Terminé con él/ella y acabé conmigo

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“Yo he tenido novios toda mi vida, desde chiquitica, y con todos he sido lo que ellos son: con uno era amante del teatro, con el otro amante del golf, con el otro mi comida preferida era la pizza y lo que más me gustaba hacer los domingos era salir a la ciclovía. Pero ahora que llevo un tiempo sola, me di cuenta que no sé a mí, por mí misma, qué me gusta. No sé si en realidad me gusta el teatro, no sé si me gusta el golf o si prefiero el tenis, de mí no sé nada. Es horrible porque tampoco sé por dónde empezar a encontrarme otra vez”. Así empezó una paciente de 37 años su primera cita sin saber si quería estar ahí o no, pues estaba frente a mí porque una amiga le había sugerido que buscara ayuda. “Ya ni para eso tengo criterio”, me respondió cuando le pregunté por qué había tomado la decisión de ir a terapia.

Mantener una relación de pareja exige un trabajo fuerte y hondo en cada persona y terminarla conlleva un proceso de duelo que genera un profundo dolor: implica la pérdida de otra persona, y con ella se pierde también todo lo que se había construido y soñado: planes para el futuro, expectativas de lo que iba a ser la relación más adelante, los hijos que se tuvieron o se tendrían, todo lo que se había compartido hasta el momento; la vida diaria, las llamadas, la compañía los fines de semana, el apoyo en los momentos difíciles, la alegría de compartir los buenos momentos, entre tantas otras cosas. Por eso es un proceso tan difícil y doloroso para cualquier persona, proceso que se complica y se vuelve aún más doloroso y más duro cuando, para mantener la relación, la persona ha entregado todo por el otro, ¡hasta su manera de ser! Cuando eso ocurre, no sólo se termina la relación: se pierde también el sentido mismo de la propia vida.

Todas las relaciones humanas son exigentes: requieren ajustes permanentes, aprender a manejar las diferencias, a compartir y a respetar la independencia, a establecer límites, a compartir triunfos, angustias y momentos de sufrimiento. Pero ninguna relación exige tanto de cada persona como la relación de pareja, no sólo por ser en la que más tiempo se pasa con otra persona –en una intimidad emocional y física que no se tiene con ninguna otra-, sino también porque es la única relación que obliga a cada persona a ‘pensar en dos’.

Mi experiencia profesional me ha mostrado que la mayoría de los pacientes que llegan a consulta por el sufrimiento que les está generando la finalización de su relación, sufren mucho por haber asumido –sin consciencia de ello-, que ‘pensar en dos’ significa dejar de lado su propia individualidad, su identidad que es siempre única.

Para poder mantener una sana relación de pareja es esencial aprender a ‘pensar en dos’: a tener en cuenta al otro en cada decisión, a ceder espacios para que el otro cultive sus amistades, a acompañar a la pareja en circunstancias importantes, a identificar cuándo se debe ceder y cuándo se debe exigir (por ejemplo definir con cuál de las familias pasar la Navidad o el año nuevo); a disfrutar con generosidad los triunfos del otro.

En todas estas decisiones se requiere llegar a acuerdos que en ocasiones exigen la práctica de una auténtica generosidad -¡en ocasiones difícil!- en pro del bienestar común. Pero todos sabemos lo difícil que es practicar este proceso de ‘pensar en dos’ sin caer en el error de sacrificarse a sí mismo. Eso que -posiblemente ‘en aras del amor’ y por temor a exigir- sacrificó la paciente citada el comienzo, pues siempre se habla de “la media naranja” cuando en realidad se trata de ¡DOS naranjas!

Una relación de pareja funciona si se trabaja diariamente el equilibrio en ella, entendiendo equilibrio como permanente movimiento, porque la única constante en la vida es ¡el cambio! Y es ahí donde está el gran desafío de desarrollar la capacidad de construir un espacio para dos sin sacrificar el espacio de cada uno. Es un equilibrio que se debe buscar todos los días, instante tras instante: diciendo un ‘pequeño no’ a tiempo, tomándose un café con una amiga o un amigo sin presencia de la pareja, cediendo con cariño, sin sentimiento alguno de obligación ni reclamo; comprendiendo al otro en momentos difíciles sin esperar que esté siempre alegre, siendo un verdadero apoyo y una compañía, así como siendo capaces de exigirle al otro ese mismo apoyo y compañía.

Un gran maestro espiritual ilustraba magistralmente en una metáfora la importancia de nutrirse de otras cosas sin que eso signifique, perder la propia esencia. “Sembramos semillas, las proveemos de una buena tierra, de agua y de abonos. La semilla germina y crece hasta llegar a convertirse en un árbol frondoso. El hecho de haberla puesto en la tierra no hará que se convierta en tierra, ni se convertirá en agua por absorberla, ni en abono por alimentarse de él. De todos ellos sólo asimilará lo que la pueda beneficiar, y se desarrollará hasta llegar a convertirse en lo que es esencialmente: un inmenso árbol”.

Ximena Sanz de Santamaría C.
ximena@breveterapia.com
www.breveterapia.com

Artículo publicado en Semana.com el 10 de mayo de 2011

Si quieres cambiar el mundo, empieza por cambiar tú primero

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En un mundo como el actual en el que desde niños nos están enseñando a ser personas ‘competentes’ y capaces para “enfrentar lo que viene”, en el que se impone una necesidad cada vez mayor de ‘ser el mejor’ y de sobresalir por encima de los demás, es difícil no pensar –o incluso no sentir- un sentimiento como la envidia. No en vano el dicho popular ‘¿Envidia? Mejor despertarla que sentirla’.

Hace poco llegó a mi consultorio un hombre de 40 años muy exitoso laboralmente, aunque ese éxito le costó la amistad con una de sus grandes amigas. En la primera sesión me contó cómo entró a la compañía en la que trabaja actualmente, en buena parte gracias a una amiga que no sólo fue quien pasó su hoja de vida, sino que además lo apoyó en todo el proceso. “Lo que más me gustaba de entrar a esta compañía era trabajar con ella. No sólo porque ha sido mi amiga toda la vida, sino también porque es una persona muy inteligente, preparada, y sentí que iba a aprender mucho a su lado”.

Al poco tiempo de entrar a trabajar él empezó a recibir reconocimientos no sólo por parte de sus colegas, sino también por el presidente de la compañía. Para él eran excelentes noticias. Pero cayó en cuenta de lo que este ‘éxito’ estaba generando en su jefe y amiga, quien comenzó a competir con él buscando descalificar su trabajo de todas las formas posibles. “En las reuniones no me daba juego, no me dejaba hablar, me ignoraba completamente. Después empezó a ser más agresiva, me respondía con tres piedras en la mano a todo lo que yo decía, hasta que un día se me voló y le contesté mal. Me sentí pésimo, entonces salí de la reunión y fui a disculparme. Después de eso intenté varias veces hablar con ella para preguntarle qué le pasaba, pero siempre me respondía que no era nada, que era cuento mío. Al final, de nada me sirvió intentar hablar con ella”.

Martin Luther King decía: “Devolver violencia con violencia multiplica la violencia, así como añadir más oscuridad a la noche hace que desaparezcan las estrellas. El odio no puede acabar con el odio, sólo el amor puede hacerlo”. Con base en esto, empezamos a trabajar para que él lograra, a través de estrategias concretas y prácticas, evitar envenenarse con las agresiones de su jefe y así, lograra responderle siempre de una manera amable y sin hacerle daño. Lo que a él más le molestaba era darse cuenta de que la situación se le estaba ‘saliendo de las manos’: cada vez le era más difícil evitar reaccionar de manera agresiva. Comenzamos entonces a utilizar la estratagema china de “matar a la serpiente con su mismo veneno”, lo que en la práctica significaba que, independientemente de lo que le dijera su jefe, estuviera o no de acuerdo, fuera o no justo, él siempre debía responder con la siguiente frase: “Te agradezco mucho por todo lo que me estás diciendo porque así me estás ayudando a ser siempre una mejor persona”.

A la segunda sesión llegó diciendo que no sabía quién estaba más sorprendido con esa respuesta, si él o su jefe. Me contó que en la siguiente reunión que tuvo con ella después de nuestra cita intervino sobre alguna cosa e inmediatamente recibió de ella una respuesta descalificativa, con una ‘alta dosis de veneno’ a través del cual lo estaba haciendo quedar en ridículo ante sus colegas de trabajo. “Aunque en ese momento sentí angustia, me di cuenta que tenía dos opciones: responderle amablemente o agredirla de nuevo, y preferí lanzarme con lo primero. Ella se quedó fría con mi respuesta, me ignoró y continuó con la exposición”, me decía en la consulta. Volvió a ocurrir algo similar antes de vernos nuevamente, y él utilizó una vez más la misma estrategia, dándose cuenta que responder así generaba en él una sensación de tranquilidad porque, independientemente de lo que ella hiciera, él ya no estaba contribuyendo a aumentar el conflicto. Esto lo impulsó a mantener la estrategia un par de veces más hasta que ella dejó de agredirlo. Aunque no lo felicitaba por sus aportes, empezó a darle la palabra con más frecuencia, generando en él un cambio de actitud pues abandonó su actitud defensiva y, sorprendentemente, ella también. La última vez que nos vimos me contó que lo había citado para preguntarle cómo se sentía en su trabajo, si estaba a gusto con lo que estaba haciendo, le ofreció su apoyo en lo que él necesitara y sin mayores explicaciones, le pidió disculpas si en algún momento había tenido un comportamiento antipático.

Aunque al comienzo fue difícil evitar responderle ‘con veneno’, mantener siempre la respuesta amable hizo que fuera ella quien se tuviera que hacer cargo de su rabia sin necesidad de entrar en argumentaciones y discusiones, pues si bastara un argumento para dejar de hacer algo que le hace daño a otro o incluso a uno mismo, habría sido suficiente con la primera conversación que él intentó tener con ella. Por su parte, para él fue importante haber mantenido esta respuesta pues también le ayudó a canalizar su rabia en otra dirección y evitar así alimentar el conflicto y la culpa que sentía cada vez que la agredía. Pero quizás el resultado más importante fue darse cuenta de que al responder a una agresión con otra, estaba haciendo exactamente lo mismo que criticaba en su jefe, entrando así en una ‘guerra de egos’ y orgullos de la que era cada vez más difícil salir, pues entre más se alimenta este ‘círculo vicioso’, más difícil es que alguna de las partes esté dispuesta a agachar la cabeza.

Existe la creencia que para ser más fuerte hay que pelear con más fuerza. Mi experiencia me ha demostrado lo contrario, en el sentido que lo que realmente nos hace cada vez más fuertes es la disposición que tenga cada persona para trabajar en sí misma. Sólo cuando se tiene esta disposición, pueden ser útiles estrategias prácticas y concretas que poco a poco van cambiando el sentir de cada persona, y con el sentir van cambiando también el comportamiento y el pensamiento de cada una. Posiblemente sea difícil evitar ser víctima de la envidia de otras personas en algún momento de la vida. Lo importante es aprender a responder a cada situación partiendo de las sabias palabras de Gandhi: “Si quieres cambiar el mundo, empieza por cambiar tú primero”.

Ximena Sanz de Santamaría C.
ximena@breveterapia.com
www.breveterapia.com

Artículo publicado en Semana.com el 25 de mayo de 2011

La ‘famosa’ espiritualidad

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Desde hace varios años y cada vez con mayor frecuencia estoy oyendo la palabra ‘espiritualidad’. Muchos de nosotros manifestamos una preocupación creciente por ser más ‘espirituales’, por llevar una vida más sana, por tener una mayor conexión con Dios, con el Universo o con el nombre que cada uno le dé a esa dimensión trascendente. Buscamos diferentes herramientas que nos ayuden a avanzar en esta ‘vida espiritual’: el yoga, la meditación, ir a misa, visitar ashrams, prestar nuestros servicios a personas menos favorecidas, etc. Todas cosas maravillosas que nos pueden ayudar a desarrollar una mayor conciencia, a trascender lo mundano. Frente a todo esto sólo me queda una pregunta: ¿estamos con ello transformando nuestra vida cotidiana?

Conversando con una paciente hace pocas semanas me decía que estaba muy contenta porque había logrado un gran avance en la mayoría de objetivos que se había planteado durante la primera cita. Sin embargo, tenía una “última” inquietud: “Quiero ser una persona más espiritual”. Se da cuenta que por vivir una vida tan agitada, con tantas ocupaciones y compromisos diarios, no tiene tiempo para trabajar en su espiritualidad, para meditar, para hacer yoga. Le preocupa mucho llegar al punto en que lo único que disfrute sea lo mundano, los placeres de los sentidos y por lo mismo, olvide esa otra parte de la vida que ella misma definía, entre risas y dudas, como ‘espiritualidad’: “Yo no quiero ser profesora de yoga, la verdad no he llegado a ese punto. Ni tampoco puedo ayunar ni hacer ese tipo de cosas. Pero quiero sentir que tengo espacio para la espiritualidad –si puedo llamarla así-; que puedo salirme del cuento de mi vida diaria”. Yo le respondí: “Cuéntame una cosa, ¿Cómo notas en tu cotidianidad que eres una persona espiritual?” Ella, un poco sorprendida, se quedó en silencio, luego sonrió, y finalmente me dijo: “No sé…no estoy segura cómo sería vivir esa espiritualidad en mi vida diaria”.

Comenzamos así a ver cómo la espiritualidad es algo que se construye diariamente y se manifiesta en detalles sencillos de la vida cotidiana de cada persona. Detalles como saludar al portero del edificio, darle las gracias a un mesero cuando pone un café en la mesa, no juzgar a los demás, evitar criticar a otras personas por su apariencia física, por su color de piel, por su vestimenta, por su religión, por su manera de pensar, etc. Fuimos viendo cómo prácticas como ir a misa, hacer yoga, ayunar, etc., pueden tener dos efectos: transformar realmente la vida de una persona en el sentido que ésta logra una coherencia entre lo que vive mientras está haciendo alguna de estas prácticas y su vida cotidiana; o convertirse en un ‘autoengaño’ en el sentido que le genera a la persona la satisfacción de sacar el tiempo y tener la disciplina para hacer esas ‘prácticas’, pero no transforman su vida pues la persona sigue criticando y juzgando a los demás, siendo infiel a su pareja, maltratante con sus empleados, mentiroso con sus hijos, etc.

Ser coherente entre lo que uno piensa, siente, dice y hace es uno de los mayores retos a los que se enfrentan muchos de mis pacientes, y al que también me enfrento yo diariamente: con mucha frecuencia nos encontramos en situaciones en las que sabemos muy bien qué es lo que deberíamos hacer, pero no por eso, somos capaces de hacerlo. Por ejemplo, yo sé que no debo impacientarme en el tráfico, pero en el momento de actuar ese ‘saber’, lo que he aprendido leyendo libros, haciendo meditación –y el firme propósito al que este ‘aprendizaje’ me ha llevado de no impacientarme- no funciona, porque ahí, en el momento, ¡pierdo la paciencia y me enfurezco!

Con esta paciente definimos como tarea para la siguiente sesión que ella se observe diariamente, especialmente en los momentos de mayor tensión y angustia: cuando las cosas en el trabajo no resultan como ella quería, o cuando sale de su casa con la habitual hora de anticipación para llegar a una reunión importante y se encuentra con que ese día cerraron las vías que toma habitualmente para llegar a su trabajo, lo que retrasa el camino por lo menos 20 minutos. Se trata entonces de observar si puede detenerse un minuto del día, en el momento del mayor agite y estrés, respirar profundo, sonreír, tranquilizarse y confiar en que lo que ocurra será lo mejor. Todo esto complementándolo con espacios para hacer yoga y meditar, que ella escogió poner en práctica y que sin duda, al hacerlas con disciplina, le ayudarán a generar y mantener los cambios positivos que quiere lograr.

De esta forma, como sugiere un maestro espiritual, no es necesario viajar a diferentes países para prestar nuestro servicio a personas en situaciones de vulnerabilidad, porque se puede prestar en nuestro propio país, todos los días. Creo que la ‘espiritualidad’ es muy similar por cuanto lo importante es trabajarla diariamente, cuando se nos presentan situaciones difíciles, de sufrimiento o preocupación, pues es ahí donde se debe reflejar el efecto del yoga, de la ida a misa, de la meditación. El desafío está en vivir en yoga, en meditación, en oración. En ese momento, cada persona estará logrando, en su vida diaria, una mayor espiritualidad.

Ximena Sanz de Santamaría C.
ximena@breveterapia.com
www.breveterapia.com

Artículo publicado en Semana.com el 9 de junio de 2011

La paradoja del cambio

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Uno de los principales planteamientos de la Teoría de la Evolución de Darwin, es que las plantas más fuertes son aquellas que pueden sobrevivir a los diferentes cambios climáticos y esto sólo es posible en la medida que sean capaces de adaptarse, de cambiar.

Esta condición de cambio que permite la adaptación y la sobrevivencia, no sólo se presenta y es necesaria en las plantas: también lo es para todos los demás seres vivos. En el caso particular de los seres humanos genera una paradoja, pues aún sabiendo que cambiar es una condición necesaria para sobrevivir, una de nuestras principales resistencias es al cambio. Debido a la tranquilidad que nos genera estar en nuestra zona de confort, en lo que ya conocemos, buscamos quedarnos ahí, sin darnos cuenta que de esta forma nos volvemos más frágiles, pues somos menos flexibles y por ende menos capaces de adaptarnos al cambio. No en vano cuando se presenta un huracán, los únicos árboles que quedan en pie después de la tormenta son las palmeras, pues aunque a simple vista parecen más débiles que un roble por ser delgadas y moverse con el viento, es justamente esa flexibilidad la que les permite adaptarse y sobrevivir a grandes cambios climáticos.

El cambio significa algo nuevo, y por ende obliga a las personas a salirse de su comodidad para ‘explorar’ ámbitos y situaciones diferentes y poder adaptarse a ellas. Con el fin de ilustrar lo anterior, a continuación presento dos ejemplos de casos específicos que he visto en mi consulta: uno en el campo laboral y el otro en el campo de las relaciones de pareja.

En el campo laboral se pueden presentar dos situaciones: la primera es aquella en la que una persona quiere voluntariamente cambiar de trabajo, y la segunda aquella en la que la persona pierde su empleo por cuestiones ajenas a su voluntad. En el primer caso, la nueva situación le exige a la persona adaptarse a las condiciones y políticas de su nuevo empleo. En la segunda situación, la adaptación al cambio es más difícil pues la persona se ve enfrentada a tener que asumir que en su presente, está desempleada. “Lo primero que se me viene a la cabeza apenas abro los ojos por la mañana es que perdí mi trabajo y ya con eso, no me quiero levantar. Empiezo a cuestionarme todo: qué hice mal, qué pude haber hecho diferente, si será que en las reuniones con mi jefe me equivoqué en algo grave, en fin. Es desesperante porque se me va el día pensando en lo que pudo o no pudo ser y cuando menos me doy cuenta, se me pasó el día sin hacer nada. Ni siquiera busqué otro trabajo”. Esto me decía una mujer con una exitosa carrera laboral que después de trabajar durante más de diez años en la misma compañía, se vio obligada a aceptar que prescindieran de sus servicios debido a un recorte de personal.

Un cambio como este genera alteraciones en las personas porque afecta todos los campos de su vida: comienza a dudar de sí misma, de sus capacidades, se cuestiona sobre lo que hubiera podido hacer diferente para no perder su empleo, y ese constante cuestionamiento es lo que muchas veces le impide asumir el cambio y empezar a aceptar su nueva realidad con una actitud positiva.

En el caso de las relaciones de pareja, la situación es diferente, pero la sensación de dificultad y resistencia a aceptar el cambio cuando una de las partes toma la decisión de terminar, es la misma. Por lo general, lo primero que hace la persona a quien le están terminando es negarse a aceptar la decisión del otro buscando revertirla. Y muchas veces lo logra: convence a su pareja para que sigan juntos, sin darse cuenta que esto puede desgastar aún más la relación, al punto que de todas maneras, ésta termina. La resistencia al cambio aumenta el dolor, la inseguridad y la insatisfacción en ambas partes para finalmente darse cuenta que lo mejor hubiera sido terminar y aceptar ese cambio desde que se planteó.

Así lo vivió una persona que después de catorce años de matrimonio y cuatro años de estar luchando contra su esposa, quien consideraba que lo más sano era divorciarse, terminó teniendo que ceder con más dolor: su esposa le fue infiel y terminó diciéndole que había sido el único mecanismo que había encontrado para que él aceptara el divorcio. “¡Es increíble tener que estar pasando por el dolor que me ha generado su traición para entender que tenía que moverme de mi zona de confort! Pero sinceramente todavía no sé por qué se quería divorciar si cuando pienso en lo que fueron estos doce años de matrimonio, sólo puedo pensar en lo felices que éramos juntos”.

Uno de los mecanismos a los que acudimos los seres humanos cuando se presenta un cambio que conlleva dolor y sufrimiento, es añorar el pasado. Es una de las principales soluciones intentadas disfuncionales que muchas personas ponen en práctica para hacerle frente al cambio: recordar el pasado como lo mejor, como algo que no se va a volver a repetir y por lo mismo, no se quiere dejar ir, lo que complica aún más la adaptación al cambio.

Hace poco vi una de las últimas películas de Woody Allen: “Midnight in Paris”. Entre otras cosas, muestra de una manera clara, divertida y genial cómo los seres humanos tendemos a amarrarnos al pasado, a lo que ya conocemos. Y es comprensible, pues ‘lo conocido’ nos genera una sensación de seguridad y tranquilidad que intentamos mantener a toda costa. ¿Cómo? Evitando el cambio, lo que nos impide ver y manejar en pro de nuestro beneficio, la paradoja en la vivimos constantemente: nuestra única constante, es el cambio.

Ximena Sanz de Santamaría C.
ximena@breveterapia.com
www.breveterapia.com

Artículo publicado en Semana.com el 22 de junio de 2011

El miedo: un fantasma que desaparece mirándolo a la cara

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Contrario a lo que piensan muchos, el miedo es una emoción importante y necesaria para nuestra supervivencia. Es la que nos protege de los peligros a los que estamos expuestos diariamente, hace que nuestro cuerpo reaccione en una situación de riesgo, nos permite defendernos, gritar cuando nos sentimos atacados, correr cuando tenemos que huir, etc. El problema hoy es que nuestra cultura ha impuesto la idea de que el miedo es algo que nadie ‘debe’ sentir. Quien siente miedo es una “nena”, no tiene agallas, es un cobarde, etc. Esto es lo que ha convertido el miedo en un problema.

Hace un tiempo me dijo una paciente: “Por favor quítame el miedo”. Le respondí que hacerlo sería un acto irresponsable porque la estaría dejando sin uno de los recursos más importantes de su instinto de supervivencia. La estaría volviendo aún más frágil, e incapaz para enfrentar un miedo que constantemente la estaba asaltando: el miedo a tener de nuevo un ataque de pánico.

Los ataques de pánico muestran cómo cuando se busca evitarlos en lugar de enfrentarlos, se convierten en un problema cada vez más complejo y difícil de solucionar. Estos ataques resultan de una lucha entre la mente y el cuerpo (Balbi, 2009): el miedo extremo conlleva reacciones en el cuerpo que la mente inmediatamente intenta controlar. Es así como se cae en la paradoja del exceso de control que hace perder el control (Nardone, 2009) porque son los esfuerzos de la mente por controlar el cuerpo los que llevan a la pérdida del control: el ataque de pánico.

“La primera vez que me dio el ataque, pensé que me iba a morir. ¡Es la sensación más horrible que he sentido en mi vida! Por eso dejé de manejar, porque estaba segura que como el ataque me dio estando en el carro, lo mejor era no volver a manejar. El problema es que después de evitar ese tema la situación empeoró porque empecé a evitar otras cosas (…) Y ahora he renunciado casi a todo porque en todas partes me siento vulnerable”.

“Las personas no nacen miedosas, se vuelven” (Nardone, G. 2007. Cambiare occhi, toccare il cuore. Ponte alle grazie, Milán). Después de su primer ataque de pánico esta mujer empezó a evitar situaciones que, en su sentir, podían generarle otro ataque. De lo que no era consiente era que evitando, aumentaba su problema. Evitar es una trampa, porque al momento de hacerlo, nos sentimos seguros. Pero con el tiempo, el mensaje implícito que nos enviamos a nosotros mismos es: “Evito esta situación porque no soy capaz de enfrentarla” (Nardone, 2008). Es así como cada evitación crea y refuerza una incapacidad, aumentando el miedo y obligando a quien evita a optar por otras soluciones que le “ayuden” a enfrentar lo que por sí misma se siente incapaz de hacer. Entonces pide ayuda (Nardone, 2009).

“…si no estaba acompañada, no podía hacer nada. Mi mamá, pues -¿qué te digo?-, es mi mamá me aguanta. Pero mi hermano y mi papá en un punto se desesperaron y no volvieron a acompañarme a ninguna parte. Ahí empecé a pedirle ayuda a mis colegas de trabajo: que me recogieran por la mañana, que me llevaran por la tarde… tanto que a veces me tocaba esperarlos hasta la noche porque yo ya no me atrevía a coger un taxi sola”.

Fue así como de un grano de arena construyó una montaña bajo la cual quedó sepultada (Nardone, G. 2007. Cambiare occhi, toccare il cuore. Ponte alle grazie, Milán). Los ataques de pánico fueron desapareciendo en la medida que evitaba todo lo que, según sus creencias, se los podía generar. Pero el miedo y la angustia que le creaba su creciente incapacidad para enfrentar situaciones, y la dependencia cada vez mayor de otras personas, empezaron a limitar su vida hasta tal punto que comenzó a pasar la mayor parte del tiempo encerrada en su casa.

Comenzamos así a trabajar en un propósito: transformar el miedo en coraje, lo que sólo se logra enfrentándolo. El primer paso fue trabajar a nivel mental: ella debía dedicarle media hora diaria a pensar voluntariamente en todas sus peores fantasías (Nardone, 2000), una estrategia que apunta a adiestrar la mente para que, contrario a evitar los pensamientos que generan miedo, los enfrente. Así la mente se distrae, piensa en otra cosa y el miedo desaparece (Nardone, G. & Balbi, E. 2008. Solcare il mare all’insaputa del cielo. Ponte alle grazie, Milán). De esta manera, hemos ido logrando que ella recupere la confianza en sí misma para enfrentar todo lo que había dejado de hacer por miedo. Miedo que continúa trabajando, pues después de tantos años de construirlo, toma tiempo desmontarlo.

El miedo es un recurso siempre y cuando se enfrente al momento de sentirlo. De lo contrario, sobrepasa un cierto límite y se convierte en un problema. Problema que se construye evitando, pidiendo ayuda y hablando del mismo (Nardone, 2009), pues hacerlo es como toser en un ascensor: se propaga el virus.

Nota: Quiero compartir con mis lectores que muchas de las ideas que aparecen en los artículos escritos hasta el momento, son el resultado de mi formación como terapeuta en el Centro de Terapia Breve del profesor y creador de este modelo, Giorgio Nardone.

Ximena Sanz de Santamaría C.
ximena@breveterapia.com
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Artículo publicado en Semana.com el 19 de julio de 2011

Mi mayor problema es tener un problema

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“Creo que descubrí mi mayor problema Ximena: tener un problema”. Después de cuatro sesiones de estar trabajando, este paciente continuaba sumergido en su problema. Aunque lograba algunos cambios entre sesión y sesión, mantenía una sensación de inconformidad, de “desasosiego”. Por eso en la cuarta sesión decidí confrontarlo con algo que, aunque tanto para él como para mí era cada vez más evidente, el miedo no le permitía aceptarlo. Su mayor problema no era el problema en sí: era el hecho de tener un problema.

“Yo he sido siempre el chistoso del grupo. Todo el mundo se ríe de lo que yo digo, y más de uno dice que cuando está triste el antídoto para eso soy yo. Es una imagen que he construido y que hasta ahora me parecía lo máximo. Pero estoy empezando a pensar que esa imagen es en gran parte la que me está impidiendo aceptar que yo, el ‘chistoso del parche’, el que siempre está bien, tenga un problema. Y sí, no es tanto el problema, sino el hecho de tenerlo”.

A raíz de ese descubrimiento, empezó a cambiar la manera de relacionarse con sus amigos y familiares: hizo el experimento de acercarse a los demás sin juzgarlos. Dos semanas después, en la quinta cita, me dijo: “Haciendo este ejercicio me di cuenta de que la sociedad lo lleva a uno a juzgar todo y a ponerle un nombre a todo. Si alguien está triste, está deprimido; si está muy feliz, es maníaco; si pelea con la mamá, es conflictivo, y así sucesivamente. ¿Cómo habla uno de sus problemas si inmediatamente le van a poner un rótulo? Creo que por eso es que no me gustan los psicólogos (se reía)”.

Este descubrimiento no sólo fue maravilloso para él: ¡también lo ha sido para mí! Confirmé lo que vengo sintiendo desde que empecé a ejercer mi profesión: que todos sufrimos por lo mismo. A todos nos angustia fracasar, equivocarnos, quedarnos solos, no encontrar ‘el amor de la vida’, no ‘ser felices’, no ser buenas personas, no ser buenos padres, buenos amigos, defraudarnos a nosotros mismos, entre muchas otras cosas. Pero más allá de esas preocupaciones, el mayor sufrimiento se genera por creer que somos los únicos que estamos sufriendo por estas cosas.

Muchos pacientes me preguntan: “Doctora, ¿usted sí ha tenido más casos como el mío?” “¡Claro que sí, muchos más de los que crees!” -les respondo. Pero como para creer es necesario sentir más que saber, en ese momento no me creen. Esto fue lo que me llevó a buscar un espacio en el que pudiera compartir y poner al servicio de los demás esta cantidad de vivencias y sufrimientos humanos que muchas veces se generan más por el hecho mismo de tener un problema que por el problema en sí. La paradoja es que justamente por la condena social que conlleva para una persona ‘tener un problema’, es difícil lograr que las personas hablen entre sí para compartir su sufrimiento. Si lo hicieran, descubrirían rápidamente no sólo que son muchas las personas las que sufren por lo mismo, sino también sentirían un gran alivio por el sólo hecho de compartir sus propias vivencias.

“Para mí es muy difícil venir aquí porque yo todo el día lucho para no tener problemas, y así lo he hecho toda la vida. Ahora tengo que venir aquí a hablar justamente de eso contra lo cual llevo luchando mucho tiempo: mis problemas”. Esto me lo dijo un adolescente al final de la segunda cita en la que finalmente pudo reconocer ante sí mismo lo contradictorio que era para él tener que ir a un psicólogo, ya que socialmente eso significaba que estaba loco.

Cuando encontramos una persona que a nuestros ojos tiene un problema -físico, mental, emocional, relacional, etc.-, tenemos dos opciones. Una -la más fácil- es juzgarla y ‘diagnosticarla’ con un rótulo, sacrificando así la posibilidad de relacionarnos con ella. La segunda es buscar comprenderla desde la posición en la cual está para así ser capaces de desarrollar una relación aceptándola como es.

El cambio viene de adentro, desde el interior de cada uno, y esto fue justamente el ejercicio que el primero de los consultantes empezó a hacer: acercarse a los demás buscando comprenderlos en lugar de juzgarlos y descalificarlos. “Las cosas han cambiado. Ahora me es más fácil acercarme a los demás y sobre todo, estoy dejando que los demás se acerquen a mí. Pero ya no para mostrarme como el más chistoso y al que nada le pasa. No he perdido mi alegría ni tampoco mi capacidad de echar chistes; sólo que ahora lo hago aceptando y mostrándoles a mis amigos que hay momentos en los que también sufro”. De esta manera, logró convertir la fragilidad en fortaleza teniendo en cuenta que “basta un solo rayo de luz para disipar las tinieblas”.

Ximena Sanz de Santamaría C.
ximena@breveterapia.com
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Artículo publicado en Semana.com el 2 de agosto de 2011

Analizo, analizo, analizo ¿y?

La tendencia a darle una explicación racional a todo, la hemos construido los seres humanos. Tenemos la creencia que lo que nos va a ayudar a solucionar un problema, o a superar un momento de tristeza o angustia profunda, es hacer un análisis racional de la situación que estamos viviendo. Estamos convencidos de que así encontraremos las ‘causas únicas’ del problema, que nos llevarán a su raíz y así, a su solución.

Mi experiencia como persona y como profesional me ha mostrado que los problemas que nos generan sufrimiento no tienen una única causa: son el resultado de la combinación de muchos factores que se relacionan y retroalimentan entre sí. Asimismo, he podido constatar que la mayoría de las veces es el exceso de análisis el que conlleva el aumento de la angustia, pues la mente se encarga de hacernos vivir en un pasado que ya no podemos cambiar o en un futuro que no sabemos si va a llegar. Y mientras se nos va el tiempo en el análisis del pasado y el futuro, el presente desaparece de nuestro escenario.

Desde muy niños nos están enseñando a ser “personas analíticas”. En el campo de la educación se han hecho modificaciones en las formas de evaluar el desempeño académico de los alumnos, reemplazando las preguntas de selección múltiple por preguntas abiertas –por “Preguntas que los hagan pensar”, decía un profesor hace poco refiriéndose a los mecanismos de evaluación-. Sin duda es importante que las personas aprendan desde niñas a desarrollar una capacidad de análisis, un criterio y una perspectiva crítica frente a cada situación. Analizar “las variables” a la hora de pensar en un cambio de trabajo o en irse a estudiar por fuera, es importante. El problema, como en todo, es que en exceso el análisis se vuelve dañino. Más cuando se trata de las relaciones humanas en las que no existe una causalidad linear (causa – efecto), sino una causalidad circular en la que todas las causas, a su vez, son efectos.

En los últimos meses me he encontrado con consultantes que están inconformes con su vida. Consideran que el sufrimiento que están viviendo se debe a que ‘el mundo ha sido injusto con ellos’ y la manera como buscan superarlo es analizando. “Yo soy una persona súper analítica. Siempre trato de analizar todo, de entender por qué pasan las cosas. Pero en este momento no entiendo nada, no sé por qué todo pasó así, si yo todo lo había planeado diferente. Me siento tan perdida que he llegado a replantearme el análisis que hago todo el tiempo. Analizo, analizo y analizo, ¿y?” Así se expresaba una mujer de 32 años que, después de haber analizado y planeado con su novio durante casi dos años la posibilidad de estudiar juntos en el exterior, a pocos meses de irse la relación terminó. Cuando llegó a la consulta estaba perdida en sus propios análisis. Se le iban los días analizando si debía irse o quedarse, si se había equivocado al tomar la decisión de irse con él, si debía hablar con su ex novio para intentarlo de nuevo o mejor “dejar las cosas de este tamaño”; y así sucesivamente.

Otro consultante. como ella, estaba tan perdido en sus análisis y era tal su angustia, que venía presentando síntomas físicos de náuseas y vómito en el último año y medio de su vida. “Esta ‘analizadera’ es automática. Suena absurdo porque son mis propios pensamientos; pero es que es como si yo mismo no pudiera dejar de analizar”, me decía desesperado. Es tal la ansiedad que le generan sus propios pensamientos, que en varias oportunidades ha tenido que suspender su estudio porque las ganas de vomitar no le permiten salir de su casa. “Me han hecho todos los exámenes físicos y mi cuerpo está perfecto. Por eso me di cuenta que mi problema es psicológico: no puedo dejar de analizar”.

Hemos permitido que la mente adquiera un gran poder sobre nosotros: por eso funciona de manera casi automática. El análisis, que en un comienzo puede ser tan útil, con el tiempo se convierte en “un tirano”: se vuelve casi imposible dejar de analizar. Y en la lucha interna por dejar de hacerlo, por controlar la mente para “ponerla en blanco”, se termina analizando aún más. Finalmente, llega el momento en el que las personas se dan cuenta que analizar no les resuelve su problema, entonces empiezan a castigarse y a recriminarse por seguir haciendo algo que no les funciona. De esta manera, aumentan la angustia y el sufrimiento.

El análisis desaparece si le damos permiso de estar presente, si nos damos permiso ‘para analizar todo’: el pasado, el futuro, lo que fue o no fue, lo que esperábamos o quisiéramos que hubiera sido distinto, lo que puede venir, etc. Así la mente eventualmente ‘se cansa’ y empieza a dejar de analizar todo. “Si te digo que pienses en todo menos en elefantes amarillos, ¿qué es lo primero en lo que piensas?”, le pregunté a una consultante. Ella, atacada de la risa, me respondió: “Los estoy viendo entrar por esa puerta”. Si en vez de combatirlos les damos un espacio para pensarlos, así como llegan se van. La mente empieza a encontrar un equilibrio entre el análisis –importante y necesario en una dosis adecuada-, y el ‘no análisis’, que es lo que nos permite sentir, vivir y disfrutar del presente, de cada momento, sin estarnos recriminando ni tampoco buscando explicaciones que, como dijo mi paciente: contrario a disminuir la angustia, el análisis acaba aumentándola.

La búsqueda de explicaciones matemáticas es útil en el mundo de las matemáticas, mundo al que no pertenecen las relaciones humanas. De lo contrario, el análisis ya habría solucionado todos nuestros problemas.

Ximena Sanz de Santamaría C.
ximena@breveterapia.com
www.breveterapia.com

Artículo publicado en Semana.com el 18 de agosto de 2011

Celos: si no me enloquecen, ¡enloquezco a mi pareja!

El famoso filósofo y matemático Pitágoras decía que son los seres humanos los artífices de sus propias desgracias. Me atrevo a complementar esa frase diciendo que son también los artífices de sus propios triunfos. Esto lo hablamos con una adolescente durante la primera cita, a la que llegó diciendo que necesitaba ayuda pues sus celos habían acabado un noviazgo de cinco años.

A medida que fuimos avanzando en el proceso, ella fue descubriendo cómo un pensamiento puede llegar a convertirse en una profecía que se termina volviendo real (“Curar la escuela”, Balbi, E. & Artini, A. 2011). “La relación fue muy especial hasta cuando empecé a desconfiar de él. Desde ahí, todo se volvió un infierno”. Con lágrimas en los ojos, reconocía que su desconfianza no tenía razón de ser, pues ninguno había sido infiel. La desconfianza empezó a raíz de una época en la que todos los amigos del novio estaban sin novia. “El plan era salir con una vieja diferente todos los fines de semana y yo sentí que mi novio hubiera querido hacer lo mismo. Nunca lo hizo, pero desde entonces empecé a sentir celos hasta de sus amigos”.

De un pensamiento inicial se empezaron a generar otros pensamientos que le producían una angustia cada vez mayor, la cual terminó por llevarla a hacer cosas que nunca había hecho: revisarle el celular y el computador, llamarlo constantemente para saber en dónde y con quién estaba, empezar a pedirle que no almorzara con sus amigas del colegio y que en los “huecos” entre una clase y otra en la universidad estuviera siempre con ella. Le preguntaba todo el tiempo si realmente la quería, si quería estar con ella, si no estaba siendo infiel, preguntas que él respondía esperando que en algún momento acabaran. Pero las respuestas nunca eran suficientes. Al contrario: cada respuesta la llevaba a hacerle nuevas preguntas.

Los celos la convirtieron en una novia cada día más absorbente. Ella tenía que estar con él todo el tiempo para asegurarse de que no le fuera a ser infiel. Cuando se daba cuenta de lo que estaba haciendo se sentía culpable, lloraba, le pedía perdón por ser tan invasiva y le prometía dejar sus celos. Pero al poco tiempo volvían a tiranizarla. Finalmente ocurrió lo que en estas circunstancias era esperable: él le dijo una mentira. Le dijo que almorzaría con un amigo en la universidad, cuando su plan era almorzar con su mejor amiga del colegio. Ella no le creyó, se fue a buscarlo y lo encontró con la amiga. “Perdí la cabeza. Le armé un show ahí en el sitio enfrente a todo el mudo y me fui. Cuando llegué a mi casa, no podía creer lo que había hecho, pero ya el daño estaba hecho”.

Después de contarme esto, me dijo: “Él cambió mucho”, momento en el que me atreví a preguntarle: “¿Cambió él o cambiaste tú?”, y con lágrimas en los ojos me respondió: “Creo que cambié yo. La verdad, me volví insoportable, tanto que me terminó, y no porque no me quisiera sino porque ya no quería estar con mi ‘nueva’ yo”.

Con este episodio la relación terminó por un tiempo, pues en pocos meses la desconfianza había erosionado una relación que durante cinco años se había desarrollado con base en la confianza mutua y en la ilusión de compartir diariamente el uno con el otro. Varios meses después decidieron volver a intentarlo, y entonces ella se dio cuenta de que necesitaba ayuda. “Él me dijo que me adoraba, que sentía mucho haberme dicho mentiras, pero que se había vuelto imposible hablar conmigo. Por eso había preferido no decirme que iba a almorzar con su amiga, a quien yo conocía perfectamente y sabía que entre ellos no había nada. Pero mis celos no me dejaban ver otra cosa”.

Desde la primera cita ella comenzó a trabajar intensamente para desmontar las creencias que alimentaban sus celos. Ha sido un trabajo exigente porque cuando se llega a ese nivel de celos, en cada comportamiento de la pareja se busca la confirmación de que está siendo infiel. Leonardo da Vinci decía: “Nada nos engaña más que nuestro propio juicio” (“La mirada del corazón”, Nardone, G. 2009) . Ella ha ido descubriendo que cuando pregunta con la sospecha que conllevan los celos, le surgen siempre nuevas preguntas que aumentan su intranquilidad en lugar de disminuirla, y desgastan cada vez más la relación. Lo mismo ocurre cuando empieza a buscar en el celular o en el computador de su novio alguna “prueba” de su infidelidad, pues al no encontrar nada, su conclusión es que, como él está siendo infiel, se cuida muy bien de mantener todo muy bien escondido.

Aunque todavía hay momentos en los que le pregunta cosas a su novio y hay personas que todavía le generan celos, poco a poco ha logrado desmontarlos y recuperar una relación sana. La prueba del éxito la tiene ella misma porque ha estado cada vez más tranquila. Ha comenzado a comprender que él puede ser infiel si lo quiere y que el control no sólo no disminuye esta posibilidad, sino que la aumenta. No se trata entonces de controlar: se trata de trabajar en ella misma para poder contribuir al mantenimiento y desarrollo de la confianza mutua, y de comprender que los momentos difíciles que toda relación tiene se pueden convertir en oportunidades para profundizar esta confianza.

La creencia en una persona celosa es que mientras más controle a su pareja, menor será la posibilidad de infidelidad. Es la paradoja en la que termina atrapada. Pero lo que ocurre en realidad –como ella lo está comprobando– es que ese exceso de control se vuelve tan invasivo para el otro, que acaba por llevarlo a buscar en otra persona lo que no tiene en su relación. Es así como la persona celosa termina convirtiendo en realidad la creencia a la que más le teme: la infidelidad de su pareja.

Ximena Sanz de Santamaría C.
ximena@breveterapia.com
www.breveterapia.com

Artículo publicado en Semana.com el 13 de septiembre de 2011

Y ahora que soy inseguro, ¿qué hago?

En la versión online del diccionario de la Real Academia de la Lengua, encontramos la palabra inseguridad definida como ‘falta de seguridad’. Si buscamos el significado de la palabra seguridad, encontramos que dice: cualidad de seguro, certeza (el conocimiento seguro y claro de algo). En resumen, la inseguridad es no tener una certeza, algo seguro.

En un país como Colombia estos términos son muy comunes. Los medios de comunicación se encargan de publicar las cifras sobre la inseguridad que se vive en el país, lo que ha convertido este tema en una preocupación nacional. En todas las campañas políticas para presidentes, alcaldes, gobernadores, etc., los candidatos incluyen la seguridad como uno de sus temas prioritarios. Proponen todo tipo de políticas y ‘planes de acción’ que apuntan a solucionar dicha problemática, que desafortunadamente persiste en muchos aspectos.

Esta inseguridad frente al mundo externo del que formamos parte la vivimos todos los seres humanos. Pero no es la única, y me atrevo a decir que puede no ser tampoco la más profunda. Existe una inseguridad ‘interna’: la inseguridad de cada persona respecto a sí misma, a sus propias capacidades y a sus propios recursos. Todos la hemos sentido en diferentes situaciones: al momento de responder una pregunta en clase, cuando salimos por primera vez con una persona que nos gusta, cuando tenemos que hacer una presentación en público, cuando estamos con un grupo de amigos y no tenemos mucho que decir, etc. Es una inseguridad “normal” en la medida que no todo lo podemos saber. ¿Pero cómo llega una persona a construirse una inseguridad tal que se convierte en su mayor incapacidad?

Cuando dudamos de algo y no estamos seguros de saber la respuesta correcta, la buscamos en diversos recursos externos: amigos, colegas, internet, un experto en el tema, etc. En principio parece una buena solución. ¿Pero qué pasa si llego al extremo de depender siempre de lo que ‘otros’ me digan? ¿Qué pasa cuando estas dudas empiezan a hacerme dudar de mi propio criterio? En este caso preguntar no soluciona nada; por el contrario: se convierte en el mayor problema. Es el caso del náufrago: ante la duda de qué rumbo tomar, opta por uno, luego por otro y otro, y termina dando vueltas en el mismo sitio hasta que se ahoga por agotamiento (Nardone, 2009).

“Muchas veces yo tengo la respuesta. Internamente sé lo que quiero, pero no puedo no preguntar”- me decía un estudiante de universidad que llegó a consulta muy angustiado porque sentía que había perdido completamente la seguridad en sí mismo. Había sido siempre muy destacado en sus estudios, pero dejó de serlo cuando lo invadió la inseguridad porque sentía que no sabía tanto como sus compañeros. A partir de entonces empezó a dudar no sólo de sus conocimientos, también de sus capacidades: “Al comienzo mi inseguridad era con cosas de la universidad y sólo les preguntaba a los profesores; después comencé a preguntarles a mis amigos, aunque sólo de vez en cuando. Pero llegó el punto en que preguntaba todo, hasta que mi mejor amigo del colegio me dijo que estaba desesperado con mi preguntadera. Entonces opté por callarme, porque dudo hasta de lo que voy a decir. Me siento muy raro”.

Esta inseguridad se la construye cada persona cuando duda tanto de sí misma que deja de lado su propio criterio. Entonces, por miedo a equivocarse, comienza a preguntar todo, y el problema se crece tanto que las personas alrededor se aburren de responder y terminan por “tachar” a la persona de insegura. Ella, por su parte, deja de preguntar. Pero las preguntas no desaparecen: se trasladan a un ‘diálogo interno’, mental, a través del cual se intenta encontrar las respuestas. Pero esta búsqueda acaba por generar una cadena de preguntas y respuestas que crece indefinidamente.

También puede ocurrir que las personas, por la necesidad de mostrarse siempre seguras, en lugar de preguntar buscan ocultar su inseguridad. Y como todos tenemos un límite, la inseguridad acaba por manifestarse, lo cual aumenta la lucha interna por ocultar esa ‘debilidad’. Esa lucha, paradójicamente, acaba por aumentarla. Así la persona termina construyéndose una inseguridad que bloquea su espontaneidad en sus interacciones con otros. Giorgio Nardone y Paul Watzlawick contaban la siguiente anécdota: un cien pies iba caminando y se encontró con una hormiga. La hormiga, al observarlo, le preguntó cómo hacía para caminar con sus cien pies sin caerse. El cien pies, al pensarlo no pudo volver a caminar.

Sentir inseguridad en muchas circunstancias es importante porque nos obliga a esforzarnos, a querer aprender cosas que no sabemos. Pero si aspiramos a saberlo todo, ese deseo nos lleva a volvernos cada vez más inseguros. ¿Cómo saber en qué momento la inseguridad se convierte en un problema? Cuando sienta que me bloquea, que me impide actuar con tranquilidad y espontaneidad. Cuando comience a pensar en todos mis movimientos y por eso me sienta incapaz de avanzar con la inseguridad y seguridad que hasta entonces había sentido. El cien pies logra caminar porque no está pensando en todos su movimientos. La inseguridad se maneja si evitamos pensar en todo lo que vamos –o no vamos- a hacer y/o a decir, pues aunque los detalles son importantes, si los miramos a través de una lupa los agrandamos sin necesidad.

Ximena Sanz de Santamaría C.
ximena@breveterapia.com
www.breveterapia.com

Artículo publicado en Semana.com el 30 de agosto de 2011

«Ser feliz, es sufrir menos»

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Muchos de mis pacientes llegan a la primera consulta buscando “La felicidad”. La buscan como una meta a la cual quieren llegar pues están convencidos de que una vez lleguen ahí, no tendrán que seguirla buscando. Por tal motivo, la felicidad se convierte en el fin, como el final feliz de un libro de cuentos para niños o de una película de Hollywood.

A diferencia de lo anterior, desde mi perspectiva la felicidad no es una meta a la que se llega y queda resuelto el problema de la vida. La felicidad es algo por lo que se trabaja todos los días, en todos los momentos, en pequeños instantes y, sobre todo, en los momentos de mayor sufrimiento. Estar feliz cuando estamos con amigos, cuando salimos de fiesta, cuando tenemos dinero y viajes, cuando alcanzamos el empleo que queríamos, en resumen, cuando hemos cumplido con todo lo que para los parámetros sociales vigentes significa “ser felices”, es fácil. Sonreír en esos momentos es un acto automático en el que no nos cuestionamos nada porque “estamos felices”. ¡Y es maravilloso que así sea! ¿Pero qué ocurre cuando pasan esos momentos? Esa “felicidad” desaparece porque se acabó la fiesta, o se acabó el viaje, o ya no hay dinero, o el empleo soñado no era tan maravilloso como se esperaba. Como la situación que nos hizo sentirnos felices cambió, desapareció también esa “felicidad”.

“Estoy aquí porque tengo una crisis con mi vida. Teniendo todo lo que tengo, habiendo trabajado desde muy joven y habiendo cumplido con todo lo que se me pedía y que yo pensé que necesitaba para ser feliz, siento que ni he sido ni soy una persona feliz”. Esto me lo decía un hombre en la primera cita, quien más adelante continuó: “Cuando compramos la finca sentí que era feliz, ¡al fin! Pero ahí mismo me di cuenta que necesitaba algo más, que ahora para ‘ser feliz’ tenía que tener caballos para mis hijas, y una vez los tuve, nuevamente se me perdió la felicidad y tuve que buscar un nuevo motivo: remodelar la casa”.

La experiencia con este paciente me ha ayudado a entender el significado de lo que dice un monje budista: Mucha gente busca la felicidad por fuera de sí mismos, cuando la verdadera felicidad tiene que venir de nuestro interior. Nuestra cultura nos dice que la felicidad viene de tener mucho dinero, mucho poder y una alta posición en la sociedad. Pero si usted observa con cuidado verá que mucha gente rica y famosa no es feliz1 .

Comenzamos con este paciente a trabajar por su felicidad observando y escribiendo lo que vivía en los momentos de mayor sufrimiento. A través de tareas concretas que debía cumplir entre una sesión y otra, se fue dando cuenta de que su felicidad siempre había estado asociada con el logro de cosas externas: acumular dinero, pasar vacaciones en lugares cada vez más lujosos, mandar a sus hijos a campos de verano en el exterior, etc. Así fue logrando reconocer y descubrir que la felicidad no estaba donde él pensaba, obligándolo a enfrentar un desafío que le ha generado aún más sufrimiento: su nueva visión de la vida le ha conllevado una enorme soledad. Muchas de sus amistades, su esposa, e incluso sus hijos, se han negado a aceptar que para él las prioridades han cambiado. Algunos amigos dejaron de invitarlo, su esposa le pidió el divorcio y sus hijos, a quienes ve cada vez menos, no entienden que cuando están juntos él quiera simplemente conversar con ellos y sentarse a comer sin celulares ni televisión. “Ellos nunca han conocido otra manera de relacionarse conmigo que no sea a través de regalos, viajes y plata. Y eso lo construí yo”, me decía.

Inicialmente combatió este ‘nuevo’ sufrimiento peleando consigo mismo, negándose a aceptar sus sentimientos y buscando refugio en el trago para evitar confrontar su dolor. Sentía mucha rabia por haber decidido vivir su vida de otra manera. “No sé a qué horas se me ocurrió este cuento de trabajar por la felicidad si mi vida antes era más fácil” –me decía. Pero poco a poco ha ido descubriendo que la única forma de superar el sufrimiento es tocando el fondo para salir a la superficie, aceptando cada momento de sufrimiento, de rabia, de dolor, desespero y frustración. En términos prácticos, le ha sido útil darse un espacio diario para escribir lo que está sintiendo y para llorar su tristeza, aún en las noches en las que no puede dormir. Ha logrado vencer el sufrimiento sin combatirlo. “La felicidad depende de mí, de mi actitud ante la vida y si acepto que estoy sufriendo, sufro menos”.

Hay infinidad de motivos que nos hacen sufrir: una enfermedad, la pérdida de un familiar, la pérdida de empleo, la sensación de soledad, la partida de un hijo, etc. Cualquiera que sea el motivo que ocasione sufrimiento, la tarea para disminuirlo es la misma: buscar la felicidad dentro de sí mismo. Como dice el monje budista: Ser feliz, para mí, es sufrir menos. Si no fuéramos capaces de transformar el dolor que sentimos internamente, la felicidad sería imposible.

[1] Thich Nhat Hahn (2001): Anger. Riberhead Books, New York. P.

Ximena Sanz de Santamaría C.
ximena@breveterapia.com
www.breveterapia.com

Artículo publicado en Semana.com el 5 de junio de 2011