El fracaso: ¿A saber?

Mi mayor miedo es fracasar en la vida, ser un fracasado.

Conceptos como ‘el tiempo’, ‘lo bueno y lo malo’, ‘el fracaso’, entre otros, han sido construidos por los seres humanos para poder manejar su relación con los otros y en general, para entender la ‘realidad’(entendida como la relación de las personas consigo mismas, con las demás personas y con el mundo, Nardone, 2008). Sin duda, programar el tiempo, -acordar y cumplir citas con otras personas -, así como establecer límites claros entre lo ‘bueno y malo’, son elementos esenciales para poder a vivir en comunidad y mantener cierto orden y armonía. Pero sabemos que en la práctica, a pesar de tener claramente definidos estos conceptos, son muchos los casos en los que no se respeta el tiempo de los demás, ni tampoco se tiene conciencia del daño que les hacemos a otros con ciertas acciones, comentarios, actitudes, etc. No por eso, deja de ser útil tenerlos claros.

 

Sin embargo con el concepto de ‘fracaso’ pareciera que es más el daño que el bien que produce, ya que el sólo hecho de que una persona se sienta fracasada, genera en ella una angustia, un miedo y un sufrimiento constantes que le impide disfrutar del presente y le bloquea la capacidad para desarrollar proyectos, buscar trabajo, independizarse, aplicar a una maestría, etc. “Hice una cosa que a ojos de todos mis colegas es una estupidez: renuncié a mi trabajo. Me estaba yendo muy bien, es una empresa que en mi medio es muy reconocida y por lo mismo todo el mundo me vivía diciendo que iba a triunfar en mi carrera. Pero yo en el fondo siempre sentí que no quería estar ahí, y lo que me ayudó a salirme fue darme cuenta que iba a tener que hacer cosas por la empresa que van contra mis principios. Ese día tomé la decisión de irme, la verdad dejé todo botado y aunque no sé exactamente a qué me voy a dedicar, el sólo hecho de sentirme feliz todos los días cuando me levanto ya me hace pensar que voy a lograr lo que me proponga”.

 

Esto me lo dijo una amiga a quien me encontré hace un par de semanas caminando en la calle. Después de saludarnos, me contó que estaba feliz, que se sentía liberada, que había vuelto a sonreír, y sobre todo, tenía la sensación de haber vuelto a nacer. Y esto se debía a un hecho aparentemente simple: la renuncia a su trabajo. Desde hacía varios años tenía un empleo que, para cualquier persona de su medio laboral, representaba el “trabajo de los sueños”. Me decía que tanto sus amigos como sus colegas le repetían constantemente lo afortunada que era por tener el trabajo que tenía, no sólo por el trabajo como tal, sino también porque si seguía por ese camino tendría garantizado un ‘futuro brillante’. Pero a ella internamente había algo de lo que le decían que no terminaba de convencerla. “Para mi era duro reconocer que eso que todos veían yo no lo podía ver igual porque no correspondía a mi experiencia real. Al contrario, seguir en esa empresa haciendo ricos a los más ricos y además teniendo que hacer cosas que van contra mis principios me empezó a hacer sentir como una fracasada. Constantemente me preguntaba: ¿Acaso no voy a poder hacer lo que realmente me gusta? ¿Será que la única forma de triunfar en la vida va a ser a costa de mi tranquilidad? Y finalmente, después de dos años de pensarlo, de vivir amargada muchos días del año, con un miedo enorme, decidí renunciar. Y aunque sigo sintiendo miedo –pero un miedo que tiene un distinto al del anterior-, es mayor la felicidad que siento de levantarme todos los días y saber que voy a hacer algo por mí y que estoy segura que no voy a fracasar”.

 

¿Qué significa entonces el fracaso? ¿Qué es ser un fracasado? Existen tantas realidades como percepciones hay en el mundo (Nardone & Watzlawick, 1997) y el concepto del fracaso no es la excepción. Para todos los colegas y amigos de esta persona, el éxito era ‘hacer carrera’ en la empresa en que estaba y el fracaso, renunciar a ésta. Pero para ella, que era quien tenía que levantarse a diario para ir a un lugar donde no se sentía a gusto, a cumplir con un horario y con unas obligaciones que no sólo no disfrutaba sino que además sentía que iban contra sus principios, ese era justamente el fracaso: seguir en una vida que no era la que quería.

 

Ahora que se está independizando, que aun no tiene claro lo que va a hacer con su vida laboral y que por momentos la asalta el miedo de pensar que va a fracasar y que tal vez lo mejor sería volver a emplearse en esa o en cualquier otra compañía, está empezando a descubrir que ser un fracasado lo define cada persona; que ‘ser un fracasado’ no es ‘un hecho que se da’ sino un producto de la mente de quien así se siente. Este fue el gran descubrimiento que hizo Buda hace más de 2.500 años cuando afirmó: “La mente es la precursora de todos los estados”.

 

‘Ser’ o ‘no ser’ un fracasado depende de las experiencias, de las creencias y de los ideales de cada persona. Para una persona que logró salir de su casa en una vereda en algún corregimiento recóndito de un país como Colombia, el mayor éxito fue lograr llegar a Nueva York y vivir en esa ciudad a punta de vender perros calientes y pretzels en las calles de Manhattan. Pero probablemente para un estudiante de medicina que quiere trabajar en un hospital y convertirse en un gran médico, llegar a vender perros calientes en una esquina de una calle en Nueva York es sinónimo de haber fracasado en su vida. Cada visión es igualmente válida teniendo en cuenta las metas de cada persona, metas que se estructuran con base en las creencias y dichas creencias se construyen con base en las experiencias de cada una. Y las experiencias, como todo en la vida, están en constante movimiento, en constante cambio. Por ende lo están también las creencias, de tal manera que nunca es tarde para darnos cuenta que el fracaso, como tantos otros conceptos, es algo que nosotros mismos hemos inventado, y por consiguiente, es un concepto que también nosotros mismos podemos cambiar para vivirlo a nuestro favor y no en contra nuestra.

 

Ximena Sanz de Santamaria C.

Psicóloga – Psicoterapeuta

MA en Terapia Breve Estratégica.

¿Esto era llegar al tope del mundo?”

“La verdad no recuerdo quién era el que repetía la frase de que en la vida había que llegar al tope del mundo, pero sí me acuerdo que desde chiquito en mi casa el mensaje era ese: llegar a ser exitoso laboralmente, trabajar en un banco, en una ciudad cosmopolita, en medio de rascacielos y grandes marcas de ropa. Sin ser soberbio, aquí estoy, soy exitoso, tengo un súper puesto, vivo a todo taco por el mundo y ahora me pregunto: ¿Esto era llegar al tope del mundo?”.

 

A sus 45 años, viendo por la ventana de su oficina en el piso 42 de un enorme edificio en la mitad de una ciudad que se considera una de las capitales del mundo, este hombre se replanteaba con cierto dolor la vida que había construido hasta el momento. Era muy exitoso en términos laborales, su salario le permitía viajar y conocer el lugar del mundo que quisiera quedándose en los mejores hoteles y viajando siempre con todas las comodidades; podía entrar a comprar ropa al almacén que escogiera sin tener que pensar en el valor que pagaría por unos zapatos, una corbata o un cinturón; almorzaba casi a diario en los restaurantes más reconocidos y exquisitos de la ciudad, se daba el lujo de ir a exclusivas catas de vino algunos fines de semana, tenía una casa de campo donde podía descansar en compañía de sus perros, entre muchos otros lujos y comodidades. En otras palabras, había logrado lo que desde niño se había propuesto: “Llegar al tope del mundo”. Pero como él mismo decía, ¿a qué costo?

 

Se había casado muy joven con su novia de toda la vida. Habían crecido juntos desde el colegio, se tenían mucha confianza, y ella lo apoyaba en todo. Estos habían sido criterios muy importantes para él en el momento que decidió casarse: sabía que ella lo iba a acompañar en su sueño de estudiar por fuera, de salir del país y construir la vida exitosa que siempre había soñado. Y así ocurrió durante muchos años: ella lo acompañó y fue su apoyo mientras él iba ganando cada vez más dinero, más prestigio, más comodidades, al tiempo que iba progresando laboralmente. “Pero la verdad es que yo fui muy egoísta. En medio de querer alcanzar mi sueño, la dejé completamente de lado. Y muchas veces me lo dijo, trató de hablar conmigo, de decirme que me estaba perdiendo en medio de mi éxito. Pero yo estaba tan metido en mi cuento, en ese supuesto éxito, que la abandoné hasta que ella se cansó. Y un buen día, como pasa en las películas, llegué a mi casa tarde, después de un día extenuante de trabajo y ella ya no estaba. Se había ido con todas sus cosas. Pero lo más triste es que como yo estaba embebido en este mundo de éxito, no me importó. Supuse que en algún momento iba a volver y desde entonces han pasado tres años y ella jamás volvió”.

 

Como él mismo decía, en su momento le pareció que eso no tenía importancia porque estaba concentrado en ‘llegar al tope del mundo’; y conociendo ese mundo, creía que con el dinero y el éxito que estaba teniendo no iba a ser difícil conseguir otra pareja. Y así fue: en los últimos tres años había salido con muchas mujeres, más exitosas laboralmente que su esposa, más bonitas físicamente, con más dinero, etc. Pero tres años después se daba cuenta que en ninguna de ellas había encontrado una verdadera pareja, una compañera y cómplice que lo quisiera por la persona que él era y no por lo que tenía o por lo que representaba.

 

Tres años más tarde, una noche cualquiera, regresó a su casa después de otro extenuante día de trabajo…para encontrarse con un silencio ensordecedor que finalmente lo forzó a enfrentarse a sí mismo, a la vida que había construido, al mundo en el que se estaba moviendo. Comenzó a ver a este hombre que no tenía nada en común con el que había sido años atrás, a un hombre que se había perdido por querer cumplir lo que desde chiquito pensó que era lo importante en la vida: “Llegar al tope del mundo”.

 

Como él, cada vez más personas se van dejando meter en un mundo que parece ser el mundo ideal. Un mundo en el que lo importante es la acumulación de dinero, de bienes, la riqueza, los grandes hoteles, los carros de lujo, las fiestas constantes, la ropa de marca, las fotos en las revistas y el supuesto reconocimiento por todas las anteriores. Pero por fortuna también hay cada vez más gente que, como él, está llegando a ver que ese mundo no sólo no es el mundo ideal, sino que es el trampolín que los lanza a una infelicidad y un desasosiego constantes, a un mundo en el que las personas no importan, en el cual el ruido de las fiestas, el consumo desenfrenado, el uso de sustancias psicoactivas, el sexo sin responsabilidad, etc., obstruyen y sustituyen la posibilidad de estar en silencio, de desarrollar un contacto cada vez más estrecho con uno mismo y de compartir con la familia. Pero tarde o temprano la sensación de desasosiego y de vacío llega, y en ese momento, como en muchos otros en la vida, las personas pueden decidir: seguir por ese mismo camino, o empezar a replantearse –como lo hizo este hombre de una manera muy valiente- si eso es lo que realmente quieren para el resto de su vida.

 

Dice un destacado maestro espiritual contemporáneo:

 

“Entre todas las creaturas que hasta el momento han sido estudiadas por los científicos modernos, sólo de los seres humanos se puede decir con certeza absoluta que han sido dotados con la habilidad para escoger deliberadamente la dirección que quieren darle a su vida y para discernir si esas escogencias podrán conducirlos a través del valle de las felicidades transitorias o al ámbito de una paz y un bienestar más profundos y duraderos. Si bien puede decirse que estamos genéticamente armados para la felicidad temporal, también es cierto que hemos sido beneficiados con la habilidad para reconocer dentro de nosotros mismos un sentido más profundo y duradero de confianza, paz y bienestar. Entre los seres sintientes, los seres humanos son los únicos que cuentan con la habilidad para forjar una conexión entre la razón, la emoción y el instinto de supervivencia, y en el proceso de hacerlo crear un universo –no sólo para ellos/as mismos/as y las generaciones humanas que les sigan, sino también para todas las creaturas que sienten dolor, miedo y sufrimiento- en el cual todos podamos coexistir contentos y pacíficamente”.[1]

 

Nunca es tarde para tener una vida feliz, lo importante es identificar si la vida que escogimos es la que realmente queremos vivir o si por el contrario, es una vida en la que reina más el vacío, el desasosiego y la angustia. Por ahí, podemos empezar a hacer el cambio.

 

Ximena Sanz de Santamaria C.

Psicóloga – Psicoterapeuta

MA en Terapia Breve Estratégica.

[1] Yongey Mingyur Rinpoche: The joy of living. Random House Inc. New York. 2007. p.244 (Traducción de Alejandro Sanz de Santamaría)

“Tengo un problema de merecimiento”

Como en tantas otras cosas en la vida, se puede aprender a recibir -¡y sobre todo sentir!- a gozar de recibir.

Leer más

Las apariencias engañan

Todo viaje de mil kilómetros empieza con un primer paso (Nardone, 2009) y el proceso de recuperar la independencia y la libertad que se han perdido por el miedo al ‘qué dirán’, no es la excepción.

  • “Si la gente supiera que no tengo con qué pagar los impuestos de la camioneta dejarían de tenerme envidia y me tendrían compasión”. 

    Mujer de 48 años.

  • “Yo me casé por la presión de mi papá, porque él era un hombre católico muy dominante. Yo ya llevaba varios años de noviazgo y era una relación, digamos que sana. No sé qué tanto estábamos enamorados, de hecho ya no estábamos enamorados pero igual nos casamos y ahora con todo esto del divorcio, con el sufrimiento que hemos tenido todos, veo que fue un gran error. Pero no podía decir que no”. 

    Hombre de 56 años.

  • “Es muy duro ver que a mis 50 años, he vivido la vida que todos los demás esperaban de mí y que yo ni tengo claro qué me gusta hacer en mi tiempo libre. Ya no sé si me gusta dormir hasta tarde o levantarme temprano, si hago deporte por mí, por mi salud, por mi bienestar, o porque tengo que verme bien ante los ojos de los demás; tampoco sé si me casé por amor o por miedo a quedarme sola”. 

    Mujer de 50 años.

  • “Si tú me preguntas, no sé si yo me hubiera casado con mi ex esposa -incluso me atrevo a decirte que no sé si hubiera tenido hijos-. Hoy en día los adoro, son mi vida y no me arrepiento en lo más mínimo de haberlos tenido, ¡al contrario! Todos los días le doy gracias a Dios por ellos. Pero viendo en retrospectiva, siento que muchas de las cosas que hice, de las decisiones que tomé, las tomé por el qué dirán, por el miedo a no cumplir con lo que se esperaba de mi”.

    Hombre de 42 años.

  •  

    Los testimonios de estas cuatro personas no sólo reflejan lo que ellas han vivido: son también una clara ilustración de lo que viven tantas personas que por tratar de mantener una imagen frente a sus amigos, a su familia, en general frente a la sociedad, acaban viviendo una vida infeliz y vacía.

    Ser parte de una sociedad exige de las personas ciertos comportamientos y actitudes con los cuales deben cumplir justamente para poder convivir armónicamente. En ese sentido son útiles y necesarios y en ocasiones, por lo menos en Bogotá, haría falta una exigencia más fuerte para que las normas se cumplan con el fin de contribuir a generar una mayor conciencia sobre cómo afectamos a los demás con nuestra manera de comportarnos. Pero cuando a las personas “se les va la mano” en estar pendientes de los demás, de lo que piensan, de lo que opinan de lo que se espera de ellas, poco a poco van perdiendo su propia libertad para decidir, para identificar lo que les gusta y lo que no, lo que quieren y no quieren hacer, hasta llegar al punto de perder de vista por completo cuál era la vida que querían vivir. Y todo por darle gusto a los otros. Cuando esto ocurre, se sacrifica la propia libertad, por ejemplo, cuando se escoge la carrera que los padres prefieren así a la persona no sea la que le gusta, o cuando se casa con la persona ‘que toca’, o cuando se endeuda en exceso para hacer parte del club al que todo el mundo pertenece; o para irse de vacaciones como lo hacen todos los amigos, aun si eso implica gastar una enorme cantidad de dinero con el que no se cuenta, etc.

    Es así como a partir de un granito de arena se empieza a construir una bola de nieve que con el paso del tiempo se va volviendo cada vez más grande y cada vez más difícil de parar. No se trata de lograr que lo que piensan los demás nos sea completamente indiferente: se trata de aprender a escuchar para enriquecer las propias visiones pero sin sacrificar la independencia y la libertad que cada persona debe salvaguardar para evitar la frustración y el desengaño que sufrieron las cuatro personas que escribieron los testimonios transcritos al comienzo.

    Todo viaje de mil kilómetros empieza con un primer paso (Nardone, 2009) y el proceso de recuperar la independencia y la libertad que se han perdido por el miedo al ‘qué dirán’, no es la excepción. Empezar a identificar en la vida cotidiana cuáles son las cosas más sencillas que hacemos –o dejamos de hacer- contra nuestra voluntad, por darle gusto a los otros o por no contrariarlos, puede ser ese primer paso. Cosas como poder decidir a qué restaurante ir a comer el día del cumpleaños, definir qué deporte hacer y cuántas veces a la semana, decidir a qué horas levantarse los fines de semana, qué desayunar un domingo, si leer o ver televisión antes de acostarse, fumarse o no fumarse un cigarrilo, entre otras cosas aparentemente banales, son el primer paso para que cada persona pueda ir construyendo la seguridad en sí misma al momento de decidir cómo quiere vivir su vida. Si una persona puede decidir sobre cosas simples, puede también ir decidiendo sobre cosas más profundas: si se quiere casar o no, por cuál rito quiere hacerlo, si quiere o no tener hijos, cuántos y a qué edad, si quiere hacer un estudio de posgrado o no, en cuál universidad quiere estudiar y cuál es la carrera que escoge, si después de años de un matrimonio infeliz en el que se ha intentado todo para salvarlo la decisión finalmente es divorciarse, etc.

    Por fortuna, nunca es tarde para tener la vida que cada uno ha querido, ¡No es sino arrancar!