Yo también soy vulnerable

Como seres humanos que somos, todos somos vulnerables. Nadie tiene la vida perfecta, ni es feliz el 100% del tiempo. Sin embargo, es diferente saberlo a vivirlo. Una cosa es la teoría y otra la práctica. Como me dijo una paciente hace unas semanas: “Reconocer que uno como psicólogo también es vulnerable, es difícil”.

Después de que nació Lucía, pasé cuatro meses encerrada en la casa dedicada a cuidarla y atenderla, queriendo hacer todo por ella porque creía que eso era sinónimo de ser la mejor mamá. Hacia el segundo mes, empecé a sentirme miserable porque mi vida pasaba entre el cuarto de ella y el mío. Basta. Comenzó a aparecer una ansiedad que yo intentaba ignorar pero con el paso de las semanas, se hizo tan evidente que finalmente, al cuarto mes de vida de Lucía, esa ansiedad me hizo reconocer que necesitaba buscar ayuda.

Levantarme era una pesadilla, llegaba el fin de semana y yo literalmente me quería morir porque no quería que hubiera silencio en la casa. Sentir que Elena (la persona que me ayuda con las labores de la casa) estaba por ahí y que podía hablar con ella, me daba una tranquilidad enorme. Pero ella no está los fines de semana y muchas veces mi esposo tenía que ausentarse o simplemente estaba yo tan mal de ánimo, que aun si él estaba en la casa, mi ansiedad era tal que lo único que quería el viernes cuando abría los ojos por la mañana era volverlos a cerrar y abrirlos el lunes. Confieso que le tenía pavor a Lucía: a su llanto, a su incomodidad, a que no durmiera, a no tener suficiente leche materna y ella se desesperara, en fin. Poco a poco he podido ir viendo que en empecé a tenerle miedo a las obligaciones, a las tareas, a las responsabilidades. En resumen, a la vida.

Recuerdo un domingo que la mejor amiga de mi esposo me invitó a tomar algo a su casa. Mi esposo estaba de viaje y a mi me daba pavor salir en el carro con Lucía, a pie, en coche, de cualquier manera. Pero sabía que tenía que armarme de valor y salir, así que me fui para su casa manejando con una ansiedad infernal. Hablando con ella, que es una mujer brillante –tanto emocional como intelectualmente- y amorosa, recuerdo que me dijo: “Xime, créeme que vas a ser mejor mamá si tienes ayuda con la niña, si puedes irte, dejar a Lucía y volver después a estar con ella. Pero tienes que recuperar el tiempo para ti”. Me sentía tan miserable en ese momento que finalmente accedí a buscar a alguien que me pudiera ayudar cuidando a Lucía. Al comienzo fue difícil, me daba susto dejarla, y más en manos de alguien a quien jamás había visto antes. Pero desde que entrevisté a Jenny me pareció una mujer increíble, me gustó su energía y a Elena, que para mi hoy en día es más importante que nunca, también le generó una buena sensación. Así que empezó a ir a mi casa y poco a poco fui sintiendo que después de casi 5 meses, finalmente tenía algo de tiempo para mi. Podía lavarme los dientes, bañarme e incluso comer algo tranquila.

Sin embargo, a pesar de la llegada de Jenny, mi ansiedad no disminuía y el pánico al fin de semana era cada vez peor. Le cogí odio al silencio, a tener que estar en mi casa, por lo que un tiempo antes de la llegada de Jenny, empecé a salir los fines de semana con Lucía en el cargador y Abril con su correa. Nos íbamos las tres a jugar frisbee mientras yo trataba de cerrar el hueco que tenía en el estómago. Pero hacer ese tipo de cosas me ayudaba a sentirme un poco más tranquila, sobre todo, más capaz de enfrentar la cotidianidad. Hoy en día lo pienso y parece algo tan sencillo, tan obvio, casi insignificante; pero en ese momento poder salir con ambas durante media o una hora, para mi era un logro enorme. Cada vez que volvía de la calle, sentía que había escalado el Everest y así bauticé esas pequeñas experiencias en las que lograba avanzar en el manejo de mi ansiedad y mi sensación de incapacidad y vulnerabilidad: escalé el Everest. Esto me ayudaba, pero la ansiedad no sólo no desaparecía sino que incluso a veces aumentaba.

“Todo en la vida pasa por algo”, es una frase que también he repetido mucho teóricamente pero pocas veces había comprendido su significado literal. Alguno de esos días de profunda ansiedad, mi mamá me contó que mi psicóloga (amiga y colega de ella), estaba atendiendo algunos pacientes por Skype (ella se retiró en diciembre de 2018 y se fue a vivir fuera de Bogotá). Sentí un alivio enorme de saber que finalmente iba a poder hablar con alguien externo. La busqué y empecé a tener sesiones con ella en las que le podía compartir la tristeza y la ansiedad tan profundas que me acompañaban casi a diario. Me sentía como una niña chiquita que le tiene miedo a todo: a la noche, a quedarse sola, al silencio, en general, a vivir. Y finalmente un día Isa me dijo: “Xime, a mi me parece que tu estás deprimida”. Uff! Fue duro oírlo pero al mismo tiempo, me generó un profundo alivio. Después de hablarlo con ella, se lo comenté a mi médica y todas estuvimos de acuerdo. Así que la médica y al estar todas de acuerdo, me medicaron con unas pastillas naturales pues la médica quería ver cómo reaccionaba a estas y con base en eso, decidir si debía darme algo más fuerte o si era suficiente.

Desde entonces, empecé a vivir una cadena de cambios impresionante. Por un lado, sentí un cambio de percepción profundo en el sentido que empecé a ver la vida de otro color, o tal vez es mejor decir que empecé a ver la vida de color porque llevaba muchos meses en que todo lo veía negro. Al mismo tiempo, sentí que tener ese diagnóstico, que haberle puesto un nombre a lo que estaba sintiendo, me dio una meta, algo frente a lo cual quería trabajar: salir de la depresión. Y no por tomarme una pastilla sino porque quería aprender a manejar la ansiedad para superarla y volver a construir una vida en la que si bien sé que tengo que vivir con ella porque como todos los seres humanos es justamente la ansiedad la que nos permite sobrevivir y generar cambios (soy un fiel ejemplo de ello), no quería volver a tenerla en esos niveles en los que lo único que sentía eran ganas de morirme. Así que volví a acordarme de esa frase que me dijo la amiga de mi esposo y por lo mismo, programé entrenamientos físicos con mi entrenador, agendé más pacientes, empecé a salir con Lucía en el coche y con Abril amarrada a mi cintura para poderme ir con ellas por toda la ciudad, como lo hice durante tantos años antes del nacimiento de Lucía. Empecé a moverme físicamente, a estar activa, a salir de mi casa para que estar en ella fuera agradable, para que volver fuera algo que me generara placer y no un miedo y una ansiedad que me estaban llevando a odiar mi apartamento.

Como es de esperar, todo este gran malestar afectó mi relación de pareja. Así que después de hablarlo y ser conscientes que también los dos estábamos pasando por una situación difícil, empezamos terapia de pareja.

He llegado a aceptar que todo cambia permanentemente, que el nacimiento de un hijo exige una flexibilidad frente a los cambios que nada antes me lo había planteado. Y aun así, cada vez que siento que estoy encontrando el balance, todo se vuelve a desorganizar: los horarios vuelven a cambiar, Lucía come más o come menos, duerme más o duerme menos, los pacientes aumentan, el tiempo no me alcanza, mi salud física también se vio considerablemente afectada, por lo que he tenido que hacer otros cambios e introducir pausas, en fin.

Un año después del maravilloso día en que nació Lucía, finalmente empiezo a sentir que tengo más momentos de tranquilidad que de ansiedad; que en alguna medida he aprendido a aceptar la ansiedad, a manejarla y poco a poco he ido viviendo en la práctica esa famosa frase del monje Thich Nhat Hahn: this too shall pass – esto también pasará. En muchas dimensiones siento que en este año he crecido a nivel personal y espiritual más de lo que había crecido en 35 años. He vivido altísimos niveles de estrés, ansiedad y miedo gracias a los cuales ahora me siento más vulnerable y por lo mismo, más fuerte, capaz de asumir y enfrentar la vida como la conozco ahora: con una hija que me hizo cuestionarme todo lo que venía construyendo desde hace 36 años, con un esposo maravilloso y paciente con el que seguimos trabajando para continuar creciendo juntos como pareja con todos los cambios que hemos tenido que enfrentar; con una perrita que ha sido mi mayor soporte emocional durante todo este tiempo y con una vida radicalmente diferente de la que conocí durante 36 años. Ahora estoy dispuesta a seguir construyendo y comprobando, una vez más en la práctica y no en la teoría, que literalmente la única constante en la vida es el cambio.

 

Ximena Sanz de Santamaria C.
Psicóloga – Psicoterapeuta
MA en Terapia Breve Estratégica.
Twitter: @menasanzdesanta
Instagram: @breveterapia

 

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