Mi mejor regalo

 

Con mucha frecuencia, amigos, familiares e incluso los mismos pacientes me preguntan si trabajar como terapeuta no es muy duro emocionalmente. Me cuestionan si al salir por la noche después del último paciente no termino rendida o emocionalmente devastada teniendo después de todo un día oyendo y recibiendo el dolor, la rabia y en general el sufrimiento de otras personas. Mi respuesta, por fortuna, siempre es la misma: aunque a veces sí salgo muy cansada, siempre, siempre termino el día feliz.

Trabajar como terapeuta es maravilloso no sólo porque es lo que más me gusta hacer, sino sobre todo porque llego a conocer lo mejor de cada persona. Más allá del sufrimiento con el que llegan las personas a consulta, durante la terapia aceptan que so vulnerables, se deshacen de sus máscaras, y se muestran como realmente son: fieles a sus sentimientos, a sus pensamientos, y aunque muchas veces se les puede dificultar mucho reconocerlos, ya sea  por vergüenza o por creer que no deberían sentirse o pensar de una determinada manera, en el consultorio eventualmente llegan a mostrarse como son. Y este es un regalo que no muchas personas tienen la oportunidad de recibir: constatar por la propia experiencia que todos los seres humanos, independientemente de las máscaras que se ponen y de lo que muchas veces tienen que aparentar, son maravillosas personas.

A lo largo de los años mi trabajo como terapeuta me ha permitido ver que los seres humanos hemos sido víctimas de nuestro propio invento. Hemos construido una sociedad donde no nos permitimos ser vulnerables, donde de hecho sentir ansiedad, estar triste, llorar durante varios días, no tener ganas de levantarse de la cama de vez en cuando durante el semestre, así como sentir rabia, envidia, celos, angustia, entre muchas otras cosas, conlleva el riesgo de dejar de pertenecer al grupo de las personas “normales” para pasar al grupo de personas diferentes, enfermas, raras, etc. Así es como los cánones sociales que nosotros mismos hemos inventado y definido condenan de manera tajante a todas aquellas personas que en algún sentido dejan de ser “normales”.

El sólo hecho de no poder manifestar lo que las personas sienten, de no poder reconocer y aceptar, sin vergüenza y sin miedo a ser juzgados, que no todos los días son buenos, que a veces es posible sentir envidia por el trabajo que tiene un amigo, o celos del novio que tiene una amiga o rabia contra la madre o contra alguna persona cercana, lleva a que las personas tengan que empezar a construir varias imágenes de sí mismas: unas hacia fuera y otra muy distinta hacia adentro. Y paradójicamente muchas veces en ambas se sufre enormemente porque hacia afuera es necesario mantener una imagen y hacia dentro está el inquisidor interno, la mente, que castiga y condena los sentimientos y las emociones que socialmente se consideran ‘inadecuadas’. Es así como muchas personas llegan a desesperarse consigo mismas, con sus vidas; llegan al punto en el que no saben quiénes son, qué les interesa, qué las motiva y hacia dónde se dirigen. Y se vuelve aún más difícil vivirlo y soportarlo cuando hacia fuera es tan difícil poder expresar y manifestar lo que realmente se está sintiendo.

En consulta, poco a poco, todas estas fachadas y estas máscaras van desapareciendo, como las capas de hojas que se les quitan a las alcachofas al final de las cuales siempre hay un corazón dulce que guarda lo mejor de la verdura. A los seres humanos les ocurre algo similar en consulta: se permiten quitarse esas capas para ellos mismos ir descubriendo el corazón que tienen dentro, para reencontrarse consigo mismos y poco a poco poderse reconocer y aceptarse como lo que son, con lo que sienten, con lo que les gusta y con lo que no. Ellos mismos van descubriendo –y con ellos lo descubro yo también- que mostrarse arrogantes ante otros muchas veces es sólo el reflejo de una profunda inseguridad y un miedo a que los demás los vean vulnerables. Así como otros van descubriendo que son complacientes con todas las personas a su alrededor porque temen al rechazo y al final, acaban siendo rechazados porque en el largo plazo no es sostenible ser todo para los demás olvidándose de uno mismo. De igual manera las personas van dándose cuenta que sentir ansiedad y angustia no es sinónimo de tener un cuadro de ansiedad generalizada, y que replantearse lo que ha sido su vida hasta el momento en los períodos de tristeza e inconformidad consigo mismo no es sinónimo de ser ni de estar deprimido. Por el contrario, es un maravilloso reflejo de la necesidad de cambio que todos los seres humanos tienen y que por lo general se manifiesta a través de una crisis justamente por la dificultad de las personas en aceptar que hay que cambiar.

Acompañar todos estos procesos no es sólo fascinante, es además de un profundo aprendizaje para mí como ser humano porque a través de las vivencias y de las historias de mis pacientes, voy reconociendo en mí aspectos que también tengo que trabajar, pulir y mejorar constantemente. Voy dándome cuenta que todos los seres humanos sufrimos por lo mismo, que las angustias, los miedos y las preocupaciones son compartidas así se manifiesten de diferentes maneras y en diferentes campos. De manera que trabajar como terapeuta se vuelve un crecimiento constante y conjunto con cada una de las personas que pasa por mi consultorio porque cada una, además del sufrimiento, deja en mí una profunda enseñanza y una muestra de que si bien los seres humanos somos hábiles para construirnos nuestros propios problemas, lo somos también para encontrar nuestras soluciones.

Por todo esto es que ser terapeuta ha sido para mí, mi mejor regalo.

 

Ximena Sanz de Santamaria C.

Psicóloga – Psicoterapeuta

MA en Terapia Breve Estratégica.

Twitter: @menasanzdesanta

 

 

 

 

 

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