La pareja no es familia

Una de las preguntas que con más frecuencia me hacen los padres de adolescentes es por qué sus hijos hacen en casa de los amigos todo lo que en su propia casa no hacen: “A mí me llaman las mamás de las amigas de Emilia[1] después de pasar con ella un fin de semana y duran horas diciéndome la maravilla que es Emilia, lo educada que es, que recoge los platos, que todo lo agradece, saluda y se despide de beso de todo el mundo, en pocas palabras, Emilia en la casa de las amigas es todo lo que en la casa no es. ¿Me puedes explicar por qué?” La explicación, para mí, es doble: por un lado los amigos no son familia, y por esa razón son vínculos que se pueden perder, acabar sin ocasionar el trauma que casi siempre conlleva el rompimiento de vínculos de amistad; y por el otro, los padres ‘todo lo aguantan’: así las reacciones de los hijos sean maltratantes y groseras, los padres siempre van a ser los padres y los hermanos también. Por eso es muy frecuente que las relaciones familiares sean las que menos se cuidan.

 

Cuando las personas se casan, forman un nuevo núcleo familiar que empieza por la pareja y continúa con los hijos, cuando los tienen. Sin embargo, la relación de pareja no es una relación de consanguinidad –en este sentido no es una relación ‘familiar’- y quizás por eso ‘no lo aguanta todo’. “Me equivoqué. Pensé que la relación con Carolina[2] iba a aguantarlo todo, y quizás por eso, sin darme cuenta, la descuidé a tal punto que ahora ella no sabe si quiere seguir con el matrimonio”, dijo Daniel[3] en la primera cita angustiado porque su esposa, después de siete años de matrimonio, le había pedido una separación temporal.

 

Durante los primeros años de matrimonio ambos se habían preocupado por compartir tiempo en pareja. Por ejemplo, salían a almorzar al menos una vez por semana, hacían alguna comida especial fuera de la casa, los fines de semana trataban de hacer deporte juntos al menos una mañana, y buscaban sitios para salir a desayunar porque ambos compartían el gusto por el desayuno. Pero con el paso de los años él fue dedicándole cada vez más tiempo al trabajo -porque lo habían ascendido-, que además implicaba eventos fuera de la oficina por el tipo de cargo que ocupa. Y cuando no estaba trabajando, se dedicaba a otras actividades como jugar fútbol con los amigos dos noches por semana. Como consecuencia, los fines de semana quería dedicarse a jugar video juegos y a dormir para recuperarse del cansancio acumulado durante la semana. “Tengo que reconocer que Carolina varias veces me dijo que me sentía distante, que trabajara menos, que pasáramos más tiempo juntos. A veces incluso me decía que llegara a la casa temprano en vez de ir a jugar por las noches,  y que aprovecháramos para ver una película o salir a comer. A mí me daba rabia que me dijera eso porque sentía que me estaba quitando las cosas que me gustan, entonces nunca le hice caso. Ahora entiendo a qué se refería y ya no sé si es demasiado tarde”.

 

A Daniel le estaba ocurriendo lo mismo que les tiende a ocurrir a los adolescentes con sus familias: dio su relación por sentada porque creyó que lo aguantaría todo. Y aunque en el caso de las relaciones familiares de consanguinidad puede haber peleas e incluso conflictos que generen distanciamientos a lo largo del tiempo, al final los vínculos son más profundos y por eso resisten más las dificultades que enfrentan antes de producir un rompimiento. Pero en una relación de pareja no ocurre lo mismo porque no hay vínculos de sangre y por eso exige cultivarla más para poder mantenerla. En muchos casos se presume que casarse es el punto de final de la relación. Pero es todo lo contrario: el matrimonio es el punto de partida. Más aún si se tiene en cuenta que con el paso del tiempo es muy fácil que las relaciones se vuelvan rutinarias y que la misma rutina contribuya a que disminuyan los detalles entre los conyugues y se dejen de lado el cuidado físico de cada uno, el coqueteo y la frecuencia de las relaciones sexuales, entre otras cosas. Lo que se requiere es exactamente lo contrario: reinventar permanentemente la relación, ingeniarse nuevos planes, tener cada día más paciencia, más creatividad y dedicarse cada vez más tiempo mutuo. En síntesis: dedicarle cada día más energía al cuidado del vínculo.

 

Daniel ha comenzado ya a hacer un trabajo en sí mismo porque conversando con Carolina se dio cuenta que antes de pensar en hacer un trabajo y un esfuerzo como pareja, él necesita hacer el trabajo individual que requiere para poder aceptar que se equivocó y perdonarse por ello. Carga consigo una culpa grande porque reconoce que su esposa le pidió en varias ocasiones que hiciera cambios, que se preocupara más por ella y por alimentar la relación de pareja. Pero él mismo ve que se demoró mucho tiempo en ver esa necesidad: fue necesario que la relación entrara en una crisis de la que él aún no sabe si va a poder salir para que empezara a ver la importancia de alimentar, diariamente, la relación de pareja.

 

Como ‘ser inteligente para atrás’ es fácil, en este momento le es posible ver todo lo que tuvo que haber hecho y no hizo. Pero pretender cancelar los errores del pasado significa retenerlos en el presente. Por esto Daniel actualmente está llevando a cabo un proceso para poder archivar el pasado en el pasado y así finalmente empezar a trabajar en su presente para poder reconstruir con Carolina una relación de pareja en la que el vínculo se alimente a diario; una relación en la que la prioridad en la vida de ambos sean el uno y el otro -sin que eso implique perder su independencia-, sabiendo ya por su propia experiencia que si la relación no se alimenta y no se trabaja, terminará por acabarse porque la relación de pareja, a diferencia de las relaciones familiares, no lo aguanta todo.

 

 

 

Ximena Sanz de Santamaria C.
Psicóloga – Psicoterapeuta
MA en Terapia Breve Estratégica.
Twitter: @menasanzdesanta

[1] Nombre ficticio para proteger la identidad de los consultantes

[2] Nombre ficticio para proteger la identidad de los consultantes

[3] Nombre ficticio para proteger la identidad de los consultantes

 El amor empieza donde se acaban las películas

Mucha gente me pregunta por qué los matrimonios se acaban tan rápido, por qué antes duraban 30, 40 y hasta 50 años, mientras que hoy en día duran un año o incluso menos. A mi juicio, no existe una única respuesta para esa pregunta porque como todas las cosas en la vida, hay una cantidad de factores (contexto, características personales, tiempo, etc.) que entran en juego. Sin embargo, he podido ver una gran diferencia entre las personas que se están casando en los últimos años y aquellas –como mis padres- que se casaron hace más de cuarenta años: la perspectiva desde la cual ven las relaciones. Y en eso, Hollywood ha hecho un maravilloso trabajo en construir dos creencias muy fuertes: primero, la creencia de que vamos a encontrar la pareja perfecta; que “allá afuera” está la media naranja y que basta encontrarla para establecer la relación perfecta. Y segundo, que todos los problemas de pareja ocurren antes del matrimonio y la solución para todos es justamente casarse.

 

La gran parte de películas “chick flick”, o comedias románticas  construyen la siguiente historia: se conocen dos personas (por lo general una de ellas es millonaria y la otra de muy escasos recursos) y desde la primera mirada es evidente para el televidente que entre los protagonistas se dio eso de lo que tanto se habla: amor a primera vista. Miradas van y vienen, conversan y todo parece indicar que la conexión es inmediata. Pero claro, alguno de los dos –si no los dos- tienen otra pareja y se van a casar. Entonces empieza el sufrimiento porque el amor entre ellos crece, las miradas son cada vez más fuertes, las conversaciones más profundas, en otras palabras, la conexión crece. Pero simultáneo a esa conexión, crece también el dolor y la tristeza porque el amor nunca va a poder ser ya que cada uno tiene otra pareja. Para no alargarme en la historia que ya todos conocemos, la última escena de la película es que el hombre va camino al altar a casarse con la mujer que no ama pero con quien ya tenía un compromiso. Mientras tanto recuerda todo lo que vivió con su “media naranja” y lo siguiente que oye es la pregunta del sacerdote cuando le dice si está dispuesto a aceptar a la mujer que tiene en frente para pasar el resto de su vida con ella. En ese momento, como por arte de magia, este hombre se arma de valor, mira a la mujer y le dice que no se puede casar con ella porque no la ama. Acto seguido coge la bicicleta del que había llevado el periódico y se va hasta el aeropuerto porque el ‘amor de su vida’ se iba de la ciudad. Al llegar, encuentra que el vuelo ya salió de manera que se sienta en la sala de espera, sudado y agotado, a llorar por haber perdido al amor de su vida. Sin embargo, casualmente la mujer no se montó al avión y está en la sala conjunta mirando por la ventana mientras ve despegar el avión. Por cosas del ‘destino’, se encuentran, se besan y la película se acaba nuevamente en el altar o en una playa increíble en algún lugar del Caribe donde decidieron ir a pasar unas semanas después de haberse reencontrado.

 

Además de las creencias de Hollywood, los seres humanos hemos sido muy buenos en construir otras creencias por demás, igual de disfuncionales. La primera, creer que el/la otro/a va a cambiar después de casarse, como si el matrimonio fuera una máquina en la que las personas se meten, se transforman y salen sin defectos, sin problemas, sin dificultades. La segunda, pensar que al casarse ya no es necesario seguir trabajando en la relación. Entonces se dejan de lado los detalles, las conversaciones, los espacios para compartir tiempo juntos, las salidas a almorzar y a comer, las salidas a bailar, los fines de semana en pareja, etc. Y al dejar de cultivar la relación, ésta se empieza a desmoronar.

 

La relación de pareja no solamente se construye antes del matrimonio y casarse no es la solución a los problemas de pareja. Por el contrario, es un paso más dentro una relación que exige mayor compromiso y dedicación por parte de ambos miembros de la pareja. Es el momento en el que empieza a cultivarse el vínculo, en el que contrario a dejar de hacer lo que se hacía cuando eran novios hay que mantenerlo y reinventarse. El matrimonio no cambia a nadie –a menos de que las personas quieran por voluntad propia cambiar-: No soluciona los problemas ni las dificultades que se presentaban en la pareja antes de casarse. No se trata de encontrar a LA persona perfecta sino de estar dispuesto a cultivar la relación y a crecer diariamente en compañía de otra persona, lo que implica trabajar en la relación para atender las diferencias, los gustos y los disgustos. E implica también trabajar en uno mismo para revisar el orgullo, la necesidad de tener la razón, de querer que el/la otro/a haga las cosas de una única manera, de ejercer demasiado control.

 

Los seres humanos nos hemos vuelto cada vez más inmediatistas: queremos ver resultados de manera inmediata, resolver los conflictos sin trabajar en ellos, tener las soluciones a todo sin tener que hacer ningún esfuerzo. Y eso, en el matrimonio y en la vida, es imposible. Los matrimonios pueden acabarse, las relaciones pueden no funcionar, pero antes de tomar la decisión de acabarlo es importante trabajarlo y tener en cuenta que LA persona ideal no existe, lo que existe es el deseo de trabajar en ella, en uno y en la relación para que ésta se convierta en la relación y en la persona ideal.

 

Finalmente comparto ‘los nueve mandamientos de la pareja’ construidos por una pareja a la que admiro y quiero infinitamente. Una pareja que lleva casi 50 años casada, en la que jamás se ha presentado una infidelidad ni una separación, en la que el conflicto ha estado presente como una oportunidad para crecer y mejorar, no como una disculpa para terminar.

  • Compartir (angustias, temores, alegrías)
  • No matar (las ilusiones, la confianza, los lazos familiares)
  • Hacerse cargo de sí mismo (no quejarse)
  • No desear el hombre ni la mujer del prójimo
  • Disfrutar la intimidad sexual con respeto y comprensión
  • No decirse mentiras
  • No prolongar una diferencia, un disgusto, una discusión
  • Comprenderse y acompañarse (en las dudas, en las certezas, en los temores y en las incertidumbres)
  • Asumir la relación como un trabajo diario, constante, constructivo y exigente, pero sobre todo, alegre, lleno de risa y humor.

 

 

 

 

Ximena Sanz de Santamaria C.
Psicóloga – Psicoterapeuta
MA en Terapia Breve Estratégica.

“No es posible no comunicar”

“Nosotras no nos comunicamos. Yo no entiendo qué puede hacer una persona de 23 años sentada frente al computador todo el día sin hacer nada. Y yo he tratado de preguntarle qué está haciendo, de interesarme por sus cosas pero ella ahí mismo salta furiosa a decirme que la deje tranquila. Entonces ahí empezamos a pelear”, decía una madre desesperada por los problemas que tenía con su hija. Mientras la madre hablaba, la hija estaba botada en el sofá sin decir una palabra, mirando al techo y volteando los ojos cada vez que su mamá hacía algún comentario. Hasta que finalmente la madre rompió en llanto diciendo que eso que estaba ocurriendo en la sesión era exactamente lo que ella vivía todos los días: “Esto es lo que vivo en mi casa a diario. Llego después de un día de trabajo agotador, trato de poner mi mejor actitud, la saludo, le pregunto cómo le fue en el día, intento hablar con ella y siempre me encuentro con esta misma escena: ella botada en un sofá, en la cama o incluso, dándome la espalda porque si está en el computador ni siquiera me saluda. A veces tengo paciencia pero otras me saca de quicio que ni siquiera me mire! Es la mínima señal de respeto hacia otra persona, ¿no?”.

 

La madre lloraba mientras hablaba y la hija seguía botada en el sofá sin decir una sola palabra, limitándose a mover los ojos en señal de desespero e impaciencia. Aunque verbalmente no decía nada, su lenguaje no verbal lo estaba diciendo todo, tan es así que era justamente ese lenguaje no verbal era en parte lo que llevaba a que ellas pelearan y se enfrentaran casi a diario. Por ende el problema no era que no se comunicaran, porque no es posible no comunicar. El problema era que entre ellas se había establecido un patrón de comunicación rígido y disfuncional en el que la madre intentaba acercarse a su hija siempre a través de la misma estrategia: preguntándole por su vida, queriendo saber qué estaba haciendo y cómo estaba, encontrando siempre la misma respuesta distante de la joven. La estrategia de la madre no estaba funcionando, pero como ocurre con tanta frecuencia cuando una persona quiere resolver un problema, vuelve y repite la misma estrategia que no funciona con la ilusión de que probablemente poniéndola en práctica de nuevo, va a funcionar. De lo que esta madre no era consciente era que esa estrategia estaba manteniendo la respuesta resistente y descalificante de la hija.

 

Mientras la madre lloraba, la joven finalmente decidió hablar: “Para qué me desgasto si durante mucho tiempo traté de explicarle a mi mamá lo que hago, por qué estoy en el computador, traté de compartir con ella lo que me pasa; pero ella siempre termina diciéndome que yo no hago nada, que es hora de buscar trabajo. ¡Yo eso ya lo sé! De hecho mi mayor angustia ahorita es esa, ¡el trabajo! Pero mi mamá cree que porque no le digo nada es porque no me importa, cuando en realidad no le digo nada porque vivo angustiada con el tema del trabajo, entonces cuando estoy con ella preferiría no tener que hablar de eso. Pero quién se lo hace entender…” Esta joven se sentía juzgada con cada pregunta de su madre justamente por lo que ésta última había dicho al inicio de la sesión: Yo no entiendo qué puede hacer una persona de 23 años sentada frente al computador todo el día sin hacer nada.

 

Haber oído a la hija –por primera vez en meses- generó en la madre un primer e importante cambio: escucharla para comprenderla, no para juzgarla (Sanz de Santamaria, 2012). Por primera vez empezó a comprender, e incluso a sentir la angustia que estaba viviendo su hija a raíz del cambio que tenía que afrontar al pasar de la universidad a la vida laboral. Pero sobre todo empezó a comprender que cada vez que ella –la madre- le hacía pregunta a su hija sobre el futuro, sobre lo que había hecho en el día, sobre sus planes, estaba aumentando la angustia de su hija. Por consiguiente, estaba también aumentando la resistencia de la joven a hablar con ella, a abrirse, generando la reacción completamente contraria: el aislamiento y la distancia entre ellas.

 

El trabajo lo tuvieron que hacer ambas porque la comunicación disfuncional se generaba en la relación. Al comienzo, tuvieron que hacer un ejercicio puntual que consistía en que la hija hablaba y le contaba todas sus angustias, dudas y preocupaciones a la madre, mientras ésta debía permanecer en religioso silencio. Esto con el fin de evitar el tentativo disfuncional de la madre de estarle hablando y preguntando a su hija por su vida. En la medida que ese primer patrón empezó a cambiar, cambiaron también otras cosas: la primera es que la madre empezó a comprender que el sufrimiento no se puede evitar y que incluso, en dosis justas, es necesario para que una persona pueda desarrollar los recursos y estrategias que le permitirán enfrentar la vida. La segunda fue darse cuenta que su hija tenía muchos recursos que ella no había podido ver por su incapacidad de escucharla y por su dificultad de comprender que muchos de los comportamientos de su hija se daban como reacción a la manera como ella la abordaba. La tercera fue empezar a construir entre ellas una relación sana, con peleas y discusiones necesarias y normales en cualquier relación madre – hija logrando tener las estrategias para poder solucionarlas. Y por último, la hija empezó a darse cuenta que, contrario a lo que ella creía, con sus comportamientos y actitudes efectivamente era antipática y descalificante con su madre quien en realidad estaba preocupada por su bienestar. Así no sólo empezó a compartir más con su madre; además, empezó a interesarse por ella, por su vida convirtiéndose también en un apoyo para la madre.

 

La comunicación es una interacción continua en la que todo lo que se hace –o deja de hacer-, está comunicando algo. Los gestos faciales, el contacto visual, la mirada, los movimientos corporales, la postura, las palabras, el tono de la voz, el silencio, entre otras, son formas a través de las cuales los seres humanos están constantemente comunicando. De ahí el primer axioma de la comunicación humana: no es posible no comunicar (Watzlawick, Beavin & Jackson, 1967) que permite comprender por qué la comunicación humana es tan frágil y a su vez, nos permite a todos ver que siempre somos parte y partícipes de cualquier comunicación disfuncional.

Construye realidades

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En Bogotá, el uso del ‘pero’ es muy frecuente. Basta con llegar a un restaurante y preguntar si hay mesa. El mesero lo piensa y al cabo de unos minutos dice: “Sí, pero sólo en el segundo piso”. Si hay mesa, ¿para qué el pero? ¿Acaso el cliente dijo que quería una mesa en el primer piso? ¿El segundo piso no es tan ‘bueno’ como el primero? El ‘sí’ inicial se borra al haberle añadido el ‘pero’ y la sensación que queda –inducida por la respuesta del mesero-, es que tal vez el segundo piso no es el mejor sitio para comer.

Los expertos en PNL (Programación Neuro-Lingüística) que han estudiado el funcionamiento del cerebro por años, proponen que la palabra “pero” borra todo lo inmediatamente anterior: “Estoy feliz pero…”, el ‘pero’ borró lo anterior. Utilizamos el lenguaje sin darnos cuenta del poder que tienen las palabras, sin ser conscientes de que con lo que decimos estamos profetizando cosas que acaban cumpliéndose pues el lenguaje es una herramienta que construye realidades. “Es que todos los tipos son unos hp…” me decía una paciente. Aunque la experiencia que ella había vivido con ‘todos los tipos’ con los que había estado había sido esa, al decirlo en esa forma lo vuelve una ‘verdad única’ imposible de cambiar.

Con frecuencia, les pregunto a los pacientes si para ellos la realidad es lo que a uno le ocurre o lo que uno hace con lo que a uno le ocurre. Hasta el momento, todos me han respondido lo segundo. Para ilustrar esto de manera más clara, les ponía a unos estudiantes el siguiente ejemplo. Cuando uno abre las cortinas por la mañana en Bogotá y ve que diluvia, tiene dos opciones: una, maldecir la ciudad, odiar el clima, enfurecerse porque no para de llover, pensar que se va a mojar todo el día, etc. La otra es decir: ‘¡Uy! ¡El día está perfecto para estrenarme las botas de caucho de colores que me regalaron!

En el primer caso, al finalizar el día, seguramente sea esa la realidad que vivió esa persona: se lavó, llegó a la casa tan furiosa como se levantó, sigue renegando por el clima, porque no ha parado de llover y termina diciendo: ‘…Lo que me faltaba, ahora me va a dar gripa. ¡Yo sabía desde esta mañana que me levanté y vi el clima!’, me decía una paciente al día siguiente. En el segundo caso, la persona se va a su trabajo caminando entre los charcos, disfrutando de estrenar sus botas y al llegar a su casa por la noche, no se ha mojado la punta de la media. La realidad ‘objetiva’ es la misma, la vivida es otra.

Esto mismo vi trabajando con unos padres que llegaron a la primera consulta preocupados porque sus hijos estaban teniendo problemas disciplinarios y académicos en el colegio. A medida que avanzamos en diseñar estrategias para el manejo del problema, ellos se comenzaron a dar cuenta del lenguaje que utilizaban para referirse a sus hijos, pues aunque en el trato directo con ellos no lo hacían en malos términos, en privado se referían a ellos como “este chino marica” o “típico de este huevón”.

Al tomar consciencia de esto, asumieron el reto de reemplazar esas palabras por otras que ellos mismos escogían en los momentos de rabia y malestar, lo que no sólo empezó a generar cambios en la relación con sus hijos, sino también en la relación de ellos como pareja: ya no se alteran tanto cuando discuten sobre sus hijos, han empezado a ver más soluciones a los problemas que van surgiendo y la tensión que se había generado entre los miembros de la familia, ha ido disminuyendo notoriamente. Tanto así que en la última consulta contaban con alegría que cuando están conversando y a alguno todavía se le sale una grosería, se pega una palmada en la boca, se atacan de la risa, se acompañan y se ayudan a evitar el uso de esas palabras. La realidad ‘objetiva’ es la misma –pues con los niños siguen surgiendo nuevos desafíos todos los días- pero la manera de abordar y vivir cada situación difícil es distinta.

Ser consciente diariamente del lenguaje que usamos es complejo y exigente por el hábito que tenemos de usarlo sin pensar. Empezar a cambiar el uso de algunas palabras -como el ‘pero’ después de una frase positiva-, preguntas y generalizaciones, genera pequeños cambios que producen un ‘efecto avalancha’: los efectos iniciales casi no se notan y parecen débiles, pero terminan por generar enormes cambios. Generalizaciones como la que me hacía la paciente sobre los hombres pueden cambiarse por frases como “los tipos con los que he estado hasta ahora han sido una chanda”. Se refiere a algo que efectivamente ocurrió, pero no convierte lo ocurrido en una ‘verdad eterna y universal’. Queda abierta la posibilidad a que los hombres que conozca puedan no seguir siendo unos ‘hp’.

Cuando enfrentamos dificultades tenemos la tendencia a preguntarnos: “¿Por qué me ocurre esto a mí?” Con esta pregunta estamos responsabilizando a otros por lo ocurrido –Dios, el universo, el destino, la humanidad-. Si reemplazamos esa pregunta por “¿Para qué me ocurre esto?”, asumimos la responsabilidad de investigar cuál es la enseñanza que nos deja cada experiencia y así devengamos un aprendizaje de cada situación, aprendizaje que nos ayuda a ser conscientes y a evitar la futura repetición de los mismos errores. No somos responsables de lo que nos ocurre, pero sí de lo que hacemos con lo que nos ocurre, por lo que empezar a hacer pequeños cambios en el lenguaje se vuelve un reto cotidiano y divertido para cada persona, pues poco a poco va cambiando sus actitudes, comportamientos y, finalmente, la realidad que se va construyendo.

Ximena Sanz de Santamaría C.
ximena@breveterapia.com
www.breveterapia.com

Artículo publicado en Semana.com el 26 de abril de 2011