A mayor vergüenza, menor posibilidad de ayuda

En ocasiones ocurre que les suena el celular a los pacientes mientras estamos en consulta. Algunos, muy pocos, sobre todo los más jóvenes, cuando responden dicen que no pueden hablar porque están en el psicólogo. Incluso tuve una paciente que me decía que siempre que hablaba de mí se refería a su “loquera” y así les respondía a quienes la llamaban: “Estoy donde mi loquera”. Sin embargo, son muy pocas las veces en las que los pacientes dicen que están donde el psicólogo. Por lo general las respuestas que oigo son: “Estoy en una junta”, “Estoy en una reunión”, “Estoy en una cita médica”, “Estoy ocupado, te llamo cuando termine”, entre otras cosas. Y comprendo muy bien que estas sean las respuestas porque socialmente está ‘mal visto’ e incluso es vergonzoso reconocer que tenemos un problema, más aún cuando el problema no es físico sino psicológico.

 

“Ese engaño social, esa imposibilidad de no poder hacer público lo que tengo me ha hecho daño, porque pareciera que fuera sucia, culpable, como si tuviera algo que esconder, y yo no me avergüenzo de tener un trastorno bipolar, yo sé que no soy culpable, tengo clara la enfermedad y en qué consiste, pero el silencio me cae mal, por eso, tal vez, ha sido tan fascinante volver a conversar conmigo y descubrir que ya no me da miedo escuchar mis propias palabras” (Gallo, C. Pág. 94)

 

La vida sin problemas no sólo no es posible, sino que es justamente en los momentos que nos enfrentamos a un problema en los que podemos detenernos a pensar, a reflexionar, a cuestionarnos sobre lo que estamos haciendo, sobre la vida personal, las relaciones, el trabajo, entre muchas otras cosas. La gran paradoja en la que vivimos los seres humanos es que a pesar de que no es posible vivir sin momentos difíciles, hemos construido una sociedad en la que es mejor no hablar de los problemas; en la que tener un problema, o peor aún una patología, es un motivo de vergüenza por el que las personas se deben esconder, como si no fuera suficiente tener que enfrentarse a diario con el problema mismo.

 

“Me dieron tu teléfono hace más de seis meses pero no había sido capaz de llamar porque para mí es difícil pedir ayuda. No sé si es por mi edad, por ser hombre, por la educación que recibí o por todas las anteriores. Pero tengo que confesarte que me da vergüenza reconocer que voy al psicólogo, tanto que a mi esposa le digo que voy a una junta o me invento cualquier cosa pero no le voy a decir que vengo aquí”.

 

Este hombre, exitoso laboralmente, inteligente, había vivido su vida “por las reglas”, como él mismo lo definió: se graduó del colegio, estudió una carrera, se casó, hizo un postgrado, tuvo tres hijos, les dio la mejor educación que pudo, los casó, trabajó hasta que se jubiló con una carrera exitosa, compró una finca de recreo para pasar su vejez, y finalmente estaba pudiendo disfrutar de los beneficios que obtuvo gracias a todos los ‘sacrificios’ que había hecho en su vida. Al menos eso es lo que creen las personas que lo rodean. Pero esa no es la realidad que vive hoy Gabriel[1] ni tampoco lo que ha vivido a lo largo de su vida. Por el contrario, desde muy joven empezó a cargar con el dolor de no haberse podido casar con la primera mujer que amó porque ella le fue infiel y él nunca pudo perdonarla. Además, cargaba siempre con una imagen social de tener una familia perfecta, cuando en realidad la relación de sus padres fue siempre un desastre: su padre era un hombre infiel, alcoholizado, que por lo mismo se gastaba todo el dinero en fiestas, y como consecuencia él y sus hermanas pasaban hambre. Pero ante la sociedad nada de esto podía revelarse, lo que implicó que Gabriel tuviera siempre la sensación de vivir una doble vida: “Me sentía miserable, siempre cargué en mí una profunda tristeza. Pero además yo era el único hijo hombre, entonces tenía que ser el macho de la familia. Y los machos ni lloran, ni sufren, ni sienten. Yo creo que he sufrido de depresiones hace muchos años, pero ¿cómo y con quién podía yo hablar de esto? Tal vez por eso me preocupé tanto por hacer una carrera brillante y por trabajar 24/7; para no tener tiempo de sentir porque creo que me hubiera venido abajo, como me está pasando ahora”.

 

Después de un problema de salud bastante severo, el médico le dijo a Gabriel que su problema no era físico sino emocional. Y él, por primera vez en su vida finalmente fue capaz de reconocerlo y buscar ayuda. “Quiero finalmente, aún a mi edad, ver si logro vivir una sola vida: la que yo siento. Y no tener que vivir como los demás esperan cuando en realidad por dentro siento que soy una persona triste y deprimida”.

 

Contrario a lo que Gabriel pensó en la primera cita, aunque al comienzo le costó mucho trabajo reconocerse vulnerable porque sentía algo de vergüenza, con el paso del tiempo empezó a sentir alivio, descanso y sobre todo, empezó a reconocer que tener problemas no es el problema real que hay que enfrentar. El problema de fondo es no poder reconocerlos, no poder aceptarse a sí mismo lo que siente y, por eso mismo, tampoco poderse sentar a hablar y a compartir con las personas cercanas lo que cada uno siente. Si bien él es consciente que decirle a su esposa que nunca ha estado enamorado de ella, y que se casó por comodidad más que por amor, no sólo no ayudaría a resolver el problema sino que causaría un daño irremediable e innecesario, ya ha empezado a comprender que puede compartir con ella momentos en los que no está bien de ánimo. Con el sólo hecho de pensar que es posible contarle que se siente triste, que le ha costado dejar de estar ocupado, e incluso que prefiere no ir a la finca el fin de semana porque se siente aún más triste cuando está tan aislado de todo, ha empezado a generar en Gabriel una sensación de tranquilidad que, según él mismo reporta, no había sentido desde que se casaron. Algo similar le ha ocurrido con sus hijos, con quienes ha empezado a desarrollar una relación más cercana porque por primera vez les ha compartido su lado más humano, más vulnerable, o como él mismo lo dice, más real. “Uno de mis hijos me dijo en Navidad que el mejor regalo que le había traído el niño Dios es que finalmente está empezando a acercarse a mí y a conocer quién soy realmente. Lo que él no sabe es que eso que él me dijo no solamente ha sido mi mejor regalo de Navidad, sino el mejor regalo de la vida”.

 

Sentarse a hablar de los problemas es como echarle un fertilizante a una mata, nos decía Giorgio Nardone con frecuencia. Cierto. Sin embargo, cuando no se habla por vergüenza, por miedo a mostrarse vulnerable, por miedo al juicio social, a ‘quedar mal’, esa abstención se va convirtiendo en el problema porque las personas empiezan a construir una doble vida, como lo dijo el mismo Gabriel.

 

Todos nos hemos encargado de construir una sociedad en la que pedir ayuda es visto como algo vergonzoso. De manera que todos podemos asumir esa responsabilidad y empezar a cambiar la creencia reconociéndonos a nosotros mismos que podemos tener problemas y que muchas veces, es necesario pedir ayuda para llegar a solucionarlos. En ocasiones la ayuda puede ser con las personas más cercanas y en otras puede ser necesario buscar una ayuda profesional de tal manera que podamos disminuir el sufrimiento tanto por ser capaces de resolver el problema como por ser capaces de vernos y reconocernos que todos somos humanos y por lo mismo, somos vulnerables. “Lo decisivo del trabajo asistencial es el acompañamiento porque muchas veces la soledad es uno de los males que más sufrimiento causa en la vida” (La Fageda, 2013).

 

 

Ximena Sanz de Santamaria C.

Psicóloga – Psicoterapeuta

MA en Terapia Breve Estratégica.

Twitter: @menasanzdesanta

[1] Nombre ficticio para proteger la identidad del consultante

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