Terminé con él/ella y acabé conmigo
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“Yo he tenido novios toda mi vida, desde chiquitica, y con todos he sido lo que ellos son: con uno era amante del teatro, con el otro amante del golf, con el otro mi comida preferida era la pizza y lo que más me gustaba hacer los domingos era salir a la ciclovía. Pero ahora que llevo un tiempo sola, me di cuenta que no sé a mí, por mí misma, qué me gusta. No sé si en realidad me gusta el teatro, no sé si me gusta el golf o si prefiero el tenis, de mí no sé nada. Es horrible porque tampoco sé por dónde empezar a encontrarme otra vez”. Así empezó una paciente de 37 años su primera cita sin saber si quería estar ahí o no, pues estaba frente a mí porque una amiga le había sugerido que buscara ayuda. “Ya ni para eso tengo criterio”, me respondió cuando le pregunté por qué había tomado la decisión de ir a terapia.
Mantener una relación de pareja exige un trabajo fuerte y hondo en cada persona y terminarla conlleva un proceso de duelo que genera un profundo dolor: implica la pérdida de otra persona, y con ella se pierde también todo lo que se había construido y soñado: planes para el futuro, expectativas de lo que iba a ser la relación más adelante, los hijos que se tuvieron o se tendrían, todo lo que se había compartido hasta el momento; la vida diaria, las llamadas, la compañía los fines de semana, el apoyo en los momentos difíciles, la alegría de compartir los buenos momentos, entre tantas otras cosas. Por eso es un proceso tan difícil y doloroso para cualquier persona, proceso que se complica y se vuelve aún más doloroso y más duro cuando, para mantener la relación, la persona ha entregado todo por el otro, ¡hasta su manera de ser! Cuando eso ocurre, no sólo se termina la relación: se pierde también el sentido mismo de la propia vida.
Todas las relaciones humanas son exigentes: requieren ajustes permanentes, aprender a manejar las diferencias, a compartir y a respetar la independencia, a establecer límites, a compartir triunfos, angustias y momentos de sufrimiento. Pero ninguna relación exige tanto de cada persona como la relación de pareja, no sólo por ser en la que más tiempo se pasa con otra persona –en una intimidad emocional y física que no se tiene con ninguna otra-, sino también porque es la única relación que obliga a cada persona a ‘pensar en dos’.
Mi experiencia profesional me ha mostrado que la mayoría de los pacientes que llegan a consulta por el sufrimiento que les está generando la finalización de su relación, sufren mucho por haber asumido –sin consciencia de ello-, que ‘pensar en dos’ significa dejar de lado su propia individualidad, su identidad que es siempre única.
Para poder mantener una sana relación de pareja es esencial aprender a ‘pensar en dos’: a tener en cuenta al otro en cada decisión, a ceder espacios para que el otro cultive sus amistades, a acompañar a la pareja en circunstancias importantes, a identificar cuándo se debe ceder y cuándo se debe exigir (por ejemplo definir con cuál de las familias pasar la Navidad o el año nuevo); a disfrutar con generosidad los triunfos del otro.
En todas estas decisiones se requiere llegar a acuerdos que en ocasiones exigen la práctica de una auténtica generosidad -¡en ocasiones difícil!- en pro del bienestar común. Pero todos sabemos lo difícil que es practicar este proceso de ‘pensar en dos’ sin caer en el error de sacrificarse a sí mismo. Eso que -posiblemente ‘en aras del amor’ y por temor a exigir- sacrificó la paciente citada el comienzo, pues siempre se habla de “la media naranja” cuando en realidad se trata de ¡DOS naranjas!
Una relación de pareja funciona si se trabaja diariamente el equilibrio en ella, entendiendo equilibrio como permanente movimiento, porque la única constante en la vida es ¡el cambio! Y es ahí donde está el gran desafío de desarrollar la capacidad de construir un espacio para dos sin sacrificar el espacio de cada uno. Es un equilibrio que se debe buscar todos los días, instante tras instante: diciendo un ‘pequeño no’ a tiempo, tomándose un café con una amiga o un amigo sin presencia de la pareja, cediendo con cariño, sin sentimiento alguno de obligación ni reclamo; comprendiendo al otro en momentos difíciles sin esperar que esté siempre alegre, siendo un verdadero apoyo y una compañía, así como siendo capaces de exigirle al otro ese mismo apoyo y compañía.
Un gran maestro espiritual ilustraba magistralmente en una metáfora la importancia de nutrirse de otras cosas sin que eso signifique, perder la propia esencia. “Sembramos semillas, las proveemos de una buena tierra, de agua y de abonos. La semilla germina y crece hasta llegar a convertirse en un árbol frondoso. El hecho de haberla puesto en la tierra no hará que se convierta en tierra, ni se convertirá en agua por absorberla, ni en abono por alimentarse de él. De todos ellos sólo asimilará lo que la pueda beneficiar, y se desarrollará hasta llegar a convertirse en lo que es esencialmente: un inmenso árbol”.
Ximena Sanz de Santamaría C.
ximena@breveterapia.com
www.breveterapia.com
Artículo publicado en Semana.com el 10 de mayo de 2011