando finalmente lo obtuvo pudo darse cuenta por sí misma que ese pequeño fracaso no era ‘el infierno’ que ella pensaba, y esto la fortaleció: fue de este ‘fracaso’ que ella obtuvo las herramientas para aprender cómo solicitar otro crédito para que se lo aprobaran. Y así logró el éxito que necesitaba en este primer paso.

 

A medida que fue avanzando en los siguientes pasos, como en los peldaños de una escalera, ella misma fue dándose cuenta que se podía acercar a la meta.  Aunque aún no tiene el negocio montado, por primera vez desde que le surgió la idea se siente contenta y, sobre todo, cada vez más segura de sí misma y de sus capacidades para enfrentar las naturales dificultades y desafíos de la vida. Por momentos la acompañan algunos miedos a fracasar que, como a cualquier ser humano, le disgustan. Pero el hecho de haber podido avanzar en el proceso y constatar por su propia experiencia que los miedos que tenía en su mente eran peores que los que ha tenido que enfrentar en la realidad, le ha dado la confianza en ella misma que necesita para seguir avanzando.

 

“No vemos el mundo como es sino como somos”, afirma Talmud. El caso de María es un claro ejemplo de ello. Por ser una persona perfeccionista le era imposible ver el fracaso como una oportunidad. Ahora que ha tenido que enfrentarse a situaciones en las que el resultado no ha sido el que quería o esperaba, se ha dado cuenta que si bien no es una sensación agradable, es la única manera de avanzar en la vida tanto a nivel profesional como personal. María ha empezado a cambiar los lentes con los que veía el mundo, lo cual no significa que haya dejado de ser una persona perfeccionista porque ser perfeccionista y ser optimista no son características opuestas sino complementarias. De lo que se trata es de ser capaz de ver cada vez más situaciones desde una perspectiva optimista para lograr así un sano equilibrio entre el optimismo y el perfeccionismo.

 

 

Ximena Sanz de Santamaria C.

Psicóloga – Psicoterapeuta

MA en Terapia Breve Estratégica.

 

 

[1] Nombre ficticio para referirse a la paciente.

Lo bueno también se puede trabajar

El trabajo que se hace desde las diferentes disciplinas como la Psicología, la Economía, el Derecho, entre otras, se enfoca habitualmente en identificar e intentar solucionar problemas. En teoría, la Psicología tiene como fin aliviar el sufrimiento humano, o al menos disminuirlo, y que las personas aprendan a manejarlo. La Economía como ciencia social estudia la manera como los individuos y las sociedades usan los recursos para satisfacer sus necesidades. Desde el Derecho, los abogados se preocupan por estudiar, aplicar y hacer cumplir las leyes y reglamentos que rigen las diferentes sociedades con el fin de que se cumplan en pro de un bien común. Hasta aquí la teoría. Sin embargo, en la práctica, estas disciplinas se encargan de solucionar problemas, cosa que sin duda es necesaria y útil. Pero tal vez por enfocarse principalmente en los problemas y en lo que no funciona, se ha dejado de lado aquello que sí funciona y muchas veces tener claro y estudiar esto último, puede ser la mejor manera para prevenir los problemas. En las relaciones humanas ocurre algo semejante.

 

Hace un par de años llegó a consulta una mujer de 35 años muy angustiada porque sus hijos estaban creciendo y ella se estaba volviendo cada vez más sobre protectora con ellos. “Yo me acuerdo que mi mamá me protegía y en general veo que mis amigas protegen a sus hijos. Pero en mi caso soy demasiado exagerada, no los dejo quedarse solos en el parque del club, no me siento tranquila cuando la niñera los recoge en el jardín o en el colegio, me da angustia que el grande se vaya en el bus del colegio por las mañanas, ¡en el bus del colegio! Eso lo hacen todos los niños pero sufro de pensar que les pueda pasar algo y ya no puedo seguir viviendo con esta ansiedad tan horrible!”.

 

En la medida que fuimos indagando por su angustia se fue poniendo en evidencia que los únicos momentos en que estaba tranquila eran cuando sus hijos estaban a su cargo. Ni siquiera cuando estaban con el esposo se sentía completamente tranquila, lo que no sólo la hacía sentir culpable, sino que ella misma no entendía qué era lo que le había venido ocurriendo en los últimos tiempos porque durante mucho tiempo se había sentido tranquila de dejarlos tanto con su esposo como con sus padres, suegros, con la persona que le ayudaba en la limpieza de la casa, con la niñera, etc. Esa confianza la había perdido y ella no lograba identificar qué era lo que le había ocurrido para poder comprender ese cambio. Fueron varias sesiones en las que se puso en evidencia que la angustia la seguía acompañando a pesar de su esfuerzo por superarla y por encontrar una razón que le permitiera comprender a qué se debía su cambio.

 

Al darse cuenta que buscar la causa no es sinónimo de encontrar la solución, accedió a hacer un experimento: ‘tomaría una foto’ de esa angustia, es decir, cada vez que la sintiera se sentaría a escribir lo que estaba sintiendo y sobre todo, los pensamientos que la estaban asaltando y generando tanta angustia. Después de cumplir con esta tarea volvió a consulta aún más angustiada porque al escribir se puso en evidencia un miedo que tenía adentro y que ella misma se había negado a reconocer durante los últimos 30 años: había sido abusada sexualmente cuando era niña. Estos recuerdos eran un poco vagos justamente porque durante toda su vida había intentado olvidarlos haciendo de cuenta que eso jamás había ocurrido. Pero cuando sus hijos empezaron a crecer y el mayor cumplió 5 años, ella empezó a sentir pánico de pensar que alguien pudiera abusar de él. “Me muero del miedo de pensar que a mis hijos les pueda pasar lo mismo. La persona que abusó de mi era un amigo de mi familia, de mis papás, un hombre que todo el mundo quería y respetaba. Nadie se hubiera imaginado que era un abusador de niños. ¿Entonces cómo voy a confiar en las personas a nuestro alrededor? Podrían ser iguales que él, y como lo más probable es que yo nunca me entere no voy a poder proteger a mis hijos”.

 

A raíz de este descubrimiento ella tuvo que hacer un trabajo emocional doloroso y exigente: enfrentar ese recuerdo para poderlo archivar en su pasado y así, construir un presente libre de este recuerdo. Aunque es imposible cambiar o cancelar lo que ha ocurrido en el pasado, por fortuna sí es posible cambiar los efectos que pueda tener sobre el presente (Milanese & Cagnoni, 2009). A través de la escritura ella pudo ir recordando lo que le había ocurrido, lo que para ella fue sin duda una tarea muy dolorosa ya que llevaba 30 años tratando de ocultar esa vivencia. Sin embargo, fue la tarea de escribir “lo malo” lo que le permitió descubrir que había muchísimas cosas positivas en su vida: una carrera exitosa, un esposo al que ella adoraba y que la adoraba a ella, un matrimonio muy unido, un grupo de amigas maravilloso que siempre había estado ahí para ella, unos hijos sanos que había podido tener cuando había querido, entre muchas otras cosas. En otras palabras: fue el acto valeroso que ella hizo para recordar “lo malo” lo que permitió que su mente, por efecto paradójico, comenzara a ver y reconocer la cantidad de cosas buenas que le habían ocurrido en su vida. Fue esto lo que le permitió empezar a superar el trauma porque se dio cuenta que, a pesar de haber tenido que vivir esa experiencia tan traumática, en su vida había también muchos eventos y acontecimientos maravillosos y positivos en los que también podía centrarse.

 

En otras palabras, lo que le permitió a esta mujer empezar a ver lo positivo no fue haberse propuesto a buscarlo voluntariamente, sino todo lo contrario: fue enfocarse en lo negativo. Esta es la lógica paradójica (Nardone, 1997) bajo la cual funciona la mente humana: al centrar su atención en lo negativo empezó a darse cuenta de lo positivo. Y al darse cuenta de lo positivo de manera natural, sin proponérselo ni forzarse, pudo recuperar la confianza y la tranquilidad no sólo en ella, sino también en las personas a su alrededor. Se dio cuenta que si bien es necesario proteger a los niños, lo que más los protege es sentir que tienen unos padres comprensivos, con quienes pueden hablar y dialogar, que además les van dando libertades para que ellos mismos vayan desarrollando su propio criterio y aprendan a poner límites. Trabajar en sus fortalezas también le permitió hablar con su esposo, contarle lo que le había sucedido, y encontrar en él un apoyo y una comprensión que también fue parte de lo que le ayudó a dejar atrás el trauma. Finalmente tomó la decisión de ir a una fundación de jóvenes abusadas para prestar un servicio y apoyar, a través de su testimonio, a otras personas que por lo mismo. Un testimonio que ya no era el de una persona insegura e infeliz, sino todo lo contrario: el de una mujer fuerte que fue capaz de superar y sobreponerse al trauma tan profundo que generalmente produce ser víctima de un abuso sexual.

 

Querer fijarse en “lo bueno” cuando emocionalmente no estamos bien conlleva un resultado paradójico: no sólo no podemos verlo, sino que además empezamos a ver solamente lo negativo. Lo mismo ocurre cuando hacemos este mismo ejercicio al revés, es decir, cuando nos enfocamos en ver solamente “lo malo”: por el mismo efecto paradójico, la mente voluntariamente y sin esfuerzo, comienza a ver lo bueno. Es así como aún en los momentos difíciles podemos empezar a trabajar en “lo bueno” usando una estrategia como esta.

 

Otra manera de trabajar en “lo bueno”, en ‘explotar’ y fortalecer nuestras cualidades y fortalezas, es desarrollando la propia conciencia sobre cuáles son las cosas que nos hacen sentir bien en los momentos que estamos alegres y nos sentimos bien con nosotros mismos: nuestra actitud, la manera como estamos viendo la vida, nuestra sonrisa, la forma como nos relacionamos con otros, nuestra capacidad de ayudar, de comprender a los otros, de escuchar, de aprovechar y vivir en el presente, etc.

 

Si cada persona logra hacer conciencia de lo que está haciendo –o dejando de hacer- en el momento en el que está contenta y se siente bien consigo misma, irá consolidando y fortaleciendo internamente esas cualidades y capacidades que todos tenemos, pero que en los momentos emocionalmente difíciles nuestra mente nos impide ver. Aunque eso no implica que podamos ver esas mismas cualidades en los “malos momentos”, fortalecer “lo bueno” le quita espacio y fuerza a “lo malo”, logrando que sean cada vez menos los malos momentos, o que cuando éstos aparezcan tengamos cada vez más herramientas para salir de ellos. Porque el más fuerte no es nunca el que no se ha caído: es el que se ha caído y sabe cómo levantarse.

 

 

Ximena Sanz de Santamaria C.

Psicóloga – Psicoterapeuta

MA en Terapia Breve Estratégica.

PRE-ocuparse = sufrir innecesariamente

Sólo existen dos días en el año

en que no se puede hacer nada.

Uno se llama ayer y otro mañana.

Por lo tanto hoy es el día ideal para amar,

crecer, hacer y principalmente vivir.

 

La planeación es una estrategia que pretende responder a la necesidad de control que tienen todos los seres humanos ante la incertidumbre. No saber qué va a pasar en un futuro, es una de las razones que más angustia y ansiedad puede generar en una persona. Por esta razón, la principal solución intentada (Nardone, 1997) que se pone en práctica para tratar de tranquilizarse ante el futuro y ante todo lo que es incierto, es tratar de controlar. Y una forma de control es la planeación. La paradoja es que el exceso de control lleva a la pérdida del control (Nardone, 2009).

 

“Si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes”, me dijo hace un par de semanas un paciente burlándose un poco de sí mismo porque es muy consciente de lo psicorígido que es. Como cualquier ser humano, tiene el constante deseo de querer mantener todo bajo control porque le PRE-ocupa pensar en cosas que puedan ocurrir en el futuro, como pueden ser perder su trabajo, tener problemas económicos, que no lo acepten en la maestría que quiere hacer, … Pero lo que más intensamente le PRE-ocupa es que vaya a fracasar el noviazgo que lleva tan sólo un par de meses. Esta preocupación lo ha empezado a atormentar tanto que ha acudido a adoptar la práctica de planear todo para que ‘nada vaya a fallar’ en el futuro. Y el resultado ha sido la siguiente situación paradójica: ¡él sufre en su presente por cosas del futuro que aún no han ocurrido!

 

“Ella me dijo que he dejado de ser yo, que ahora me siente prevenido por todo… y tiene razón. Vivo tan preocupado por lo que podría fallar, que he dejado de ser especial, estoy todo el tiempo angustiado, pensando y pensando, entonces dejo de estar con ella, de compartir tiempo con ella. Todo estaba bien hasta que yo quise que todo saliera bien, perfecto, como yo quería que saliera!”

 

Sin darse cuenta, su propio temor de que las cosas pudieran ‘salir mal’, que es un temor irreal ya que es producido por cosas que no han ocurrido aún, lo ha ido llevando a que en el presente, sienta un miedo permanente que sí es real. Como una profecía que se auto realiza (Watzlawick & Nardone, 1997) porque al pensarla, se actúa de acuerdo a dicho pensamiento o creencia y al actuarla, va volviendo real. Como él son muchas, muchísimas personas las que por pensar en lo que podría ocurrir en un futuro dejan de vivir y disfrutar el presente, generándose así una ansiedad y una angustia que producen un sufrimiento real por algo que aún no ha ocurrido. En palabras de Séneca: duele más de lo necesario lo que duele antes de tiempo.

 

“Lo ideal para mí sería no pensar en el futuro”, me dijo. Pero una vez más, la lógica paradójica bajo la cual funciona la mente humana lleva a pensar en no pensar, y pensar en no pensar es pensar dos veces (Nardone, 2009).

 

La estrategia para enfrentar estos temores irreales que nos plantea la mente no es combatirla, sino aprender a vencerla sin combatirla (Nardone, 2004). Y para lograrlo este hombre ha estado trabajando en dos aspectos simultáneamente: el primero ha sido darle un espacio diario a dichos pensamientos para permitirles salir a la luz en lugar de dejarlos en la oscuridad de su cabeza intoxicándolo y alimentando el cáncer mental que es la duda; y el segundo, comenzar a comportarse diariamente ‘como si’ (Nardone & Balbi, 2008) ya se sintiera tranquilo y confiado con respecto a su relación, es decir, como si ya estuviera seguro de que las cosas con su novia van a funcionar. De esta manera, ha podido ir cambiando sus pensamientos sin combatirlos. Este cambio en su manera de comportarse ha sido lo que poco a poco le ha ido permitiendo construir una nueva creencia, con lo cual no sólo ha ido logrando desaparecer de su mente el futuro para mantenerla en el presente, sino que ha aprendido que es en el presente en el que tiene que trabajar para que en el futuro se den las condiciones que quiere que se den.

 

 

Ximena Sanz de Santamaria C.

Psicóloga – Psicoterapeuta

MA en Terapia Breve Estratégica.

Una buena forma de acabar un año, una buena forma de empezar otro año

Cuando se acerca la época de Navidad y el final de año, existe la tendencia común a muchas personas –si no en todas-, a replantearse y cuestionarse lo que ha sido su vida durante el año. Hacen un ‘examen de conciencia’ respecto a las metas que tenían un año atrás con el fin de comprobar si las cumplieron o no; reevalúan si han cambiado las cosas en las que querían mejorar, si lograron cambiar de trabajo, si mejoraron sus relaciones laborales, si son más exitosas, si consolidaron una relación de pareja o si terminaron una relación tormentosa, si olvidaron a la ex pareja y pudieron seguir su vida sin ella, etc. Lo particular de esos ‘exámenes de conciencia’ es que el resultado depende del estado de ánimo de cada persona en el momento presente, porque es precisamente este estado de ánimo el que determina si ‘pasa o pierde’ dicho examen.

La memoria humana recuerda el pasado con base en lo que está viviendo en el presente. Como consecuencia, los recuerdos no son una foto exacta de lo que ocurrió, sino una reconstrucción condicionada por las percepciones, emociones y sensaciones por las que está atravesando la persona en el momento en el que está recordando. Por eso para muchas personas la época de Navidad y año nuevo es una época maravillosa, alegre, una época para celebrar y agradecerle al Universo, a la Vida o a Dios, por todas las cosas buenas que han tenido en el año. Para otras, en cambio, es una época triste, dolorosa, una época de melancolía que les evoca sensaciones de tristeza y fracaso por lo que ya no tienen, por las personas que ya no están o por todo lo que no han logrado en la vida. ¿Pero de qué depende que las personas lo vivan de una u otra manera? Del estado de ánimo en el que están en su presente.

Lo ideal sería entonces poder hacer el ‘examen de conciencia’ en momentos en que las personas están contentas, tranquilas, a gusto consigo mismas. La paradoja es que por lo general los seres humanos se cuestionan su vida cuando están atravesando por momentos emocionalmente difíciles, cuando están tristes, angustiados, preocupados; cuando están sufriendo. Y es así porque son justamente esos momentos difíciles los que llevan a las personas a reflexionar sobre los aspectos más profundos de la vida. Pero es precisamente por esto último que esos momentos emocionalmente difíciles son tan importantes y valiosos en la vida de una persona: porque son los que le permiten realizar el trabajo más importante que un ser humano debe hacer en su vida: el trabajo en sí mismo.

Desde esta perspectiva, existen dos estrategias útiles en el momento de terminar y empezar un año. La primera es agradecer por los momentos difíciles que se han vivido, por las metas que aún no se han cumplido, por aquellos cambios que aún no se han logrado, porque son todas esas cosas las que nos dan la oportunidad de seguir trabajando constantemente en nosotros. Y la segunda es no cometer el error de definir grandes metas para el año que viene, porque son estas metas las que generan grandes resistencias (Nardone, 2009). Por ende son las que terminan generando la sensación de fracaso y angustia por lo que no se logró y llevan a que las personas sientan que reprobaron su ‘examen de conciencia’. La práctica repetitiva de definir año a año estas grandes metas es lo que reproduce con una intensidad cada vez mayor la sensación de fracaso que tiende a presentarse al final de cada año.

Hacer un ‘examen de conciencia’ es útil (muchas veces incluso inevitable). Lo importante es tener en cuenta dos cosas: que el resultado siempre depende del estado de ánimo en que la persona esté en el momento presente, y que la mejor manera de comenzarlo es agradeciendo por todo lo que se ha vivido, independientemente de que hayan sido ‘éxitos’ o ‘fracasos’. Juzgarse, castigarse y culparse por las metas que no se alcanzaron no es otra cosa que perpetuar un sufrimiento que no sólo es inútil, sino que además hace mucho daño. En cambio agradecer por lo que se ha vivido, aún si ha sido doloroso y difícil, es una forma de reconocer y aceptar que también esos momentos difíciles y dolorosos son los que han llevado a que cada persona sea lo que es y sobre todo, a que esté siempre atenta a seguirse trabajando a sí misma. De esta manera la época de Navidad y año nuevo no sólo se convierte en una época alegre, sino que además permite que el año nuevo empiece siempre de manera positiva.

“Una vez que se ha terminado la tormenta, no te vas a acordar cómo lograste salir de ella, cómo lograste sobrevivir a ella. De hecho, ni siquiera vas a estar seguro si la tormenta ya terminó. Sin embargo hay una cosa segura: cuando salgas de la tormenta, no vas a ser la misma persona que eras cuando entraste en ella. Y es de eso de lo que se tratan las tormentas”. 

Haruki Murakami.

Ximena Sanz de Santamaria C.

Psicóloga – Psicoterapeuta

MA en Terapia Breve Estratégica.

“Los burros y los humanos: dos animales más parecidos de lo que parece”.

Los burros y los humanos: dos animales más parecidos de lo que parece.

 

Había una vez un burro que vivía en un potrero y todos los días tenía que atravesar un camino para ir con su carretilla a buscar leña. Un día se levantó, salió de su potrero y se encontró con que había un tronco que se había caído y bloqueaba el camino. El burro se paró frente al tronco y se quedó pensando qué debía hacer para poder pasar. Al cabo de unos minutos se le ocurrió que lo mejor era pegarle un cabezazo para moverlo y así lo hizo: se armó de valor, cerró los ojos y mandó la cabeza contra el tronco. Sintió un dolor profundo, cayó al suelo después del impacto y cuando finalmente logró reincorporarse y abrir los ojos, el tronco seguía exactamente en el mismo sitio, no se había movido un centímetro. Entonces volvió a pensar qué debía hacer para poderlo mover y se le ocurrió que debía tomar impulso. Nuevamente se armó de valor, dio unos pasos hacia atrás, tomó impulso y corrió hacia el tronco lo más rápido que pudo. Esta vez el golpe fue más fuerte, el dolor más intenso y, además, se le abrió una herida en la cabeza. Y el tronco seguía exactamente en el mismo sitio. Pero a pesar de eso, el burro siguió repitiendo el mismo patrón creyendo que el problema era la falta de impulso, por lo que cada vez corría desde más lejos. Finalmente el burro murió con la cabeza abierta por terco y por bruto (Tomado de Tomado y adaptado de “Curar la escuela”, por Artini, A. & Balbi, E., 2001).

 

“Estoy aquí porque tengo 32 años y no he logrado tener una relación de pareja estable. Las cosas siempre empiezan bien, en el sentido que no siento que tenga problemas para levantarme a un man. Pero después me imagino que la embarro, que hago algo mal, lo que pasa es que no sé qué es. Pero sé que hago algo mal porque no me vuelven a llamar”. A partir de esta descripción empezamos a identificar cuáles habían sido hasta el momento las cosas que ella había tratado de hacer para tener una relación de pareja estable. Contó que en las primeras salidas siempre se mostraba como una persona tranquila, amable, ‘sin complicaciones’; se le medía a todos los planes que le propusieran, estaba siempre sonriente, disponible, “no ponía problema para nada”. Al contrario, todo lo que le propusieran le parecía bien.

 

Pero cuando empezaba a sentir que la relación se estaba poniendo más seria, esa aparente tranquilidad cambiaba por completo: ya no le gustaban todos los planes, ya no llegaba en taxi sino que esperaba que la recogieran, empezaba a exigirle a la pareja que la llamara más veces al día, le pedía que no salieran siempre con los mismos amigos, que cambiaran de planes, etc. Resultado: pocos días después, el hombre con el que había estado saliendo, dejaba de buscarla.

 

Lo que la llevaba a cambiar de comportamiento de una manera tan drástica era una creencia: “No me la puedo dejar montar”. Eso en términos concretos se traducía en que no quería que los hombres pensaran que era una mujer fácil, que iba a hacer todo lo que ellos querían, que no sabía poner límites y que no tenía un criterio propio. De lo que no se daba cuenta era que para conquistarlos proyectaba la imagen de la persona a quien todo le gustaba, y que los hombres perdían interés era precisamente cuando cambiaba para mostrarse como una mujer fuerte, autónoma, con criterio. Todo esto parecía muy obvio mientras lo íbamos hablando, pero en la práctica ella no se daba cuenta que el problema era la ‘dosis’ de cada comportamiento: mientras en la etapa inicial de conquista se iba al extremo de ser excesivamente complaciente, en la siguiente se desplazaba al extremo opuesto. No en vano dicen que los opuestos se atraen.

 

En conclusión, el trabajo consistía en “dosificar” cada comportamiento, porque ninguno de los dos es dañino per se. Lo que es dañino son los extremos, a saber, la excesiva rigidez de cada uno que impide la posibilidad de encontrar un equilibrio. En una relación siempre es importante tener un criterio propio, saber definir, decir que no, tener claras las prioridades, poderlas conversar con la pareja, etc. Pero es igualmente importante saber complacer al otro, ser flexible y comprender que en ocasiones las prioridades y puntos de vista pueden ser distintos. En otras palabras: es esencial mantener la flexibilidad y aprender a ‘ceder’.

 

Aunque puede parecer que un problema como el del burro sólo le pasa a ese animal, los seres humanos con mucha frecuencia funcionamos igual: cuando estamos frente a un problema, ponemos en práctica intentos de soluciones a través de las cuales queremos resolver dicho problema. Hasta ahí todo va bien porque de eso se trata: de buscar soluciones. El problema surge cuando a pesar de que esos primeros intentos de solución fracasan, es decir que no resuelven el problema, volvemos a repetirlo igual una y otra vez. Y es justamente esa repetición sucesiva de intentos fallidos la que va construyendo dificultades y problemas que si siguen sin resolverse, pueden terminar en patologías invalidantes para la vida de la persona. Es por eso que podemos decir que con mucha frecuencia un problema se construye a través de lo que hacemos para tratar de solucionarlo (Nardone & Balbi, 2009).

 

 

 

Ximena Sanz de Santamaria C.

Psicóloga – Psicoterapeuta

MA en Terapia Breve Estratégica.

“No es posible no comunicar”

“Nosotras no nos comunicamos. Yo no entiendo qué puede hacer una persona de 23 años sentada frente al computador todo el día sin hacer nada. Y yo he tratado de preguntarle qué está haciendo, de interesarme por sus cosas pero ella ahí mismo salta furiosa a decirme que la deje tranquila. Entonces ahí empezamos a pelear”, decía una madre desesperada por los problemas que tenía con su hija. Mientras la madre hablaba, la hija estaba botada en el sofá sin decir una palabra, mirando al techo y volteando los ojos cada vez que su mamá hacía algún comentario. Hasta que finalmente la madre rompió en llanto diciendo que eso que estaba ocurriendo en la sesión era exactamente lo que ella vivía todos los días: “Esto es lo que vivo en mi casa a diario. Llego después de un día de trabajo agotador, trato de poner mi mejor actitud, la saludo, le pregunto cómo le fue en el día, intento hablar con ella y siempre me encuentro con esta misma escena: ella botada en un sofá, en la cama o incluso, dándome la espalda porque si está en el computador ni siquiera me saluda. A veces tengo paciencia pero otras me saca de quicio que ni siquiera me mire! Es la mínima señal de respeto hacia otra persona, ¿no?”.

 

La madre lloraba mientras hablaba y la hija seguía botada en el sofá sin decir una sola palabra, limitándose a mover los ojos en señal de desespero e impaciencia. Aunque verbalmente no decía nada, su lenguaje no verbal lo estaba diciendo todo, tan es así que era justamente ese lenguaje no verbal era en parte lo que llevaba a que ellas pelearan y se enfrentaran casi a diario. Por ende el problema no era que no se comunicaran, porque no es posible no comunicar. El problema era que entre ellas se había establecido un patrón de comunicación rígido y disfuncional en el que la madre intentaba acercarse a su hija siempre a través de la misma estrategia: preguntándole por su vida, queriendo saber qué estaba haciendo y cómo estaba, encontrando siempre la misma respuesta distante de la joven. La estrategia de la madre no estaba funcionando, pero como ocurre con tanta frecuencia cuando una persona quiere resolver un problema, vuelve y repite la misma estrategia que no funciona con la ilusión de que probablemente poniéndola en práctica de nuevo, va a funcionar. De lo que esta madre no era consciente era que esa estrategia estaba manteniendo la respuesta resistente y descalificante de la hija.

 

Mientras la madre lloraba, la joven finalmente decidió hablar: “Para qué me desgasto si durante mucho tiempo traté de explicarle a mi mamá lo que hago, por qué estoy en el computador, traté de compartir con ella lo que me pasa; pero ella siempre termina diciéndome que yo no hago nada, que es hora de buscar trabajo. ¡Yo eso ya lo sé! De hecho mi mayor angustia ahorita es esa, ¡el trabajo! Pero mi mamá cree que porque no le digo nada es porque no me importa, cuando en realidad no le digo nada porque vivo angustiada con el tema del trabajo, entonces cuando estoy con ella preferiría no tener que hablar de eso. Pero quién se lo hace entender…” Esta joven se sentía juzgada con cada pregunta de su madre justamente por lo que ésta última había dicho al inicio de la sesión: Yo no entiendo qué puede hacer una persona de 23 años sentada frente al computador todo el día sin hacer nada.

 

Haber oído a la hija –por primera vez en meses- generó en la madre un primer e importante cambio: escucharla para comprenderla, no para juzgarla (Sanz de Santamaria, 2012). Por primera vez empezó a comprender, e incluso a sentir la angustia que estaba viviendo su hija a raíz del cambio que tenía que afrontar al pasar de la universidad a la vida laboral. Pero sobre todo empezó a comprender que cada vez que ella –la madre- le hacía pregunta a su hija sobre el futuro, sobre lo que había hecho en el día, sobre sus planes, estaba aumentando la angustia de su hija. Por consiguiente, estaba también aumentando la resistencia de la joven a hablar con ella, a abrirse, generando la reacción completamente contraria: el aislamiento y la distancia entre ellas.

 

El trabajo lo tuvieron que hacer ambas porque la comunicación disfuncional se generaba en la relación. Al comienzo, tuvieron que hacer un ejercicio puntual que consistía en que la hija hablaba y le contaba todas sus angustias, dudas y preocupaciones a la madre, mientras ésta debía permanecer en religioso silencio. Esto con el fin de evitar el tentativo disfuncional de la madre de estarle hablando y preguntando a su hija por su vida. En la medida que ese primer patrón empezó a cambiar, cambiaron también otras cosas: la primera es que la madre empezó a comprender que el sufrimiento no se puede evitar y que incluso, en dosis justas, es necesario para que una persona pueda desarrollar los recursos y estrategias que le permitirán enfrentar la vida. La segunda fue darse cuenta que su hija tenía muchos recursos que ella no había podido ver por su incapacidad de escucharla y por su dificultad de comprender que muchos de los comportamientos de su hija se daban como reacción a la manera como ella la abordaba. La tercera fue empezar a construir entre ellas una relación sana, con peleas y discusiones necesarias y normales en cualquier relación madre – hija logrando tener las estrategias para poder solucionarlas. Y por último, la hija empezó a darse cuenta que, contrario a lo que ella creía, con sus comportamientos y actitudes efectivamente era antipática y descalificante con su madre quien en realidad estaba preocupada por su bienestar. Así no sólo empezó a compartir más con su madre; además, empezó a interesarse por ella, por su vida convirtiéndose también en un apoyo para la madre.

 

La comunicación es una interacción continua en la que todo lo que se hace –o deja de hacer-, está comunicando algo. Los gestos faciales, el contacto visual, la mirada, los movimientos corporales, la postura, las palabras, el tono de la voz, el silencio, entre otras, son formas a través de las cuales los seres humanos están constantemente comunicando. De ahí el primer axioma de la comunicación humana: no es posible no comunicar (Watzlawick, Beavin & Jackson, 1967) que permite comprender por qué la comunicación humana es tan frágil y a su vez, nos permite a todos ver que siempre somos parte y partícipes de cualquier comunicación disfuncional.