La arrogancia: ¿síntoma de inseguridad?

Es bastante común encontrarse con una persona que todo lo sabe, todo lo ha hecho, sabe más que los demás, no necesita de nadie y siempre está ‘dando clase’. Son personas que poco escuchan a los demás porque están siempre centradas en sí mismas, en sus anécdotas y experiencias, en el conocimiento que ya tienen. Personas que en cualquier conversación están más pendientes de dar una respuesta a su conveniencia que de escuchar lo que su interlocutor está diciendo. Es algo desgastante y agotador para cualquier interlocutor, que con el tiempo va llevando a que estas mismas personas empiecen a generar un rechazo profundo en los demás.

Las personas arrogantes por lo general se muestran como personas fuertes, indiferentes frente a lo que piensen los demás, a los comentarios o críticas de los otros. Pero “la procesión va por dentro”. El ser humano es un ser social que, precisamente por serlo, se preocupa y se afecta por lo que piensen otros de él. Y aunque eso cambia de una persona a otra, es decir, para algunos es más importante lo que piensen los demás que para otros, a todos en algún momento y en alguna medida les afecta lo que se piense de ellos. Las personas arrogantes no son la excepción: por el contrario, tienden a ser aquellas a las que más les afecta y les importa lo que piensen otros. La paradoja es que es justamente por esa razón que se muestran tan indiferentes, antipáticas y soberbias: porque son personas inseguras, que se sienten muy vulnerables al mostrar sus debilidades. No se dan cuenta que muchas veces declarar una fragilidad se convierte en una fortaleza (Nardone, 2009).

“Estoy aquí porque mi trabajo está en riesgo. He tenido varios llamados de atención por parte del área de Recursos Humanos, pero yo no creo mucho en esas cosas. Pero ahora llegó mi jefe y me dijo que si las quejas siguen, van a tener que tomar medidas más drásticas”. Esta mujer no estaba consultando porque ella misma tuviera un problema: el problema estaba en que el mundo a su alrededor estaba equivocado. “No veo por qué a la gente le cuesta tanto trabajo hacer las cosas bien y tener un jefe exigente. Por eso este país no avanza”, decía enfurecida porque fuera a ella a quien le tocara buscar ayuda profesional por un problema que no tenía. A cada cita llegaba más brava y cada vez más convencida que el error no estaba en ella, que estaba en sus colaboradores, e incluso en sus jefes. Hasta que finalmente en una de nuestras sesiones le dije lo que quería oír: si el problema no estaba en ella sino el mundo del que formaba parte, ¿para qué buscar ayuda? ¿Para qué ir a terapia? Desde ese momento sintió la ‘autorización’ para no volver porque ¿cómo puede ser que una persona perfecta necesite ayuda.

Fue impactante ver la expresión de sorpresa en su cara: siguió un minuto de silencio y finalmente se despidió dando las gracias de manera amable y con cierta humildad. Un mes más tarde llamó a pedir ayuda: “Creo que parte del problema sí soy yo”. A partir de ese momento se empezó a poner en evidencia que para ella no había sido fácil llegar al puesto en el que estaba y que había sido maltratada a lo largo de su carrera por diferentes motivos: por ser mujer, por no ser físicamente atractiva, porque no había estudiado en el exterior, entre otras cosas. Todo eso la había hecho sentir que lo que necesitaba para poder surgir era ser una mujer con mucho conocimiento, dura en su trato y que jamás se dejara ver como una persona vulnerable. Eso la había hecho convertirse en una persona arrogante y por lo mismo, mal tratante con los demás. Y aunque en apariencia era una mujer fuerte, segura de sí misma e indiferente a lo que dijeran los otros, internamente sufría mucho, se sentía sola, aislada y, además, con miedo a ser diferente.

Todos los seres humanos son inseguros de sí mismos en algo: en el conocimiento, en las relaciones sociales, en las relaciones de pareja, frente al cuerpo, a la apariencia física, etc. Y la inseguridad, como todo, en pequeñas y sanas dosis es importante porque nos obliga a cuestionarnos, a movernos y a trabajar en aquello que todavía hay que cambiar. Pero cuando esa inseguridad se manifiesta en comportamientos agresivos y antipáticos con los demás, empieza a ser un problema. La arrogancia se convierte de alguna manera en un escudo que aparentemente protege a las personas de que les hagan daño. Pero en realidad termina siendo una barrera que imposibilita el desarrollo de una buena comunicación, de relaciones armoniosas y por ende, de una mayor seguridad de la persona en sí misma.

Compartir experiencias, conocimientos, querer enseñarles a otros, puede ser un acto de generosidad, pero puede ser también una forma de arrogancia. Todo depende de la manera como se haga: si se hace con el fin de sintonizarse con el otro, de ayudarle, de construir una conversación o una relación, se genera un efecto positivo en el que el otro, no solamente aprende, sino que además se siente comprendido. Pero si se hace desde el egoísmo, desde la soberbia o como una manera de tratar de ocultar las inseguridades propias, no solamente se aleja y se hiere al otro: se hace un daño la persona misma. Es innegable que en un mundo tan competitivo es cada vez más difícil mostrar las propias debilidades, reconocer ante sí mismo y los demás que uno no sabe todo, que no es perfecto. Pero tener la capacidad de reconocer que no todo lo sabemos, que podemos necesitar a otros para aprender y que podemos enseñarles a otros desde la generosidad y no desde la arrogancia, no sólo nos libera de tener que mostrar algo que no somos: también comienza a generar relaciones interpersonales generosas, más reales y sobre todo, más sinceras.

 

Ximena Sanz de Santamaria C.

Psicóloga-Psicoterapeuta Estratégica

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