Equivocarse: una parte muy importante del sistema inmunológico

“No siempre ganas,
pero cada vez que pierdes,
te vuelves mejor”
Ian Somerhalder,

 

Cuando nace un bebé, una de las cosas que hacen en el hospital es ponerle las primeras vacunas. Dos meses después les ponen el refuerzo y a partir de ahí, los padres pueden empezar a sacar al bebé de la casa y a exponerlo a la contaminación cotidiana del mundo. ¿Cómo funciona una vacuna? Es una pequeña dosis del virus contra el cual el sistema inmunológico del bebé tiene que defenderse. La introducen en el cuerpo del recién nacido justamente para que éste desarrolle los anticuerpos necesarios de tal manera que el día que esté expuesto ante el virus, su cuerpo sepa qué hacer para no contagiarse. Así funcionan las vacunas físicas. Las vacunas emocionales tienen el mismo objetivo: ayudar a las personas para que se puedan defender de lo que ocurre en el mundo externo. La diferencia con las vacunas físicas es que las emocionales no se pueden poner, con lo cual la opción que queda es desarrollarlas y eso sólo se puede hacer viviendo y enfrentando la vida diariamente. Y una manera de desarrollar las defensas emocionales es equivocándonos.

Hace unos meses llegaron al consultorio unos padres a quienes se les había cumplido su peor fantasía: una de sus hijas estaba saliendo con un hombre casado. “Nunca pensé que fuera a referirme a alguien de mi familia, mucho menos de alguna de mis hijas, como una amante”, decía la madre desconsolada. El padre, enfurecido y dolido, repetía una y otra vez que no entendía cómo, después de haberle dado todo a sus hijos, la hija le “pagaba de esta manera”.

A lo largo de varias citas, los padres han ido narrando lo que ha sido la historia de su familia: cómo fue el proceso de ambos para llegar a tomar la decisión de tener hijos, en qué momento de vida estaban cuando nacieron los hijos, cómo ha sido la relación con cada uno de ellos y cuáles han sido para los padres los principales valores y enseñanzas que desde jóvenes quisieron inculcarles a cada uno de ellos. Por tal razón, no logran explicarse qué fue lo que pasó para que una de sus hijas haya terminado siendo la amante de un hombre casado: “En la casa jamás se ha visto una infidelidad, mis otros hijos tienen matrimonios estables y Leticia ha recibido la misma educación que ellos”, decía Jorge “Yo no me resigno a aceptar que nuestros amigos se refieran a Leticia como ‘la amante de’, que ahora cuando la gente piense en ella va a pensar en que fue la que destruyó un matrimonio. Ahora ella va a cargar con ese estigma el resto de su vida, es como si todos los esfuerzos que hicimos para sacar adelante a nuestros hijos se hubieran perdido”, decía la madre abnegada en llanto.

Desde que se habían enterado de la infidelidad de su hija habían hablado con ella en varias oportunidades siempre tratando de hacerle entender que lo que estaba haciendo era equivocado y que lo mejor era cortar completamente la relación con ese hombre. Pero a pesar de todos sus intentos, de haber pasado por conversaciones desde duras y agresivas hasta dolorosas y tristes casi rogándole a Leticia que no se hiciera –y que no les hiciera a ellos- ese daño, ella seguía dando la misma respuesta: era su vida, eran sus decisiones y por lo mismo, iba a seguir luchando por esa relación, porque además el matrimonio de su pareja con la ex esposa se iba a terminar del todo pronto.

Hasta el momento, lo que habían hecho Jorge y Constanza era intervenir de manera directa a través de reflexiones y conversaciones porque no querían que su hija se siguiera equivocando: “Con Jorge siempre tratamos de hacer todo por nuestros hijos para que no se equivocaran. Y ahora Leticia nos sale con semejante equivocación”, decía Constanza. Fue así como se puso en evidencia que la principal solución intentada de estos padres en la vida de sus hijos había sido siempre la de hacer todo por ellos con el fin de evitarles las equivocaciones y con estas, el sufrimiento y el dolor. Pero no se daban cuenta de varias otras cosas: la primera, que una solución intentada que no funciona lo que hace es alimentar el problema que debía resolver (Nardone, 2015). La segunda, que no existe una vida sin equivocaciones porque estas no solamente hacen parte de la experiencia humana, sino que además son las que le permiten a cada persona ir desarrollando sus propios recursos y capacidades no solamente para enfrentar la vida sino sobre todo, para aprender a resolver problemas porque no es más fuerte quien nunca se ha caído, sino quien se ha caído y sabe cómo levantarse (s.a). Y una persona a la que se le quieren evitar todas las equivocaciones se va a terminar equivocando justamente porque equivocarse hace parte de la vida. Y lo más grave es que acabará perdiendo la confianza en sus propias capacidades y recursos, con lo cual lo más probable es que no va a saber cómo enfrentar y superar su equivocación.

Teniendo en cuenta que la solución intentada disfuncional puesta en práctica hasta el momento había sido la de intervenir hasta llegar a sobreproteger a Leticia, se les planteó a Constanza y a Jorge que si querían ayudar a su hija el primer paso que debían dar era dejar que fuera ella quien tomara sus propias decisiones y asumiera las consecuencias de las mismas. En otras palabras, que observaran sin intervenir (Giannotti, Nardone & Rocchi, 2001) todas las actitudes, comportamientos y decisiones de su hija evitando hablarle y hacerle reflexiones al respecto. Si tenían preocupaciones, angustias, dudas, sobre todo Constanza, debía escribirlas diariamente en una carta dirigida a Leticia, cartas que no debía entregarle a ella sino llevarlas a la terapia. De resto, la relación con Leticia debía girar en torno a otros temas de conversación, a temas cotidianos y en caso de que ella pusiera el tema de su relación, los padres debían adoptar la conjura del silencio (Giannotti, Nardone & Rocchi, 2001), es decir, evitar completamente cualquier comentario o reflexión al respecto y limitarse únicamente a responderle que ella era la única responsable de su vida y de sus decisiones. De esta manera, le estarían devolviendo a ella la total responsabilidad de su vida de tal manera que finalmente Leticia pueda empezar tanto a equivocarse como a saber cómo salir de las equivocaciones.

Para Constanza, más que para Jorge, esta tarea ha sido supremamente difícil porque todavía por momentos aparece en ella la creencia de que debe ayudar a su hija para evitar que ella se pueda equivocar y que vaya a sufrir por esto. En palabras de Giorgio Nardone, la paradoja del bienestar es que entre más protegemos a nuestros hijos, más incapaces los volvemos. De manera que poco a poco Constanza y Jorge han ido comprendiendo a través de una experiencia exigente, dura y dolorosa que Leticia solamente puede aprender por su propia experiencia, por su propia piel. Y como en cualquier experiencia equivocarse y sufrir por ello no solamente es inevitable sino además necesario, porque es una de las únicas maneras que tenemos los seres humanos de “vacunarnos” para ir ganando defensas que son las que nos van a permitir aprender a manejar, defendernos y vivir en un mundo que sin duda es difícil. Pero si tenemos las estrategias y herramientas para enfrentarlo, seremos capaces de disminuir el sufrimiento.

Ximena Sanz de Santamaria C.

Psicóloga – Psicoterapeuta

MA en Terapia Breve Estratégica.

Twitter: @menasanzdesanta

Finalmente me estoy enamorando de mi cuerpo

La única constante en la vida es el cambio, dijo Buda hace más de cuatro mil años y esto aplica también para los cánones de belleza a lo largo de la historia de la humanidad. Sin ser una experta en arte y teniendo únicamente unos conocimientos muy básicos al respecto, recuerdo que una de las características de las pinturas de mujeres desnudas en los siglos XVI, XVII e incluso en algunas del siglo XIX, era dibujar cuerpos en los que se veían unas piernas gruesas, una pequeña barriga y senos pequeños. Pinturas como “La Venus de Urbino” de Tiziano y Las Tres Gracias de Rubens en el siglo XVI, “Las Meninas” de Velásquez del siglo XVII y de “La maja desnuda” de Goya, les han permitido a los historiadores concluir que la belleza de las mujeres en esa época estaba asociada con cuerpos más gruesos y no tan delgados.

 

Con el tiempo estos conceptos han cambiado hasta llegar a lo que hoy, siglo XXI, se ha convertido en la definición de belleza del cuerpo de una mujer: cuerpos extremadamente delgados con senos y glúteos grandes y perfectamente puestos ya que la gravedad no debe ejercer ninguna presión. Una cintura casi diminuta, ausencia total de grasa, todos los músculos debidamente marcados y claramente ninguna señal de estrías ni de celulitis. En resumen, un cuerpo perfecto con la gran paradoja que lo perfecto es enemigo de lo bueno.

 

Antonia[1] llegó a consulta porque después de muchos años de batallar con su alimentación y más que eso, con su peso y su cuerpo, finalmente pudo reconocerse a sí misma que tenía un problema alimenticio. “Mi vida ha  sido un yoyo: he tenido momentos en los que he logrado estar muy flaca y he tenido un peso ideal. Pero desde hace un tiempo no logro bajar de peso y a pesar de que lo he intentado todo, siempre termino volviendo a subir y ya no quiero seguir viviendo una vida tan inestable. Sobre todo una vida en la que nunca estoy tranquila con lo que me como y nunca estoy tranquila con mi cuerpo”.

 

Si bien Antonia no había llegado al límite de extrema delgadez ni tampoco de extrema gordura, sí había llegado a su propio límite de tolerancia frente a la vida que estaba teniendo. Llevaba más de doce años intentando mantener un peso a su juicio saludable; quería ser delgada para poderse sentir cómoda en la ropa, para salir tranquila en vestido de baño, para poder gustarle a los hombres, para tener una relación de pareja estable y sobre todo, para tener una buena relación con su cuerpo. Desde muy niña había empezado a hacer dietas, todas basadas en la restricción, en la concepción de “alimentos prohibidos” como carbohidratos, dulces y cualquier tipo de azúcar -incluyendo las frutas-. Obviamente dentro de esas dietas era casi prohibido comer en las noches y si lo hacía porque no podía controlar el hambre, solamente se permitía una sopa. Así lograba pasar períodos en los que supuestamente estaba tranquila con su cuerpo porque la pesa mostraba un número, a su juicio, ideal y perfecto. De lo que Antonia no se daba cuenta era que justamente en ese peso era cuando más sufría y cuando más vulnerable se sentía porque en cualquier momento podía subir de peso. De manera que ni siquiera en el momento en el que estaba delgada, supuestamente en el momento “ideal”, podía disfrutar de su cuerpo, de la comida y en últimas, de la vida, pues constantemente venían el miedo y la ansiedad de pensar que iba a ganar peso. Y como muchas de las creencias acaban convirtiéndose en profecías que se vuelven reales (Watzlawick, 1981 citado por Angeli, 2014), de un extremo terminaba llegando al opuesto: comer todo lo que se había restringido. “Cuando estoy juiciosa logro mantenerme en mi peso y en la manera como estoy comiendo. Pero en algún momento algo me antoja demasiado y ya no me puedo controlar más. Y lo grave es que no me como un chocolate, no, me puedo llegar a comer 17 chocolates de una sentada. Entonces como ahí ya rompí la dieta, pues ya no me importa y empiezo a comerme todo lo que no me había comido y vuelvo a engordarme. En cualquier caso, vivo con una ansiedad constante”.

 

Toda restricción lleva detrás una trasgresión más grande (Nardone, 2009) por lo que es imposible mantener una restricción durante tanto tiempo. Es así como la restricción termina llevando a la trasgresión y es por eso que las dietas, con el tiempo, no funcionan porque en algún momento vence el placer sobre el deber ser. Era ese el momento al que Antonia más le temía y no se daba cuenta que sus restricciones eran las que más vulnerable la hacían a perder el control. Y en esa pérdida de control, no solamente odiaba su cuerpo sino que además, se odiaba a sí misma. Y el castigo por ello era comer en exceso por no haber sido capaz de mantener la dieta.

 

Empezar a pensar en que contrario a lo que había hecho siempre, ahora Antonia iba a empezar a comer por placer en cada una de las comidas generó un shock inicial fuerte, casi una resistencia que le costó varias sesiones vencer. Temía que al comer lo que quisiera no fuera capaz de llegar a controlarse y que terminara volviéndose una persona obesa. “Es que tu no sabes lo que yo puedo comer, yo puedo comer como un man, sin parar, lo que pasa es que no lo hago porque me da pena”. Sin embargo, poco a poco Antonia se fue permitiendo lo que los terapeutas Estratégicos llamamos un pequeño desorden dentro del orden (Nardone, 2008), es decir, una pequeña trasgresión diaria dentro de su rígida creencia por la que sólo podía comer ciertos alimentos y sólo a ciertas horas: algo de dulce, un poco de arroz, una cucharada de algún postre. Como cualquier cambio, generaba ansiedad porque iba en contra de todo lo que ella siempre había creído: “Me lo como y pierdo el control”. Pero en la medida que lo fue haciendo de manera más frecuente Antonia se fue dando cuenta que no solamente no perdía el control sino que además ya no tenía en la cabeza diariamente una obsesión por todo lo que no se había comido. Ya no sentía un antojo constante porque se lo había concedido y la única manera de ser capaz de renunciar al placer es sucumbiendo ante él (Nardone, 2009). En otras palabras solamente podemos saber cómo recuperar el control si lo hemos perdido pero si nunca nos permitimos una pequeña pérdida de control, se vuelve casi imposible lograr recuperarlo.

 

“Finalmente me estoy enamorando de mi cuerpo”, me dijo Antonia la última vez que la vi. Y lo que más sorprendida la tenía era que no estaba en su “peso ideal”, que no era esa Antonia extremadamente delgada y por el contrario, había empezado a valorar, apreciar y querer su cuerpo como es: “Yo soy de hueso grande luego mi contextura es grande. Mi cadera es grande, no hay nada que hacer. Pero ya no me importa, ya me he puesto vestidos para ir a matrimonios y hasta un vestido de baño y no solamente no me morí sino que además estuve fresca. Quién iba a pensar hace ocho meses que yo iba a ser capaz de lograr esto”.

 

Trabajar en su alimentación fue como abrir una caja de pandora: se puso en evidencia una fuerte dificultad que tenía Antonia en relacionarse consigo misma, en reconocer que podía sentir, que podía ser vulnerable, en palabras de Tal Ben-Sahar (2010) en darse permiso de ser humana. Y hacerlo, contrario a lo que pensó, le ha traído cada vez más seguridad en sí misma, en sus capacidades y a su vez, en una mayor seguridad al momento de relacionarse con el sexo opuesto, gracias a lo cual hoy en día tiene una pareja estable con quien está construyendo la relación que siempre había querido.

 

Los cánones de belleza sociales siguen siendo los mismos y el cuerpo de Antonia también, pues ella misma dice que no está tan delgada como en muchos otros momentos de su vida logró estarlo. La diferencia entre esas ocasiones y el momento presente es que lo que ha cambiado es su percepción, la percepción que tiene de su cuerpo y de lo que para ella es la belleza dándose cuenta que lo importante, más allá de lo “gorda o flaca” que esté, es lo cómoda que ella se sienta consigo misma. Y esa comodidad ha dejado de estar directamente relacionada con el peso y ha empezado a estar más relacionada con su tranquilidad, con hacer y disfrutar el deporte, el cuidado personal y sobre todo, el manejo de sus sentimientos. Antonia reconoce que todavía tiene momentos en los que “me cuido”, pero la mayor parte del tiempo sus menús y sus comidas se basan en el deseo, en el placer que le genera la comida y no en la restricción mental de lo que se puede y lo que no se puede comer. Una vez más es concediéndose el placer que ha podido renunciar a él (Nardone, 2009).

 

Ximena Sanz de Santamaria C.

Psicóloga – Psicoterapeuta

MA en Terapia Breve Estratégica.

Twitter: @menasanzdesanta

[1] Nombre ficticio para proteger la identidad de la consultante.

A mayor conocimiento, mayor egoísmo.

Hace un par de meses terminamos con mi esposo un curso en Psicología Positiva. A nivel de conocimiento, fue fascinante y muy interesante, además de útil para el campo profesional de cada uno. Pero lo que para mí fue más interesante y admirable fue la generosidad de todo el equipo de profesores, en especial, de quien ha contribuido a consolidar este modelo: Tal Ben-Sahar.

Tal Ben-Sahar es un psicólogo que se ha dedicado a estudiar la felicidad; a investigar qué es lo que influye en que las personas construyan vidas más felices a pesar de las vivencias dolorosas y difíciles que todos los seres humanos deben enfrentar como parte del curso natural de la vida. De la mano de otros psicólogos y científicos, Tal Ben-Sahar ha descubierto estrategias y herramientas prácticas que las personas pueden utilizar para construir hábitos que los ayuden a ser más felices. Eso es lo que él comparte a través de sus cursos y de sus libros que han sido publicados y traducidos a muchos idiomas y en muchos países del mundo. Y  fue justamente la generosidad de este hombre con su conocimiento lo que más me sorprendió, porque es todo lo contrario a lo que he visto en el campo académico en el que el común denominador es el contrario: un profundo egoísmo y una gran envidia por el conocimiento que tienen los demás.

Cada vez con más frecuencia veo en el consultorio adolescentes y adultos que sufren enormemente por la competencia y el egoísmo que se da por el conocimiento. Hace unas semanas llegó al consultorio un estudiante de una prestigiosa universidad que está terminando la carrera. Un joven brillante que a pesar de varias dificultades ha sacado adelante una carrera muy exigente obteniendo maravillosos resultados. Sin embargo, llegó remitido por el médico a raíz de unos ataques de ansiedad que no tenían ningún sustento físico pues después de haber pasado por urgencias hospitalarias varias veces y de haberse hecho una enorme cantidad de chequeos, el médico concluyó que su problema era emocional y no físico. “Yo en el colegio siempre fui pilo, pero nunca había tenido que estudiar tanto como en la universidad y sobre todo, nunca había sentido tanta presión. Los profesores todo el tiempo nos decían que estábamos en un semestre de prueba y que sólo iban a pasar los mejores, los más inteligentes porque “el mundo laboral no necesita brutos”. Así nos decían. Desde ahí empecé a sentir mucha ansiedad pero no me atrevía a decir nada porque sentía que estaba pasando lo que me decían los profesores: que era un bruto. ¿Cómo no iba a poder con lo que nos estaban pidiendo si hasta ahora era el primer semestre?” 

 

A pesar de esas dificultades, Federico[1] nunca quiso compartir con nadie lo que estaba sintiendo porque se avergonzaba de “ser débil”, como él mismo lo definía. Veía a sus compañeros como personas fuertes, capaces, competitivas y a veces los veía incluso envidiosos y egoístas entre ellos. “Los que saben, no quieren compartir su conocimiento porque como todo el tiempo lo que se fomenta es una competencia para que alguno sea el mejor, obviamente nadie quiere compartir lo que sabe. Eso es horrible porque al final, no es sólo la presión de los profesores sino que además no puedo compartir nada de lo que siento con ninguno de mis compañeros”.

Como consecuencia de todo lo anterior, en el segundo semestre del 2015 Federico empezó a presentar lo que él mismo definió como crisis de angustia. Se levantaba sudando en las noches, tenía pesadillas antes de tener parciales e incluso antes de presentarlos, le sudaban las manos y llegaba a sentir mareo y náuseas. Pero ni siquiera con sus padres quería compartirlo porque no quería desilusionarlos ya que sabía el esfuerzo que ellos tenían que hacer para pagar la universidad. Como consecuencia tenía también sobre sí una presión propia de no fallarle a su familia. El problema fue que un día, previo a entrar a un examen, ya no pudo controlar sus síntomas físicos con lo cual llegó a tener un ataque de pánico: “Sentí que me iba a morir: me empezaron a sudar las manos más de lo normal, me dolía el estómago y cuando sentí que me iba a vomitar, se me voltearon las manos y ahí ya pensé que me había dado un infarto. Se enteró todo el mundo y por eso terminé en el médico”.

Federico ha trabajado sus síntomas físicos logrando superar los ataques de pánico. Sin embargo, lo que queda aun es un dolor y una inconformidad al ver que lo que promueven los profesores y en general el sistema educativo es una constante competencia entre los estudiantes. Que los profesores pueden llegar a decirles a los estudiantes que son estúpidos, poco inteligentes, incapaces y que incluso llegan a ponerlos en ridículo entre ellos cuando alguno obtiene una calificación que no es buena. Asimismo ve que entre los profesores hay una constante competencia, que incluso entre ellos se maltratan y compiten permanentemente por ser el profesor que más publicaciones tiene, que más ha leído, el que más sabe. Este ambiente y estas exigencias no permiten que se genere un trabajo en equipo: ni entre los alumnos ni entre los profesores, porque lo que importa es sobresalir de manera individual. “Yo veo que muchos de mis compañeros copian mucho y no los juzgo porque claro, al momento de aplicar a una beca, ninguna universidad va a mirar cuál ha sido el proceso de cada estudiante ni tampoco lo que ha estudiado. Lo que ven son las notas. Y lo que más me preocupa de eso es que yo he empezado a caer en ser competitivo, me he vuelto egoísta con mi conocimiento y aunque nunca me he copiado, porque de verdad nunca lo he hecho, hay momentos en que sí he empezado a pensarlo. Y no quiero ser así”.

Pensar en cambiar un sistema educativo que funciona así hace tanto tiempo y que además se refuerza diariamente por la manera como funciona el mundo, un mundo en el que uno de los ‘valores’ más importantes es ser competitivo y alcanzar objetivos sin importar el camino, en el que el fin justifica los medios, es una tarea casi imposible. Una tarea que se puede volver muy frustrante y dolorosa, como le ha pasado a Federico, quien por momentos ha llegado a cuestionarse si tal vez lo mejor sería volverse como la mayoría de sus compañeros: mal tratante, competitivo y egoísta con su conocimiento. Ese siempre es un camino que se puede tomar.

El otro camino, que también es posible escoger, es el que ha recorrido Tal Ben-Sahar, a quien le interesa que la mayor cantidad de personas se puedan beneficiar y aprender de lo que él sabe, para quien el conocimiento no solamente no es único y propio, sino que además es aun más útil cuando se comparte porque es así que se logran beneficiar la mayor cantidad de personas. Es desde esa perspectiva desde la cual Tal Ben-Sahar ha llegado a ser un hombre exitoso, por cuanto ha publicado varios libros traducidos a varios idiomas, fue uno de los profesores más reconocidos y con la mayor cantidad de estudiantes asistentes de la universidad de Harvard, creó un centro desde el cual se dictan cursos y seminarios para personas interesadas en mejorar como seres humanos. De allí que el único requisito de aceptación es saber hablar inglés y tener interés por trabajar en sí mismos. Tiene además una familia conformada por su esposa y tres hijos quienes lo acompañan en la medida de lo posible a los viajes que tiene que hacer y son su principal prioridad. Ben-Sahar pasó por ser un hombre competitivo, cayó en la trampa de pensar que para poder ser feliz, tenía que ser el mejor en todo. Hasta que perdió un torneo mundial de squash por el que se había esforzado y preparado durante meses y fue justamente ahí, cuando supuestamente había fracasado, cuando finalmente empezó a replantearse su vida y lo que aparentemente lo hacía feliz. Y gracias a eso hoy en día es una de las personas más felices del mundo sin querer decir que no enfrenta dificultades ni problemas porque como él mismo lo dice, ser el hombre más feliz del mundo no es sinónimo de no tener problemas, sino de saber cómo resolverlos para poder superarlos.

Ximena Sanz de Santamaria C.

Psicóloga – Psicoterapeuta

MA en Terapia Breve Estratégica.

Twitter: @menasanzdesanta

[1] Nombre ficticio para proteger la identidad del consultante

“Tengo que trabajar”

Hace un par de meses estuve en la conferencia de un Maestro espiritual que no conocía pero del que había oído hablar bastante. Por lo mismo iba un poco a ciegas. Sin embargo, mi esposo me había insistido tanto que era un hombre maravilloso y que el tema iba a ser muy interesante así que finalmente decidí asistir.

 

Cuando habían pasado aproximadamente 20 minutos empecé a desesperarme porque no entendía nada de lo que el Maestro estaba diciendo. Era como si me hubiera sentado frente a un conferencista árabe, japonés o chino al que veía gesticular, decir palabras y emitir sonidos pero del contenido no entendía una sola palabra.  Empecé a impacientarme e incluso a ponerme brava con mi esposo. Aunque no le decía nada, por mi cabeza pasaban todo tipo de reclamos y preguntas: “Es sábado, ¿para qué me trajo a esto?”;“Podría estar aprovechando el tiempo y adelantando otras cosas que tengo pendientes; podría estar leyendo, pasando tiempo con mi perro, descansando, etc.”. Tantas cosas en las que, según mi mente, podría estar ‘aprovechando’ el tiempo en vez de estarlo ‘perdiendo’.

 

Después de esos 20 minutos de pensamientos negativos y reclamos internos, mi desespero llegó a tal punto que pensé en salirme. Pero en ese momento caí en cuenta que tenía dos opciones: seguir mirando el reloj cada cinco minutos –como ya lo estaba haciendo- esperando a que se acabara la conferencia para salir furiosa y decirle a mi esposo que había sido una perdedera de tiempo, o intentar escuchar y sacarle provecho a este gran hombre que estaba frente a mi y al que probablemente no le estaba entendiendo por mi actitud. Me costó trabajo pero finalmente decidí optar por la segunda opción. Me quedé las siguientes dos horas escuchando atentamente lo que decía y acabé dándome cuenta que me había equivocado: no sólo en mi actitud, sino sobre todo en lo que han sido las prioridades en mi vida durante mucho tiempo.

 

El mensaje principal que quería transmitir este Maestro es que el mundo que hemos construido los seres humanos nos ha llevado a desviarnos del trabajo verdaderamente importante que todos debemos hacer: el trabajo con nosotros mismos. “Tengo que trabajar” se ha convertido en la frase perfecta para no tener que confrontarnos y hacer esa labor de descubrir quiénes somos, para qué vivimos, cuál es el sentido de la vida de cada uno, cuáles son los aprendizajes importantes que nos da la Vida a diario, Y todo eso solamente lo podemos descubrir en silencio, aprendiendo a estar con nosotros mismos sin estar 24/7 pendientes del celular, de la televisión, de las noticias, de las redes sociales o de cualquier otra cosa que nos distraiga de tener al menos 15 minutos diarios para estar en silencio y así empezar a perdernos el miedo. Porque al final, tanto a través del trabajo profesional con mis pacientes como en el que hago conmigo misma, he descubierto que el mayor miedo de estar solos y en silencio es el miedo a nosotros mismos. Es como un temor a confrontar nuestras ideas, la vida que hemos construido, el pasado y el futuro. De ahí que el trabajo como ocupación se ha convertido en la mejor manera de escapar de nosotros mismos. Y además como socialmente es aceptado y se venera a quien tiene trabajo y es muy ocupado, esta actividad jamás de cuestiona.

 

Lo que me impactó tanto de esta conferencia fue darme cuenta que yo también he caído en ese autoengaño y aunque soy absolutamente afortunada porque me fascina y adoro lo que hago diariamente, he olvidado que es una prioridad el trabajo sobre mi misma porque “tengo que trabajar”.

 

Empezar a generar cambios en mis rutinas para tener un poco más de tiempo para meditar y estar en silencio ha sido uno de los trabajos más difíciles que he hecho porque no me había dado cuenta que yo también llevo años escudándome en que “tengo que trabajar”. Tengo que levantarme temprano para hacer deporte, salir a trabajar, estoy trabajando de 7am o de 8am a 8pm, termino el día agotada, llego a mi casa, comparto la comida con mi esposo y me acuesto porque mañana, “tengo que trabajar”. Los fines de semana intento no trabajar demasiado para poder estar con mi familia y aunque he mejorado, tampoco encuentro el tiempo para sentarme al menos diez minutos diarios y quedarme en silencio sin celular, sin televisión, sin música, sin nada. Y cuando los encuentro, hay algo que tengo que hacer antes, que puede no ser trabajo formal, pero por lo general es algo aparentemente más importante que estar al menos diez minutos en silencio conmigo misma.

 

Reconocerme a mi misma que me he huido con tanta frecuencia no ha sido fácil. De hecho, en varios momentos lo sigo haciendo; sigo poniendo algo más por encima de mi trabajo espiritual porque me doy cuenta que estar 15 minutos en silencio externo es inmediatamente subirle el volumen a mi mente para que saque todos mis miedos, mis preocupaciones, mis angustias, mis pensamientos. Y claro, es más fácil –no por eso más sano-, prender la televisión, ver un video en youtube, leer un libro, salir de mi casa, estar en actividades sociales, revisar el correo electrónico, etc., que hacer el esfuerzo de quedarme ahí en “silencio” y empezar a darle la cara a mis fantasmas para que ellos dejen de perseguirme.

 

Me falta mucho trabajo en este campo. Sin embargo, lo poco que llevo intentando tener esos espacios de silencio conmigo misma han sido fascinantes. He confirmado y comprobado lo que varias veces le oí decir a Giorgio Nardone, y es que con muy poco se puede lograr mucho. Hay días en que logro estar ahí y ver los pensamientos, las angustias, los miedos, las preocupaciones pasar como quien ve pasar la escena de una película: ocurre, la veo, pero no me involucro en ella. Hay otros días en que cinco minutos son una eternidad y no logro distanciarme de mis angustias y preocupaciones. Por el contrario, me dejo llevar por ellas de manera que esos diez minutos de paz se convierten en diez minutos de tortura. Pero valen la pena porque poco a poco voy viendo que sólo yo, sin combatir, puedo vencer a mi mente y aprender a amaestrar a ese tigre interno que vive en cada uno de nosotros y que en el momento en el que logramos ponerlo en silencio, no sólo deja de ser nuestro peor enemigo sino que además, se convierte en nuestro mejor aliado.

 

Dejar de trabajar, de salir, de tener amigos y hacer planes, de ver televisión, de salir a bailar, en resumen, de distraerse, no es adaptativo sobre todo para quienes no somos monjes ni santos. Pero dedicar la vida a distraerse es como dejar pendiente una tarea: se convierte en una fuente de ansiedad infinita que paradójicamente se alimenta a fuerza de seguir distrayéndonos. Por eso la mejor manera de interrumpir ese círculo vicioso es empezar por estar con nosotros mismos al menos un minuto diario. Así poco a poco puede ir aumentando de un minuto a dos, de dos a tres, de tres a cinco y así sucesivamente hasta que dentro de nuestra rutina diaria podamos introducir el trabajo verdaderamente importante: el de nosotros con nosotros mismos.

 

Ximena Sanz de Santamaria C.

Psicóloga – Psicoterapeuta

MA en Terapia Breve Estratégica.

Twitter: @menasanzdesanta

 

 

“No es fácil dejar de ser una prostituta relacional”

“No es fácil dejar de ser una prostituta relacional”[1]

 

“La que yo defino como <<prostituta relacional>> es una persona que al apoyar continuamente a los demás cree que obtiene con mucha más facilidad su aprobación, es decir, piensa en salir después para llegar antes. El problema, en este caso, es que el guión siempre dice que sí se estructura, y una vez estructurado y manifestado a los demás, es fácil quedar cogido por el temor a poderse mostrar de manera distinta; al punto que la persona queda prisionera del rol que se ha construido; por lo tanto, en realidad, sale después pero no llega” (Balbi & Nardone, 2008).

La tendencia a decir que sí a todo se presenta principalmente en la adolescencia, porque es la etapa de la vida en que se empiezan a decidir los gustos, intereses y preferencias sobre cosas tan sencillas como qué comer, hasta cosas más complejas como cuál es su grupo de amigos y cuáles son las preferencias sexuales. Por lo mismo, es una etapa en que la presión de los pares, padres, profesores, y en general del medio que los rodea, es muy fuerte. De ahí la necesidad de querer complacer a todo el mundo, de no querer quedar mal con nadie por miedo a ser rechazado, a no pertenecer a un grupo, a no encajar dentro del modelo que la sociedad define. La paradoja es que justamente el miedo a ser rechazado y a pelear con los demás termina llevando a que ese escenario –el rechazo de los demás-, se vuelva real, porque quedar bien con todo el mundo es imposible. Y llega un momento en el que por darle gusto a las personas alrededor, nos olvidamos de nosotros mismos y es ese el problema más grave.

“Es increíble que a mis 28 años esté como hace 10 años: hago todo por los demás, siempre quiero caer bien, quedar bien; soy la que siempre tiene buena cara, la que pone el carro, la casa para la fiesta, todo siempre lo hago yo. Y todo lo hago por los demás, porque al final no quiero pelear con nadie. Pero estoy mamada, ¡quiero mandar todo para la m*…!”.

Después de haber cerrado un primer proceso terapéutico, Antonia[2] me volvió a buscar a raíz de unos episodios de ataques de pánico que se presentaron cuando empezó a acercarse la fecha de su regreso a Colombia. Llevaba dos años estudiando y trabajando fuera del país tiempo durante el cual había empezado a notar muchos cambios positivos en ella: “Empecé a cuidar mi alimentación, pero no por lo típico que uno hace con las amigas de estar flaca sino porque me di cuenta de lo bien que me siento cuando como sano. Me pasó lo mismo con el ejercicio: aquí la gente sale a trotar porque lo disfrutan, y si obvio, por estar bien físicamente. Pero es otra actitud. Ahora salgo cuatro veces por semana a hacer deporte cuando estando en mi casa no salía ni una! Pero lo que me tiene más angustiada es el tema del trago porque me di cuenta que es lo que más daño me ha hecho. Yo siempre tomaba por quedar bien con la gente, porque en Bogotá el que no toma es un idiota, una persona aburrida. Ahora que vivo fuera de Bogotá he descubierto que puedo salir sin tomar y que soy aun más chévere que cuando tomo. Igual me quedo hasta las 7am con todo el mundo habiéndome tomado máximo una cerveza o un vino. Y quiero seguir así. Pero cuando hablo con mis amigos todos empiezan a hablarme de las fiestas que nos vamos a meter, del trago que vamos a tomar, de los planes que vamos a hacer. Y yo sé cuáles son esos planes y ya no quiero, de verdad que ya no me nace. Pero no sé cómo decir que no”.

Este miedo se puso en evidencia después de haber superado los ataques de pánico. En ese momento Antonia empezó a ser consciente de cual era su problema real: no recordaba la última vez que había sido ella misma. En su afán por evitar el conflicto, por no caer mal, por siempre tener amigos, por ser “la bacana del parche”, como ella misma lo definía, con el tiempo se había olvidado completamente de quién era ella. Pero al salir de su entorno y vivir en otro país empezó a reencontrar las cosas que le gustaba hacer y más que eso, las que no. Como llegó allá siendo simplemente una colombiana más, pudo construir su identidad como ella realmente la quería. Y se dio cuenta, no sólo que las personas que iba conociendo la aceptaban, la querían y hasta la admiraban por su manera de ser, sino que además empezó a vivir una vida mucho más tranquila. Una vida en la que no tenía que pensar dos veces antes de hablar o de actuar porque ya no tenía que estarle dando gusto a todos sus amigos, como lo hacía siempre que estaba en Bogotá. Ahora podía ser ella, con ‘lo bueno y lo malo’ porque nadie estaba esperando que fuera diferente.

Fue cuando le mencioné que era una prostituta relacional. Y contrario a sorprenderse o a sentirse mal se limitó a decir que era la mejor definición. Darse cuenta que desde la adolescencia había construido el patrón de ser una prostituta relacional le generaba angustia porque no sabía cómo comportarse de otra manera dentro de su círculo de amigos. Y regresar a Colombia justamente la estaba enfrentando con el miedo de no ser capaz de mantenerse siendo ella misma porque aunque se sentía feliz y tranquila, no dejaba de sentir angustia de pensar que sus amigos no aceptaran su “nueva versión”.

Por todo lo anterior, el primer trabajo después de superar los ataques de pánico fue empezar a enfrentar ese miedo. Diariamente debía pensar en el peor escenario al que se tendría que enfrentar si llegaba a su cuidad de origen y en vez de ser la ‘Antonia de siempre’,  se comportaba como la ‘Antonia real’ (como ella misma se puso). Al inicio los miedos eran bastantes, pero a fuerza de enfrentarlos fue viendo que a lo que tenía que temer no era al rechazo de los demás, sino al riesgo de volver a perderse a sí misma. así superó esa primera fase de los miedos. El siguiente paso fue empezar a usar la estrategia del ‘pequeño no’ (Nardone & Balbi, 2008). Consistía en que cada vez que hablara con alguno de sus amigos colombianos, debía poner un límite, un pequeño no. Y aunque inicialmente sentía algo de angustia, a medida que lo fue practicado lo fue volviendo un hábito. Y los hábitos son cosas que creamos nosotros y después, nos crean a nosotros (Ben-Sahar, 2016). De manera que romper el hábito de ser siempre la disponible ha sido un trabajo, aunque exigente, aun más gratificante.

Ahora está enfrentando una prueba más fuerte: viajar con las amigas que van a visitarla antes de su regreso. Por momentos, como es natural, siente angustia de pensarlo. Para eso, está usando su estrategia de la ‘peor fantasía’, (Nardone, 1993) de tal manera que los miedos imaginarios los está depurando. Y en términos prácticos, ha empezado a ponerles límites a ellas utilizando la estrategia del ‘pequeño no’ a distancia. “Me han dicho que me he vuelto como aburrida, que ya no me sienten tan animada como siempre cuando proponían planes. Obvio, los planes son siempre irnos de fiesta y emborracharnos y sinceramente, me muero de la mamera. Hasta me han dicho que me he vuelto una ñoña, y la verdad es que no me ha afectado tanto como pensé. Decidí que lo voy a enfrentar cuando ya estén aquí y estoy mucho más tranquila. Es que no es fácil dejar de ser una prostituta relacional”.

Poner límites es difícil porque en general en Colombia decir que no se asocia con antipatía. Se tiende a pensar que quien dice que no, no es tan buena amiga, no está tan pendiente, no es tan dedicada, etc. Y el miedo adolescente de no caer bien y de no tener problemas con otros es un miedo que compartimos todos independientemente de la edad o el momento de vida en el que estemos. El problema de no saber poner límites y de no poder decir que no, es que la persona que no lo hace tarde o temprano sufre enormemente porque acaba dándose cuenta que no sólo se perdió a sí misma, sino que tener contento a todo el mundo a su alrededor no es sostenible. Por fortuna, nunca es tarde para tener una adolescencia feliz (Nardone, 2013) y un “pequeño no” diario no sólo es necesario, es sano porque los límites los necesitamos todos.

 

Ximena Sanz de Santamaria C.
Psicóloga – Psicoterapeuta
MA en Terapia Breve Estratégica.
Twitter: @menasanzdesanta

 

[1] Término creado por Giorgio Nardone y tomado del libro “Surcar el mar sin que el cielo lo sepa”, Balbi & Nardone (2008). Pág. 151.

[2] Nombre ficticio para proteger la identidad de la consultante.

Si la situación se repite, no hemos aprendido la lección.

“Es típico que me pasa a mí”, “A mí siempre me pasa lo mismo”, “He identificado un patrón en mi”, “La historia se vuelve a repetir”. Son algunas de las frases que con frecuencia repiten muchos de mis pacientes cuando empiezan a contarme cuál es el problema que los llevó a buscar ayuda profesional: ‘Siempre me pasa lo mismo’, es la conclusión general.

 

Preguntarse ‘por qué’ no solamente no da una respuesta sino que además tiende a generar en las personas ansiedad, angustia, desasosiego e incluso rabia. Como bien decía Kant, los problemas no derivan de las respuestas que nos damos sino de las preguntas que nos hacemos. Es por eso que las preguntas del por qué no solamente no tienen respuesta, sino que además de generar un profundo sufrimiento, la posibilidad de encontrar una solución por esta vía de cuestionar lo que ya pasó, generalmente aumenta el problema.

 

Hace unos meses llegó al consultorio un joven muy inteligente y capaz, que a pesar de sus habilidades y cualidades, cargaba un ‘sinsabor’ –como él mismo lo definía- porque “siempre me pasa lo mismo”. Y al decir eso se refería a que siempre que quería tomar un curso, una clase, un seminario o algún otro tipo de actividad que le llamaba la atención, se repetía el mismo patrón: no salían las cosas como él esperaba.

 

“Te voy a dar un par de ejemplos para que me entiendas porque te juro que ya hasta me da risa. Estando en la universidad, quería tomar un curso de fotografía con uno profesor increíble que traían de otra universidad. Inscribí la materia, ya estaba todo listo, y a última hora cancelaron la clase porque el profesor no pudo viajar. Después, había una materia que era un coco en la universidad y todo el mundo decía que lo mejor era meterla con el otro profesor. Me esperé dos semestres para meterla con ese, la metí y a última hora no sé qué problema hubo y quedé con el profesor que era el coco. Ahora, me quiero ir a estudiar a Francia entonces me metí a hacer unos cursos de francés. Había dos opciones de horario: una con un profesor que es francés y otra con un colombiano que habla francés. Me dijeron cuáles eran los horarios y obviamente escogí con el profesor francés. Llegué el día de la clase y se les había olvidado avisarme que la habían tenido que cambiar porque el francés no podía dictarla temprano en la mañana. Entonces quedé con el colombiano y no es por ser mala persona pero la clase es pésima”.

 

Fue esa última situación de las clases de francés la que lo llevó a buscar ayuda: “No es por la clases de francés, es que esta situación me hizo ver que siempre me pasa lo mismo: siempre que quiero hacer algo que me gusta, las cosas no salen. O salen mal. Y si siempre es así creo que de pronto el problema puede ser mío, lo que pasa es que no sé qué hacer”.

 

De manera que empezamos a trabajar en cómo era que había construido ese patrón y se puso en evidencia que su problema era la resignación. Ante cualquiera de las dificultades que se le presentaba, Andrés[1] se resignaba y esperaba a que se presentara otra situación en la que las cosas sí salieran como él esperaba. Pero “sorpresivamente”, la siguiente situación era igual a la anterior y así sucesivamente se repetían los mismos escenarios una y otra vez hasta que él finalmente empezó a pensar que tal vez era él quien tenía el problema y el problema no estaba en las situaciones que se le iban presentando. “Hay algo que yo no estoy haciendo bien, lo que pasa es que no sé qué es”.

 

El problema de Andrés era que ante cualquier situación que no salía como él esperaba, se resignaba, es decir, no hacía nada. Dejaba que la situación pasara porque sentía miedo de enfrentar, de exigir, de tener un conflicto. Como consecuencia, la vida le pasaba por junto y él simplemente estaba esperando a que finalmente por algún milagro, las cosas empezaran a salir como él quería. Ese esa su patrón, su solución intentada disfuncional (Nardone & Watzlawick, 1997): resignarse ante lo que él sentía que no podía cambiar. Pero como bien dijo Alexander Huxley, la realidad no es lo que nos ocurre sino lo que hacemos con lo que nos ocurre.

 

Después de darse cuenta de este patrón, Andrés empezó a identificar situaciones puntuales en las que una vez más, se estaba resignando a aceptar lo que la Vida le ponía. Y al identificarlas empezó a introducir pequeños cambios. El primero de ellos fue ir a hablar con el coordinador de las clases de francés para pedirle que lo cambiara de grupo. Tuvo que esperar dos semanas hasta que se acabara el primer ciclo y después de eso, lo cambiaron. La sensación de fortaleza que ese primer cambio generó en Andrés desencadenó lo que en Estratégica llamamos un efecto avalancha (Balbi & Nardone, 2008). Él pudo empezar a identificar cada vez con mayor facilidad las situaciones en las que su primera tendencia era resignarse y acto seguido, hacía algo de manera consciente para intentar cambiar lo que no le gustaba. Y aunque esto no garantizara que obtuviera el resultado que esperaba, empezó a entender que lo importante no es el resultado, sino el esfuerzo que hacemos para lograrlo, porque es lo único que está en nuestras manos.

 

Estudiar para un examen no garantiza que lo vayamos a pasar. Pero cuando se pierde el mismo examen una y mil veces el problema no es del examen, sino por ejemplo de la técnica de estudio. Y si bien es cierto que muchas cosas en la vida nos pasan y no las escogemos, también es cierto que podemos escoger cómo enfrentarlas y manejarlas. Un patrón que se repite no es otra cosa que una señal de que lo que estamos haciendo no está funcionando. Y también en ese caso podemos verlo como algo negativo o por el contrario, como la mejor señal para darnos cuenta que es momento de empezar a introducir cambios. Y como le ocurrió a Andrés, muchas veces basta muy poco para generar mucho. Lo importante es identificar el punto sobre el cual debemos hacer la fuerza para desencadenar una avalancha. Y así, lograr que el cambio no sólo sea necesario, sino inevitable.

 

 

Ximena Sanz de Santamaria C.

Psicóloga – Psicoterapeuta

MA en Terapia Breve Estratégica.

Twitter: @menasanzdesanta

[1] Nombre dado al consultante para proteger su identidad

Mi mejor regalo

 

Con mucha frecuencia, amigos, familiares e incluso los mismos pacientes me preguntan si trabajar como terapeuta no es muy duro emocionalmente. Me cuestionan si al salir por la noche después del último paciente no termino rendida o emocionalmente devastada teniendo después de todo un día oyendo y recibiendo el dolor, la rabia y en general el sufrimiento de otras personas. Mi respuesta, por fortuna, siempre es la misma: aunque a veces sí salgo muy cansada, siempre, siempre termino el día feliz.

Trabajar como terapeuta es maravilloso no sólo porque es lo que más me gusta hacer, sino sobre todo porque llego a conocer lo mejor de cada persona. Más allá del sufrimiento con el que llegan las personas a consulta, durante la terapia aceptan que so vulnerables, se deshacen de sus máscaras, y se muestran como realmente son: fieles a sus sentimientos, a sus pensamientos, y aunque muchas veces se les puede dificultar mucho reconocerlos, ya sea  por vergüenza o por creer que no deberían sentirse o pensar de una determinada manera, en el consultorio eventualmente llegan a mostrarse como son. Y este es un regalo que no muchas personas tienen la oportunidad de recibir: constatar por la propia experiencia que todos los seres humanos, independientemente de las máscaras que se ponen y de lo que muchas veces tienen que aparentar, son maravillosas personas.

A lo largo de los años mi trabajo como terapeuta me ha permitido ver que los seres humanos hemos sido víctimas de nuestro propio invento. Hemos construido una sociedad donde no nos permitimos ser vulnerables, donde de hecho sentir ansiedad, estar triste, llorar durante varios días, no tener ganas de levantarse de la cama de vez en cuando durante el semestre, así como sentir rabia, envidia, celos, angustia, entre muchas otras cosas, conlleva el riesgo de dejar de pertenecer al grupo de las personas “normales” para pasar al grupo de personas diferentes, enfermas, raras, etc. Así es como los cánones sociales que nosotros mismos hemos inventado y definido condenan de manera tajante a todas aquellas personas que en algún sentido dejan de ser “normales”.

El sólo hecho de no poder manifestar lo que las personas sienten, de no poder reconocer y aceptar, sin vergüenza y sin miedo a ser juzgados, que no todos los días son buenos, que a veces es posible sentir envidia por el trabajo que tiene un amigo, o celos del novio que tiene una amiga o rabia contra la madre o contra alguna persona cercana, lleva a que las personas tengan que empezar a construir varias imágenes de sí mismas: unas hacia fuera y otra muy distinta hacia adentro. Y paradójicamente muchas veces en ambas se sufre enormemente porque hacia afuera es necesario mantener una imagen y hacia dentro está el inquisidor interno, la mente, que castiga y condena los sentimientos y las emociones que socialmente se consideran ‘inadecuadas’. Es así como muchas personas llegan a desesperarse consigo mismas, con sus vidas; llegan al punto en el que no saben quiénes son, qué les interesa, qué las motiva y hacia dónde se dirigen. Y se vuelve aún más difícil vivirlo y soportarlo cuando hacia fuera es tan difícil poder expresar y manifestar lo que realmente se está sintiendo.

En consulta, poco a poco, todas estas fachadas y estas máscaras van desapareciendo, como las capas de hojas que se les quitan a las alcachofas al final de las cuales siempre hay un corazón dulce que guarda lo mejor de la verdura. A los seres humanos les ocurre algo similar en consulta: se permiten quitarse esas capas para ellos mismos ir descubriendo el corazón que tienen dentro, para reencontrarse consigo mismos y poco a poco poderse reconocer y aceptarse como lo que son, con lo que sienten, con lo que les gusta y con lo que no. Ellos mismos van descubriendo –y con ellos lo descubro yo también- que mostrarse arrogantes ante otros muchas veces es sólo el reflejo de una profunda inseguridad y un miedo a que los demás los vean vulnerables. Así como otros van descubriendo que son complacientes con todas las personas a su alrededor porque temen al rechazo y al final, acaban siendo rechazados porque en el largo plazo no es sostenible ser todo para los demás olvidándose de uno mismo. De igual manera las personas van dándose cuenta que sentir ansiedad y angustia no es sinónimo de tener un cuadro de ansiedad generalizada, y que replantearse lo que ha sido su vida hasta el momento en los períodos de tristeza e inconformidad consigo mismo no es sinónimo de ser ni de estar deprimido. Por el contrario, es un maravilloso reflejo de la necesidad de cambio que todos los seres humanos tienen y que por lo general se manifiesta a través de una crisis justamente por la dificultad de las personas en aceptar que hay que cambiar.

Acompañar todos estos procesos no es sólo fascinante, es además de un profundo aprendizaje para mí como ser humano porque a través de las vivencias y de las historias de mis pacientes, voy reconociendo en mí aspectos que también tengo que trabajar, pulir y mejorar constantemente. Voy dándome cuenta que todos los seres humanos sufrimos por lo mismo, que las angustias, los miedos y las preocupaciones son compartidas así se manifiesten de diferentes maneras y en diferentes campos. De manera que trabajar como terapeuta se vuelve un crecimiento constante y conjunto con cada una de las personas que pasa por mi consultorio porque cada una, además del sufrimiento, deja en mí una profunda enseñanza y una muestra de que si bien los seres humanos somos hábiles para construirnos nuestros propios problemas, lo somos también para encontrar nuestras soluciones.

Por todo esto es que ser terapeuta ha sido para mí, mi mejor regalo.

 

Ximena Sanz de Santamaria C.

Psicóloga – Psicoterapeuta

MA en Terapia Breve Estratégica.

Twitter: @menasanzdesanta

 

 

 

 

 

La depresión, ¿sucede o se construye?

Uno de los diagnósticos más comunes y frecuentes en el mundo actual es la depresión. Salen cada vez más artículos que la definen como la patología más común del siglo XXI y dan todo tipo de explicaciones causales sobre por qué se presenta con tanta frecuencia y por qué, además, aparece a edades tan tempranas. Todas estas explicaciones pueden ser útiles justamente para conocer las supuestas causas sobre por qué ha aumentado la depresión en los últimos años. Pero el problema de ese conocimiento es que las preguntas del por qué tienden a ser preguntas incorrectas para las cuales no existen respuestas correctas (Nardone & De Santis, 2012). En otras palabras, son preguntas a las que normalmente no se encuentra una única respuesta. Y si se encuentra, no es una respuesta satisfactoria porque existen muchas otras posibilidades de respuesta. Es por eso que desde una perspectiva Estratégica las preguntas del por qué se cambian por las respuestas del cómo: ¿cómo es que se ha estructurado una determinada dificultad, problema o patología? Y desde esa pregunta no solamente es posible encontrar una respuesta, sino que además es posible empezar a intervenir en dicha problemática para buscar una solución.

Desde la perspectiva Estratégica la depresión, más que una condición, es una consecuencia. A menos de que haya una condición fisiológica, como la deficiencia en la producción de litio caso en el cual sin duda es una condición que implica la necesidad del uso de un fármaco, la depresión  es la consecuencia de ponerse a prueba mil veces y perder mil veces la prueba. Esto conlleva a que finalmente la persona se sienta incapaz de seguirla afrontando porque no encuentra recursos para hacerlo, de manera que acaba por renunciar. Y la renuncia, como bien lo dijo Balzac, es un suicidio cotidiano.

Hace un par de semanas llegó al consultorio una mujer de casi 40 años, madre de dos hijos, que por enésima vez buscaba ayuda profesional para curarse de una depresión que llevaba cargando, según ella, toda la vida. “Mi día es: me levanto, alisto a los niños para que se vayan al colegio, los despacho y vuelvo a acostarme todo el día hasta que ellos vuelven por la tarde. Medio me preparo algo de almuerzo, a veces incluso prefiero pedir un domicilio porque la cabeza no me da para pensar en qué comer. Ellos llegan, los acompaño a hacer tareas y a veces juego con ellos, pero siempre estoy pensando que quiero que se acabe el día para volver a mi cama. Los fines de semana que están con el papá me quedo igual: veo televisión, pido algo de comida y listo. Y cuando están conmigo, trato de sacarlos a cine o al menos al parque, pero lo hago con mucho esfuerzo”.

 

Al indagar por su vida profesional, se puso en evidencia que ella cargaba con una serie de fracasos en ese campo por los que finalmente había renunciado a buscar empleo. Académicamente siempre le había ido muy bien por lo que desde muy joven consiguió trabajo y eso le permitió un ascenso muy rápido, así como el desarrollo de una excelente carrera profesional. Sin embargo, en el campo de las relaciones con sus colegas y jefes con mucha frecuencia había tenido dificultades porque según ella, todos siempre tenían algo en su contra. “La gente es muy envidiosa y como a mi me iba bien, era peor. Empezaban a generar mal ambiente y hasta les hablaban mal a mis jefes de mi trabajo hasta que finalmente en todos los trabajos me decían que yo era una excelente trabajadora pero que mis problemas en las relaciones con los demás me impedía avanzar en mi proceso de crecimiento profesional”.

Fue así como una frustración detrás de otra, esta mujer poco a poco se fue sintiendo cada vez más insegura de sus capacidades como profesional: sentía miedo de buscar trabajo porque no sabía qué decir en las entrevistas, tenía la constante sensación de que iban a ‘descubrir’ los problemas que tenía y que por lo mismo, no la iban a contratar. Y aunque al inicio intentaba vencer el miedo yendo a las entrevistas, poco a poco fue confirmando su creencia porque no pasaba ese filtro hasta que finalmente acabó por renunciar a la búsqueda de empleo. Toda esta inseguridad comenzó a afectar su relación de pareja porque al sentir que como profesional no valía, empezó a sentir que como persona tampoco. Esto la llevaba a estar irascible constantemente y ante los esfuerzos de su esposo por animarla y hacerle ver lo valiosa y capaz que era, ella reaccionaba de manera agresiva diciéndole que él le decía eso porque era su esposo y la quería, no porque fuera real. Todo esto sumado a dificultades que traían de tiempo atrás terminó llevando a una separación que fue la culminación de su inseguridad y de su renuncia a la vida.

 

Desde entonces, empezó a pasar los días acostada en la cama lamentándose y llorando por todo lo que había perdido. Se sentía frustrada consigo misma, sentía rabia contra ella y contra el mundo y sobre todo, la invadía una sensación de incapacidad constante por la que escasamente respondía por sus hijos. Fue entonces cuando sus familiares –padres y hermanos- empezaron a apoyarla: le buscaron ayuda profesional, empezaron a pagarle muchos de sus gastos, la visitaban, la llamaban constantemente para preguntarle cómo estaba y animarla y llegaron incluso a ofrecerle trabajo en la compañía de unos amigos. Pero para ella nada valía la pena y entre más buscaban ayudarla, menos veía ella la salida de su situación. Finalmente aceptó una ayuda con la cual logró estabilizarse un poco más por cuanto empezó a pararse de la cama y a asumir algunas responsabilidades y tareas de la vida diaria. Pero en el fondo, decía ella, seguía sintiendo la misma sensación de incapacidad que no le permitía buscar trabajo ni tampoco asumir las responsabilidades de la vida.

 

Durante la primera –y única- sesión, ella se dedicó a lamentarse por todas sus desgracias confesando que eso era lo mismo que había hecho en todas las sesiones con otros terapeutas. Eso, al igual que el hecho de que su familia estuviera asumiendo toda su vida por ella, alimentaba su posición de víctima confirmándole que no era capaz de asumir su vida. Y esto se confrontó durante la sesión haciéndole ver que la posición de víctima que llevaba asumiendo desde hacía tantos años no sólo no la estaba ayudando a avanzar, sino que además estaba manteniendo y empeorando su depresión. Sin duda inicialmente había pasado por momentos muy difíciles que inevitablemente la habían afectado y hecho dudar de si misma. Pero con el paso del tiempo, había tenido varias oportunidades para decidir hacer algo distinto porque ella, como todos los seres humanos, siempre tenemos la opción de decidir si seguimos en lo mismo o si empezamos a generar un cambio. Decidir es crear (Tal Ben-Sahar, 2015) y aunque parezca paradójico, a veces las personas prefieren crear una realidad dura y difícil porque los beneficios secundarios que obtienen de ella son tan grandes, que prefieren (no necesariamente de manera consciente) mantenerlos antes de asumir que pueden vivir una realidad distinta.

 

Ella fue valiente en reconocer que efectivamente con el paso del tiempo estar deprimida le había traído una serie de beneficios que la protegían de tener que enfrentar una realidad a la que le tenía miedo. Por el hecho de estar deprimida no había tenido que volver a buscar trabajo, sus padres estaban asumiendo todos sus gastos, el ex esposo también asumía la mayoría de los gastos de los niños, no había tenido que enfrentarse a la soledad de no tener una pareja y por lo mismo, tampoco había tenido que confrontarse con el temor que le generaba estar sola porque la depresión siempre estaba ahí para protegerla. De manera que si superaba la depresión, iba a tener que enfrentar todas esas problemáticas por lo que sin duda era más fácil –no por eso más sano- seguir deprimida que salir de la depresión. Y reconocer eso fue lo que le permitió decir, al final de la sesión, que no estaba preparada para hacer un proceso terapéutico porque sabía que eso le iba a implicar hacer un trabajo que no se sentía capaz de hacer ni enfrentar en ese momento. Esa fue su decisión siendo esa la razón por la que la primera fue también, la última sesión.

 

 

Ximena Sanz de Santamaria C.

Psicóloga – Psicoterapeuta

MA en Terapia Breve Estratégica.

Twitter: @menasanzdesanta

Fake it until you make it / Fíngelo hasta lograrlo

Las creencias se construyen de dos maneras: la primera es a partir de un pensamiento que genera un comportamiento y a través de la repetición de dicho comportamiento, se confirma la creencia y así se vuelve real. Por ejemplo, la persona que cree que no comer harinas de noche ayuda a adelgazar. A partir de dicho pensamiento, su comportamiento cambia y empieza a dejar las harinas en las noches con lo cual, baja de peso. Así, confirma su creencia. La segunda manera de construir una creencia es a partir de un comportamiento que repetido en el tiempo, construye la creencia mental. Por ejemplo, una persona se pone unas medias de colores el día que tiene un examen final en la universidad. Lo presenta y lo aprueba con una muy buena calificación. Casualmente el día que tiene que sacar la visa para un viaje, tiene puestas las mismas medias, justamente ese día tiene las medias puestas y casualmente también ese día, conoce a una persona que le gusta mucho. Aprueban la visa.

Es así como los seres humanos van construyendo creencias desde cosas tan sencillas como los ejemplos anteriores, hasta otras más profundas como las siguientes: “A mí con los hombres siempre me va mal”, “Yo soy la luz de los ojos de mi papá”, “Nunca he tenido amigos”, “Me va demasiado bien hablando en público”, “Siempre he tenido baja autoestima”, “Me da miedo el cambio”, “Soy bueno para matemáticas”.

Hay creencias que, aunque en principio pueden ser convenientes y sanas, se pueden convertir en la mejor disculpa para no cambiar nada. Cambiar una creencia es exigente, no solamente porque emocionalmente es lo que la persona cree, sino también porque, ya en términos físicos, el cerebro ha construido surcos cerebrales que confirman dicha creencia. Sin embargo, gracias a la plasticidad del cerebro, esos surcos pueden cambiar, y con ello pueden cambiar también las creencias. Basta un pequeño paso para lograrlo. Y existen varias estrategias o herramientas que van ayudando a que el cerebro, casi sin darse cuenta, empiece a cambiar de creencias. Lo importante para lograrlo es aplicar una estratagema del arte de la guerra: surcar el mar a espaldas del cielo (Balbi & Nardone, 2008).

Una mujer de más de cincuenta años, soltera, salió de una relación de pareja en la que sufrió mucho. Esta fue la principal razón por la que buscó ayuda. Vivía con una tristeza profunda que se manifestaba en un llanto constante: “Lloro si me acuerdo de él, lloro con una película de monitos animados, lloro por un artículo en una revista. Todo me hace llorar. A tal punto que ya es incómodo porque le he llorado hasta al portero de mi edificio, ¡literal!”.

Tuvo que llevar a cabo un proceso emocional exigente, incluso desgastante, porque no solamente tuvo que enfrentar el dolor que le había dejado la terminación de su relación, sino que además con este proceso salieron otros dolores de su pasado que ella no había sido capaz de enfrentar. A pesar de todo esto, Julia[1] se le midió al reto de enfrentarse a sus fantasmas. Y así fue como uno a uno los fue haciendo desaparecer. Sin embargo, a pesar de ella parecía haber ‘archivado’ su pasado con éxito, Julia seguía lamentándose constantemente por otras razones. “Siento que ya tengo todo para ser feliz pero no me siento feliz”. Ahí se puso en evidencia que ella misma había convertido el sufrimiento en un elemento constitutivo de su identidad. Llevaba tantos años sufriendo por diversos motivos que, por extraño que parezca, le estaba costando mucho trabajo aceptar la idea de que podía vivir sin necesidad de sufrir tanto.

“Empieza a pensar cómo te comportarías como si ya fueras una persona que pudiera ser feliz. Simplemente piénsalo a ver qué se te ocurre y vamos viendo si vas a ser capaz de construirte como una persona que puede gozarse la vida y, sobre todo, que no necesita el sufrimiento para vivir”. Así le planteé una de las últimas prescripciones a Julia. Es la técnica del ‘como si’ (Nardone, 2014) cuyo objetivo es crear una realidad inventada que va generando efectos concretos. En el caso de Julia estos efectos empezaron a verse en hacer deporte, dormirse temprano, trabajar menos, salir con amigos, buscar amigas para tomar café entre semana, entre otras cosas. Al pensarlas, casi sin darse cuenta, empezó a poner en práctica algunas, y ha sido así como poco a poco ha ido cambiando la identidad de ‘Julia la sufrida’ –como ella misma se definió- a ser ‘Julia’.

No siempre es fácil, ni tampoco es siempre útil fingirlo hasta lograrlo, sobre todo cuando se finge para evitar enfrentar algo. Pero hay situaciones en las que empezar a hacer pequeñas cosas ‘como si’ ya fueran reales acaba generando enormes cambios haciendo sólo el esfuerzo más sencillo. Construirse y casarse con una identidad muchas veces es útil porque protege a las personas de tener que asumir la responsabilidad de un cambio. Darse cuenta del beneficio secundario que tiene una identidad es un primer paso para empezar a generar un cambio. Y empezar a fingir un pequeño cambio puede ser el segundo paso para finalmente terminar logrando un gran cambio haciendo solamente el esfuerzo más sencillo.

  

Ximena Sanz de Santamaria C.

Psicóloga – Psicoterapeuta

MA en Terapia Breve Estratégica.

 

[1] Nombre ficticio para proteger la identidad del consultante.

El hombre propone, la mujer dispone

La familia de mi madre es de origen santandereano con lo cual mi mamá, mi abuela, y entiendo que también mi bisabuela, fueron siempre mujeres con mucho carácter. Alguna vez mi mamá me contó que una de las cosas que a mi abuelo más le había gustado de mi abuela cuando la conoció (año 1937), era justamente su carácter. Sin embargo cuando mi abuela se casó, ese carácter aparentemente se perdió y ella empezó a darle gusto a mi abuelo en todo dejando de lado una de las principales características por las que él se había enamorado. Por lo mismo, un día él la confrontó y le dijo que esa mujer dócil que a todo le decía que si no era la persona con la que él quería estar. Fue así como él se enteró que la abuela de mi abuela le había dicho a ella que al casarse tenía que darle gusto en todo a su esposo, que no podía contradecirlo, que debía estar siempre de acuerdo en todo lo que él quisiera.  Lo hablaron y ella volvió a ser esa mujer de carácter, auténtica y autónoma de la que mi abuelo se había enamorado.

En los últimos meses he visto varios casos de mujeres, que como mi abuela, al casarse perdieron su capacidad de poner límites, de decidir, e incluso perdieron su identidad. Como consecuencia de ello, cargan con ellas una profunda rabia y un malestar general contra la vida pues sienten que muchas de las experiencias que han vivido no han sido las que hubieran querido, sino las que han escogido sus esposos. Y ellas simplemente se han acomodado a ellos por lo que se presentan como “la esposa de” y no bajo su propio nombre.

Una de estas mujeres llegó emocionalmente destrozada porque después de casi cuarenta años de matrimonio, quería separarse. “Estoy cansada. En este momento no sé quién soy ni qué me gusta porque llevo casi cuarenta años acomodada a este señor que es el que ha definido todo: desde qué se come en la casa hasta a dónde nos vamos de vacaciones, a qué colegio debían ir mis hijos, qué me debía poner yo para una comida elegante, dónde teníamos que ir a almorzar el domingo, todo”.

Otra mujer de treinta y ocho años, con 11 años de matrimonio, también llegó buscando ayuda “para recomponerme”. Su esposo le había sido infiel unos años atrás y ella había decidido perdonarlo. Pero con el paso del tiempo se fue dando cuenta que en realidad ella no quería perdonarlo, que no hubiera querido seguir con la relación porque según ella, “Nunca ha sido una buena relación. Realmente nunca hemos sido una pareja, yo siempre he estado a la sombra de él, de sus decisiones, de lo que él ha querido. Tanto que hasta decidió serme infiel y yo lo perdoné”.

Y finalmente una tercera mujer que se está acercando a los 30 años, después de ocho años de matrimonio se dio cuenta que había vivido siempre en función de su ex esposo. “Me di cuenta de eso cuando un año después de habernos divorciado, me encontré a un compañero de él del trabajo y me dijo: ‘Ah, tu eres la ex esposa de fulanito!’ Ese día llegué a mi casa furiosa, hasta lloré de la ira porque me di cuenta que siempre fui esa: “la esposa de”. Desde que nos cuadramos me convertí en lo que él esperaba, en lo que él quería y me dejé completamente de lado. Y ahora tengo una rabia que no me aguanto a mí misma porque realmente la responsable soy yo, no él. Él nunca me pidió que me volviera esa persona, yo simplemente me fui convirtiendo en su acompañante y en ese proceso, me perdí”.

Estas tres mujeres comparten una característica en común: se perdieron a sí mismas por el miedo de perder a su pareja. A pesar de las diferencias de edades y de la duración del matrimonio, al casarse –e incluso antes del matrimonio-, dejaron de ser ellas mismas y se convirtieron en lo que cada esposo quería que ellas fueran. Y en los tres casos, no fue algo que sus respectivas parejas les exigieran, sino que ellas, tal vez por el miedo a quedarse solas, a no casarse, a perder a su esposo, dijeron a todo que sí, aceptaron todas las condiciones aun cuando no estaban de acuerdo, aun cuando se iban dando cuenta que se estaban aguantando cosas que no querían vivir. Pero como todo en la vida tiene un límite, en un caso el límite fue casi 40 años, en otro 11, en otro 8. Y en cualquier caso, es enorme la frustración que se siente al ver que se han convertido en una persona que no eran, que permitieron que otros (porque no es el esposo el único que acabó pasando por encima de ellas) definieran sus vidas, sus pasiones, sus gustos, sus objetivos de vida y cuando menos se dan cuenta, han pasado la mayor parte de su vida viviendo lo que los demás esperaban de ellas.

Pocas cosas son más atractivas en una pareja –independientemente de si es hombre o mujer-, que el carácter, la independencia (sin exagerar), la determinación, los sueños, la forma de ser. Convertirse en una réplica del otro inicialmente parece ser agradable porque evita peleas, confrontaciones, porque todo parece fluir en calma. Pero al final del día es una tensa calma que tarde o temprano explota y hace daño. Así como veo a estas mujeres, veo hombres enamorados y hombres que sufren enormemente porque perdieron a sus parejas por fallas de ellos. Y lo que encuentro como común denominador en estos hombres “entusados” es que una de las cosas más atractivas para ellos de sus parejas era justamente su carácter, su capacidad de decidir en la vida, de tener sueños propios, de ponerles límites a ellos, de manifestarles lo que les gustaba y lo que no. Hombres que se sentían retados por sus parejas, estimulados en muchos sentidos porque veían en ellas seres humanos con características de admirar, como el emprendimiento, la manifestación del cariño, la capacidad de decir que no, de saber pelear de una manera sana, de tener propósitos claros en su vida, entre otras cosas.  Y paradójicamente esas relaciones se acabaron porque fueron ellos los que ‘se durmieron sobre los laureles’, los que no supieron estar a la altura de esas mujeres y las dejaron pasar, razón por la cual hoy se lamentan y lloran como niños chiquitos.

Las mujeres, como los hombres, podemos marcar límites, exigir, escoger y decidir. Y para ellos, como para nosotras, ver en el otro a una persona con capacidad de decisión, con sueños y objetivos, que es flexible pero al mismo tiempo firme, es una de las características que más atrae en una relación. Estar en compañía no implica perder la identidad, por el contrario, implica ser capaces de amoldarse mutuamente, de ser flexibles pero manteniendo siempre la esencia. Así es que se logra mantener el equilibrio en una relación que permite que las relaciones, como la de mis abuelos, duren hasta que la muerte los separe siendo felices hasta el final.

 

Ximena Sanz de Santamaria C.

Psicóloga – Psicoterapeuta

MA en Terapia Breve Estratégica.