Celos: si no me enloquecen, ¡enloquezco a mi pareja!

El famoso filósofo y matemático Pitágoras decía que son los seres humanos los artífices de sus propias desgracias. Me atrevo a complementar esa frase diciendo que son también los artífices de sus propios triunfos. Esto lo hablamos con una adolescente durante la primera cita, a la que llegó diciendo que necesitaba ayuda pues sus celos habían acabado un noviazgo de cinco años.

A medida que fuimos avanzando en el proceso, ella fue descubriendo cómo un pensamiento puede llegar a convertirse en una profecía que se termina volviendo real (“Curar la escuela”, Balbi, E. & Artini, A. 2011). “La relación fue muy especial hasta cuando empecé a desconfiar de él. Desde ahí, todo se volvió un infierno”. Con lágrimas en los ojos, reconocía que su desconfianza no tenía razón de ser, pues ninguno había sido infiel. La desconfianza empezó a raíz de una época en la que todos los amigos del novio estaban sin novia. “El plan era salir con una vieja diferente todos los fines de semana y yo sentí que mi novio hubiera querido hacer lo mismo. Nunca lo hizo, pero desde entonces empecé a sentir celos hasta de sus amigos”.

De un pensamiento inicial se empezaron a generar otros pensamientos que le producían una angustia cada vez mayor, la cual terminó por llevarla a hacer cosas que nunca había hecho: revisarle el celular y el computador, llamarlo constantemente para saber en dónde y con quién estaba, empezar a pedirle que no almorzara con sus amigas del colegio y que en los “huecos” entre una clase y otra en la universidad estuviera siempre con ella. Le preguntaba todo el tiempo si realmente la quería, si quería estar con ella, si no estaba siendo infiel, preguntas que él respondía esperando que en algún momento acabaran. Pero las respuestas nunca eran suficientes. Al contrario: cada respuesta la llevaba a hacerle nuevas preguntas.

Los celos la convirtieron en una novia cada día más absorbente. Ella tenía que estar con él todo el tiempo para asegurarse de que no le fuera a ser infiel. Cuando se daba cuenta de lo que estaba haciendo se sentía culpable, lloraba, le pedía perdón por ser tan invasiva y le prometía dejar sus celos. Pero al poco tiempo volvían a tiranizarla. Finalmente ocurrió lo que en estas circunstancias era esperable: él le dijo una mentira. Le dijo que almorzaría con un amigo en la universidad, cuando su plan era almorzar con su mejor amiga del colegio. Ella no le creyó, se fue a buscarlo y lo encontró con la amiga. “Perdí la cabeza. Le armé un show ahí en el sitio enfrente a todo el mudo y me fui. Cuando llegué a mi casa, no podía creer lo que había hecho, pero ya el daño estaba hecho”.

Después de contarme esto, me dijo: “Él cambió mucho”, momento en el que me atreví a preguntarle: “¿Cambió él o cambiaste tú?”, y con lágrimas en los ojos me respondió: “Creo que cambié yo. La verdad, me volví insoportable, tanto que me terminó, y no porque no me quisiera sino porque ya no quería estar con mi ‘nueva’ yo”.

Con este episodio la relación terminó por un tiempo, pues en pocos meses la desconfianza había erosionado una relación que durante cinco años se había desarrollado con base en la confianza mutua y en la ilusión de compartir diariamente el uno con el otro. Varios meses después decidieron volver a intentarlo, y entonces ella se dio cuenta de que necesitaba ayuda. “Él me dijo que me adoraba, que sentía mucho haberme dicho mentiras, pero que se había vuelto imposible hablar conmigo. Por eso había preferido no decirme que iba a almorzar con su amiga, a quien yo conocía perfectamente y sabía que entre ellos no había nada. Pero mis celos no me dejaban ver otra cosa”.

Desde la primera cita ella comenzó a trabajar intensamente para desmontar las creencias que alimentaban sus celos. Ha sido un trabajo exigente porque cuando se llega a ese nivel de celos, en cada comportamiento de la pareja se busca la confirmación de que está siendo infiel. Leonardo da Vinci decía: “Nada nos engaña más que nuestro propio juicio” (“La mirada del corazón”, Nardone, G. 2009) . Ella ha ido descubriendo que cuando pregunta con la sospecha que conllevan los celos, le surgen siempre nuevas preguntas que aumentan su intranquilidad en lugar de disminuirla, y desgastan cada vez más la relación. Lo mismo ocurre cuando empieza a buscar en el celular o en el computador de su novio alguna “prueba” de su infidelidad, pues al no encontrar nada, su conclusión es que, como él está siendo infiel, se cuida muy bien de mantener todo muy bien escondido.

Aunque todavía hay momentos en los que le pregunta cosas a su novio y hay personas que todavía le generan celos, poco a poco ha logrado desmontarlos y recuperar una relación sana. La prueba del éxito la tiene ella misma porque ha estado cada vez más tranquila. Ha comenzado a comprender que él puede ser infiel si lo quiere y que el control no sólo no disminuye esta posibilidad, sino que la aumenta. No se trata entonces de controlar: se trata de trabajar en ella misma para poder contribuir al mantenimiento y desarrollo de la confianza mutua, y de comprender que los momentos difíciles que toda relación tiene se pueden convertir en oportunidades para profundizar esta confianza.

La creencia en una persona celosa es que mientras más controle a su pareja, menor será la posibilidad de infidelidad. Es la paradoja en la que termina atrapada. Pero lo que ocurre en realidad –como ella lo está comprobando– es que ese exceso de control se vuelve tan invasivo para el otro, que acaba por llevarlo a buscar en otra persona lo que no tiene en su relación. Es así como la persona celosa termina convirtiendo en realidad la creencia a la que más le teme: la infidelidad de su pareja.

Ximena Sanz de Santamaría C.
ximena@breveterapia.com
www.breveterapia.com

Artículo publicado en Semana.com el 13 de septiembre de 2011

La arrogancia: ¿síntoma de inseguridad?

Es bastante común encontrarse con una persona que todo lo sabe, todo lo ha hecho, sabe más que los demás, no necesita de nadie y siempre está ‘dando clase’. Son personas que poco escuchan a los demás porque están siempre centradas en sí mismas, en sus anécdotas y experiencias, en el conocimiento que ya tienen. Personas que en cualquier conversación están más pendientes de dar una respuesta a su conveniencia que de escuchar lo que su interlocutor está diciendo. Es algo desgastante y agotador para cualquier interlocutor, que con el tiempo va llevando a que estas mismas personas empiecen a generar un rechazo profundo en los demás.

Las personas arrogantes por lo general se muestran como personas fuertes, indiferentes frente a lo que piensen los demás, a los comentarios o críticas de los otros. Pero “la procesión va por dentro”. El ser humano es un ser social que, precisamente por serlo, se preocupa y se afecta por lo que piensen otros de él. Y aunque eso cambia de una persona a otra, es decir, para algunos es más importante lo que piensen los demás que para otros, a todos en algún momento y en alguna medida les afecta lo que se piense de ellos. Las personas arrogantes no son la excepción: por el contrario, tienden a ser aquellas a las que más les afecta y les importa lo que piensen otros. La paradoja es que es justamente por esa razón que se muestran tan indiferentes, antipáticas y soberbias: porque son personas inseguras, que se sienten muy vulnerables al mostrar sus debilidades. No se dan cuenta que muchas veces declarar una fragilidad se convierte en una fortaleza (Nardone, 2009).

“Estoy aquí porque mi trabajo está en riesgo. He tenido varios llamados de atención por parte del área de Recursos Humanos, pero yo no creo mucho en esas cosas. Pero ahora llegó mi jefe y me dijo que si las quejas siguen, van a tener que tomar medidas más drásticas”. Esta mujer no estaba consultando porque ella misma tuviera un problema: el problema estaba en que el mundo a su alrededor estaba equivocado. “No veo por qué a la gente le cuesta tanto trabajo hacer las cosas bien y tener un jefe exigente. Por eso este país no avanza”, decía enfurecida porque fuera a ella a quien le tocara buscar ayuda profesional por un problema que no tenía. A cada cita llegaba más brava y cada vez más convencida que el error no estaba en ella, que estaba en sus colaboradores, e incluso en sus jefes. Hasta que finalmente en una de nuestras sesiones le dije lo que quería oír: si el problema no estaba en ella sino el mundo del que formaba parte, ¿para qué buscar ayuda? ¿Para qué ir a terapia? Desde ese momento sintió la ‘autorización’ para no volver porque ¿cómo puede ser que una persona perfecta necesite ayuda.

Fue impactante ver la expresión de sorpresa en su cara: siguió un minuto de silencio y finalmente se despidió dando las gracias de manera amable y con cierta humildad. Un mes más tarde llamó a pedir ayuda: “Creo que parte del problema sí soy yo”. A partir de ese momento se empezó a poner en evidencia que para ella no había sido fácil llegar al puesto en el que estaba y que había sido maltratada a lo largo de su carrera por diferentes motivos: por ser mujer, por no ser físicamente atractiva, porque no había estudiado en el exterior, entre otras cosas. Todo eso la había hecho sentir que lo que necesitaba para poder surgir era ser una mujer con mucho conocimiento, dura en su trato y que jamás se dejara ver como una persona vulnerable. Eso la había hecho convertirse en una persona arrogante y por lo mismo, mal tratante con los demás. Y aunque en apariencia era una mujer fuerte, segura de sí misma e indiferente a lo que dijeran los otros, internamente sufría mucho, se sentía sola, aislada y, además, con miedo a ser diferente.

Todos los seres humanos son inseguros de sí mismos en algo: en el conocimiento, en las relaciones sociales, en las relaciones de pareja, frente al cuerpo, a la apariencia física, etc. Y la inseguridad, como todo, en pequeñas y sanas dosis es importante porque nos obliga a cuestionarnos, a movernos y a trabajar en aquello que todavía hay que cambiar. Pero cuando esa inseguridad se manifiesta en comportamientos agresivos y antipáticos con los demás, empieza a ser un problema. La arrogancia se convierte de alguna manera en un escudo que aparentemente protege a las personas de que les hagan daño. Pero en realidad termina siendo una barrera que imposibilita el desarrollo de una buena comunicación, de relaciones armoniosas y por ende, de una mayor seguridad de la persona en sí misma.

Compartir experiencias, conocimientos, querer enseñarles a otros, puede ser un acto de generosidad, pero puede ser también una forma de arrogancia. Todo depende de la manera como se haga: si se hace con el fin de sintonizarse con el otro, de ayudarle, de construir una conversación o una relación, se genera un efecto positivo en el que el otro, no solamente aprende, sino que además se siente comprendido. Pero si se hace desde el egoísmo, desde la soberbia o como una manera de tratar de ocultar las inseguridades propias, no solamente se aleja y se hiere al otro: se hace un daño la persona misma. Es innegable que en un mundo tan competitivo es cada vez más difícil mostrar las propias debilidades, reconocer ante sí mismo y los demás que uno no sabe todo, que no es perfecto. Pero tener la capacidad de reconocer que no todo lo sabemos, que podemos necesitar a otros para aprender y que podemos enseñarles a otros desde la generosidad y no desde la arrogancia, no sólo nos libera de tener que mostrar algo que no somos: también comienza a generar relaciones interpersonales generosas, más reales y sobre todo, más sinceras.

 

Ximena Sanz de Santamaria C.

Psicóloga-Psicoterapeuta Estratégica

Y ahora que soy inseguro, ¿qué hago?

En la versión online del diccionario de la Real Academia de la Lengua, encontramos la palabra inseguridad definida como ‘falta de seguridad’. Si buscamos el significado de la palabra seguridad, encontramos que dice: cualidad de seguro, certeza (el conocimiento seguro y claro de algo). En resumen, la inseguridad es no tener una certeza, algo seguro.

En un país como Colombia estos términos son muy comunes. Los medios de comunicación se encargan de publicar las cifras sobre la inseguridad que se vive en el país, lo que ha convertido este tema en una preocupación nacional. En todas las campañas políticas para presidentes, alcaldes, gobernadores, etc., los candidatos incluyen la seguridad como uno de sus temas prioritarios. Proponen todo tipo de políticas y ‘planes de acción’ que apuntan a solucionar dicha problemática, que desafortunadamente persiste en muchos aspectos.

Esta inseguridad frente al mundo externo del que formamos parte la vivimos todos los seres humanos. Pero no es la única, y me atrevo a decir que puede no ser tampoco la más profunda. Existe una inseguridad ‘interna’: la inseguridad de cada persona respecto a sí misma, a sus propias capacidades y a sus propios recursos. Todos la hemos sentido en diferentes situaciones: al momento de responder una pregunta en clase, cuando salimos por primera vez con una persona que nos gusta, cuando tenemos que hacer una presentación en público, cuando estamos con un grupo de amigos y no tenemos mucho que decir, etc. Es una inseguridad “normal” en la medida que no todo lo podemos saber. ¿Pero cómo llega una persona a construirse una inseguridad tal que se convierte en su mayor incapacidad?

Cuando dudamos de algo y no estamos seguros de saber la respuesta correcta, la buscamos en diversos recursos externos: amigos, colegas, internet, un experto en el tema, etc. En principio parece una buena solución. ¿Pero qué pasa si llego al extremo de depender siempre de lo que ‘otros’ me digan? ¿Qué pasa cuando estas dudas empiezan a hacerme dudar de mi propio criterio? En este caso preguntar no soluciona nada; por el contrario: se convierte en el mayor problema. Es el caso del náufrago: ante la duda de qué rumbo tomar, opta por uno, luego por otro y otro, y termina dando vueltas en el mismo sitio hasta que se ahoga por agotamiento (Nardone, 2009).

“Muchas veces yo tengo la respuesta. Internamente sé lo que quiero, pero no puedo no preguntar”- me decía un estudiante de universidad que llegó a consulta muy angustiado porque sentía que había perdido completamente la seguridad en sí mismo. Había sido siempre muy destacado en sus estudios, pero dejó de serlo cuando lo invadió la inseguridad porque sentía que no sabía tanto como sus compañeros. A partir de entonces empezó a dudar no sólo de sus conocimientos, también de sus capacidades: “Al comienzo mi inseguridad era con cosas de la universidad y sólo les preguntaba a los profesores; después comencé a preguntarles a mis amigos, aunque sólo de vez en cuando. Pero llegó el punto en que preguntaba todo, hasta que mi mejor amigo del colegio me dijo que estaba desesperado con mi preguntadera. Entonces opté por callarme, porque dudo hasta de lo que voy a decir. Me siento muy raro”.

Esta inseguridad se la construye cada persona cuando duda tanto de sí misma que deja de lado su propio criterio. Entonces, por miedo a equivocarse, comienza a preguntar todo, y el problema se crece tanto que las personas alrededor se aburren de responder y terminan por “tachar” a la persona de insegura. Ella, por su parte, deja de preguntar. Pero las preguntas no desaparecen: se trasladan a un ‘diálogo interno’, mental, a través del cual se intenta encontrar las respuestas. Pero esta búsqueda acaba por generar una cadena de preguntas y respuestas que crece indefinidamente.

También puede ocurrir que las personas, por la necesidad de mostrarse siempre seguras, en lugar de preguntar buscan ocultar su inseguridad. Y como todos tenemos un límite, la inseguridad acaba por manifestarse, lo cual aumenta la lucha interna por ocultar esa ‘debilidad’. Esa lucha, paradójicamente, acaba por aumentarla. Así la persona termina construyéndose una inseguridad que bloquea su espontaneidad en sus interacciones con otros. Giorgio Nardone y Paul Watzlawick contaban la siguiente anécdota: un cien pies iba caminando y se encontró con una hormiga. La hormiga, al observarlo, le preguntó cómo hacía para caminar con sus cien pies sin caerse. El cien pies, al pensarlo no pudo volver a caminar.

Sentir inseguridad en muchas circunstancias es importante porque nos obliga a esforzarnos, a querer aprender cosas que no sabemos. Pero si aspiramos a saberlo todo, ese deseo nos lleva a volvernos cada vez más inseguros. ¿Cómo saber en qué momento la inseguridad se convierte en un problema? Cuando sienta que me bloquea, que me impide actuar con tranquilidad y espontaneidad. Cuando comience a pensar en todos mis movimientos y por eso me sienta incapaz de avanzar con la inseguridad y seguridad que hasta entonces había sentido. El cien pies logra caminar porque no está pensando en todos su movimientos. La inseguridad se maneja si evitamos pensar en todo lo que vamos –o no vamos- a hacer y/o a decir, pues aunque los detalles son importantes, si los miramos a través de una lupa los agrandamos sin necesidad.

Ximena Sanz de Santamaría C.
ximena@breveterapia.com
www.breveterapia.com

Artículo publicado en Semana.com el 30 de agosto de 2011

«Ser feliz, es sufrir menos»

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Muchos de mis pacientes llegan a la primera consulta buscando “La felicidad”. La buscan como una meta a la cual quieren llegar pues están convencidos de que una vez lleguen ahí, no tendrán que seguirla buscando. Por tal motivo, la felicidad se convierte en el fin, como el final feliz de un libro de cuentos para niños o de una película de Hollywood.

A diferencia de lo anterior, desde mi perspectiva la felicidad no es una meta a la que se llega y queda resuelto el problema de la vida. La felicidad es algo por lo que se trabaja todos los días, en todos los momentos, en pequeños instantes y, sobre todo, en los momentos de mayor sufrimiento. Estar feliz cuando estamos con amigos, cuando salimos de fiesta, cuando tenemos dinero y viajes, cuando alcanzamos el empleo que queríamos, en resumen, cuando hemos cumplido con todo lo que para los parámetros sociales vigentes significa “ser felices”, es fácil. Sonreír en esos momentos es un acto automático en el que no nos cuestionamos nada porque “estamos felices”. ¡Y es maravilloso que así sea! ¿Pero qué ocurre cuando pasan esos momentos? Esa “felicidad” desaparece porque se acabó la fiesta, o se acabó el viaje, o ya no hay dinero, o el empleo soñado no era tan maravilloso como se esperaba. Como la situación que nos hizo sentirnos felices cambió, desapareció también esa “felicidad”.

“Estoy aquí porque tengo una crisis con mi vida. Teniendo todo lo que tengo, habiendo trabajado desde muy joven y habiendo cumplido con todo lo que se me pedía y que yo pensé que necesitaba para ser feliz, siento que ni he sido ni soy una persona feliz”. Esto me lo decía un hombre en la primera cita, quien más adelante continuó: “Cuando compramos la finca sentí que era feliz, ¡al fin! Pero ahí mismo me di cuenta que necesitaba algo más, que ahora para ‘ser feliz’ tenía que tener caballos para mis hijas, y una vez los tuve, nuevamente se me perdió la felicidad y tuve que buscar un nuevo motivo: remodelar la casa”.

La experiencia con este paciente me ha ayudado a entender el significado de lo que dice un monje budista: Mucha gente busca la felicidad por fuera de sí mismos, cuando la verdadera felicidad tiene que venir de nuestro interior. Nuestra cultura nos dice que la felicidad viene de tener mucho dinero, mucho poder y una alta posición en la sociedad. Pero si usted observa con cuidado verá que mucha gente rica y famosa no es feliz1 .

Comenzamos con este paciente a trabajar por su felicidad observando y escribiendo lo que vivía en los momentos de mayor sufrimiento. A través de tareas concretas que debía cumplir entre una sesión y otra, se fue dando cuenta de que su felicidad siempre había estado asociada con el logro de cosas externas: acumular dinero, pasar vacaciones en lugares cada vez más lujosos, mandar a sus hijos a campos de verano en el exterior, etc. Así fue logrando reconocer y descubrir que la felicidad no estaba donde él pensaba, obligándolo a enfrentar un desafío que le ha generado aún más sufrimiento: su nueva visión de la vida le ha conllevado una enorme soledad. Muchas de sus amistades, su esposa, e incluso sus hijos, se han negado a aceptar que para él las prioridades han cambiado. Algunos amigos dejaron de invitarlo, su esposa le pidió el divorcio y sus hijos, a quienes ve cada vez menos, no entienden que cuando están juntos él quiera simplemente conversar con ellos y sentarse a comer sin celulares ni televisión. “Ellos nunca han conocido otra manera de relacionarse conmigo que no sea a través de regalos, viajes y plata. Y eso lo construí yo”, me decía.

Inicialmente combatió este ‘nuevo’ sufrimiento peleando consigo mismo, negándose a aceptar sus sentimientos y buscando refugio en el trago para evitar confrontar su dolor. Sentía mucha rabia por haber decidido vivir su vida de otra manera. “No sé a qué horas se me ocurrió este cuento de trabajar por la felicidad si mi vida antes era más fácil” –me decía. Pero poco a poco ha ido descubriendo que la única forma de superar el sufrimiento es tocando el fondo para salir a la superficie, aceptando cada momento de sufrimiento, de rabia, de dolor, desespero y frustración. En términos prácticos, le ha sido útil darse un espacio diario para escribir lo que está sintiendo y para llorar su tristeza, aún en las noches en las que no puede dormir. Ha logrado vencer el sufrimiento sin combatirlo. “La felicidad depende de mí, de mi actitud ante la vida y si acepto que estoy sufriendo, sufro menos”.

Hay infinidad de motivos que nos hacen sufrir: una enfermedad, la pérdida de un familiar, la pérdida de empleo, la sensación de soledad, la partida de un hijo, etc. Cualquiera que sea el motivo que ocasione sufrimiento, la tarea para disminuirlo es la misma: buscar la felicidad dentro de sí mismo. Como dice el monje budista: Ser feliz, para mí, es sufrir menos. Si no fuéramos capaces de transformar el dolor que sentimos internamente, la felicidad sería imposible.

[1] Thich Nhat Hahn (2001): Anger. Riberhead Books, New York. P.

Ximena Sanz de Santamaría C.
ximena@breveterapia.com
www.breveterapia.com

Artículo publicado en Semana.com el 5 de junio de 2011

«Vivo con una histérica: yo»

En época de guerra en la antigua Grecia, los hombres debían ausentarse de sus hogares por largas temporadas durante las cuales las mujeres sufrían fuertes oscilaciones en su estado de ánimo. Mientras sus parejas estaban ausentes se volvían irascibles, malgeniadas, impacientes, agresivas -sin razones visibles-, perdían la alegría y la capacidad de disfrutar la cotidianidad de la vida. Esto llevó a los griegos a hablar de histeria, o útero insatisfecho.

Desde entonces y durante muchos años, la histeria estuvo asociada únicamente con la ausencia del placer sexual y hasta hace poco, se pensaba que se presentaba únicamente en las mujeres pues los hombres siempre han tenido algunas dosis de anti histeria, como es el fútbol. Sin embargo, en los últimos años la histeria ya no sólo se relaciona con la ausencia del placer sexual y se ha comenzado a reconocer que no se presenta solamente en las mujeres: hoy se le atribuye a la falta de placer en cualquier dimensión y se relaciona con la imposición de un ‘deber ser’ social al cual están sometidos tanto hombres como mujeres. Por esto, hay cada vez más hombres histéricos.

La histeria no sólo es cada vez más frecuente en hombres y mujeres: se presenta también en personas jóvenes porque ese ‘deber ser’ socialmente impuesto afecta a las personas a edades más tempranas. Hace pocos días me decía una madre sobre su hija de 10 años: “Es que ya no sé qué más hacer con ella porque intento calmarla de todas las formas, pero por todo llora y se pone tan furiosa que me toca llevarla al baño y echarle agua en la cara para que se le pase la histeria”. Y estos mismos síntomas de histeria también se presentan en los adultos: “¡Mi papá está insoportable! Grita desde que llega de la oficina, ya no le podemos decir nada en la casa porque todo es un rollo” –me decía una adolescente.

Sentir placer puede ser sencillo en cuanto a que no hay necesidad de buscar grandes emociones. Pero en el mundo de hoy la mayoría de las personas sólo sienten placer con cosas grandes que generan grandes emociones: viajes, altas dosis de trago o de otras sustancias psicoactivas, fiestas, grandes cantidades de comida, acumulación de exorbitantes cantidades de dinero, apartamentos grandiosos, ropa de marca, un puesto laboral directivo, entre otras. El placer de consentirse en la cotidianidad de la vida con cosas sencillas, simples, se ha perdido, pues para poder alcanzar esos grandes placeres y cumplir con lo que la sociedad le exige a cada persona, la vida se vuelve una carrera contra el tiempo en la que se ‘deben hacer’ muchas cosas y ‘deber hacer’, desaparece el placer. El ‘deber ser’ le impone a cada persona la necesidad de ser la mejor en todo: la mejor jefe, la mejor empleada, la mejor mamá, la mejor hija, la mejor estudiante, el mejor padre, el mejor esposo, el mejor amigo, el mejor empleado, en resumen, los mejores en todo. Y para lograrlo, hay que dedicarse a ello en tal forma que no hay tiempo de disfrutar las cosas más sencillas y cotidianas.

Una persona que disfrute de cosas sencillas como salir cinco minutos antes del trabajo, leer un buen libro, disfrutar del atardecer, acostarse más temprano, salir a comer con la pareja sin hijos o amigos, disfrutar de un buen postre, de una relación sexual con la pareja, etc., tiende a ser calificada como una persona que está ‘perdiendo el tiempo’ o a quien ‘le faltan metas en la vida’, porque se considera lo opuesto a lo que ‘se debe hacer’. Es cierto que se deben hacer muchas cosas y que dejar de hacerlas en un mundo tan competitivo y exigente, no es la solución. Pero también es cierto que olvidarse de esos pequeños placeres diarios va construyendo una vida insatisfactoria, infeliz, que termina por generar reacciones y personas histéricas. Personas que quieren tener todo bajo control, cayendo en la constante paradoja del exceso de control que hace que se pierda el control, motivo por el cual tienen reacciones tales como responder de mal modo constantemente, irascibilidad, desesperación y pérdida de control por pequeños detalles; el diálogo se vuelve casi imposible pues son constantes los gritos con los hijos, los padres, la pareja, los amigos, etc. En conclusión, son personas que no se aguantan a nadie, incluyéndose a sí mismas. Como me dijo una señora en la primera consulta: “El problema es que vivo con una histérica: yo”.

Cada persona es un universo único, por tanto para cada una las fuentes de placer son distintas. Lo importante es recuperar los placeres sencillos que pueden producir las pequeñas cosas, en cualquier parte y momento del día, sin grandes esfuerzos y sin tener que cumplir un ‘deber ser’ más. La histeria se vence sin combatirla, basta con preguntarse diariamente, ¿qué podría hacer hoy, diferente de lo que he venido haciendo hasta ahora, que me guste, que me genere placer, gusto, bienestar? De todas las posibilidades que vengan a la mente es importante escoger la más sencilla, la más chiquita, para ponerla en práctica con facilidad. Así, cada persona empieza a construir una realidad en la que puede cumplir con todo lo que tiene que hacer, al mismo tiempo que disfruta diariamente de pequeñas nuevas experiencias que la van liberando de la dependencia de los ‘grandes placeres’ que el ‘deber ser’ tanto nos esclaviza hoy. Son el pequeño desorden que mantiene el orden.

Ximena Sanz de Santamaría C.
ximena@breveterapia.com
www.breveterapia.com

Artículo publicado en Semana.com el 19 de abril de 2011