Lo perfecto es enemigo de lo bueno

“Mi problema es que soy demasiado perfeccionista”, es una frase que repiten cada vez más personas cuando quieren resumir el problema que las está llevando a buscar ayuda. Se podría pensar que en el mundo actual, en el cual todo tiene que ser perfecto porque sólo sobresalen las personas que ”todo lo hacen bien”, que son “las mejores”, que obtienen en todo los mejores resultados, que nunca tienen nada pendiente y que no cometen errores, la mejor característica que puede tener una persona es ser perfeccionista. El problema del perfeccionismo es que es un extremo y es esencial recordar la sabia máxima que dice: “Nada en exceso, sólo lo suficiente” (Nardone, 2009).

 

Ser perfeccionista es una de las mayores contradicciones en la que nos metemos los seres humanos; lo perfecto es enemigo de lo bueno. “Si no me queda perfecto, prefiero no hacerlo”, me decía una estudiante hace unas semanas tratando de explicarme por qué le cuesta tanto trabajo estudiar y cumplir con los deberes de la universidad. Algo parecido me decía una mujer de 42 años que, después de 5 años de no trabajar, se sentía desesperada porque quería dejar de depender de su esposo para poder comprar un café o una cartera. El problema era que cada vez que empezaba a pensar en la idea de trabajar en algo, como diseñar cosas para vender, se bloqueaba porque no se creía capaz de convertir en físico lo que tenía en su cabeza. “No he podido empezar a trabajar porque si las cosas no me quedan perfectas, prefiero no hacerlas. Es como si me estuviera auto saboteando porque realmente quiero empezar a hacer algo, pero no lo hago”.

 

Alcanzar un objetivo, una meta propuesta, habiendo recorrido el camino hasta llegar a ella, genera una enorme satisfacción; así como ponerse una meta y no poder alcanzarla puede generar todo lo contrario: una gran frustración. Y esa frustración se alimenta cada vez que una persona, al no alcanzar su objetivo, se pone otro y otro y detrás otro, creyendo que eventualmente llegará a conseguir alguno. El problema es que cada ‘fracaso’ hace que el objetivo siguiente sea más grande, más complejo, más ‘perfecto’ y por ende, más inalcanzable. Ahí está la trampa, porque al buscar la perfección en lo que se quiere alcanzar –una relación de pareja, un trabajo, el resultado en un examen, la aplicación a una universidad, etc.-, las personas se pasan la vida buscando lograr lo imposible. Y con el tiempo esto se va convirtiendo en el pretexto para no tener una relación de pareja estable porque la otra persona siempre va a tener un ‘pero’; para no tener que buscar trabajo porque ninguna de las ofertas estará a la altura de lo que la persona está buscando; para no acabar una carrera porque la tesis tiene que ser tan increíble y tan perfecta que para la persona es imposible empezar a escribir; y así sucesivamente.

 

Aprender a equivocarse, a aceptar que no se entregó un trabajo tan perfecto como se pensaba, que la pareja a veces no hace lo que esperamos o lo que teníamos en mente, que los resultados de un examen, una prueba o una tesis no están a la altura de nuestras expectativas, es una manera de aprender a vivir la vida de manera más liviana, más flexible y sobretodo, más real. Es comprender que el esfuerzo lo lo tiene que hacer cada uno pero los resultados no están en nuestras manos. A través de esta comprensión es posible empezar a desprenderse del resultado para centrar la atención en el camino que se va recorriendo para llegar a una meta, porque es en este proceso donde realmente se aprende. Cuando el resultado coincide con lo que se esperaba o supera las expectativas, sin duda es gratificante. Pero cuando no se cumplen las expectativas las personas se van volviendo esclavas de los resultados, hasta llegar al punto que muchos definen como ‘bloqueo’: “Estoy bloqueada. Por más que intento moverme en alguna dirección, no logro arrancar. Tengo todo en mi cabeza, pero no sé cómo moverme y me da miedo no cumplir con lo que tengo pensado”, me decía hace poco una joven de 30 años que no ha podido terminar su tesis de posgrado.

 

En la vida hay errores o fracasos que no se pueden controlar, que simplemente ocurren. Frente a estas situaciones lo único que puede hacer la persona es enfrentarlas para superarlas. Pero hay otros fracasos que tienen su origen -consciente o inconscientemente- en las restricciones que las personas se autoimponen por la aspiración a alcanzar y lograr la perfección. Y es comprensible que tantas personas aspiren a esta perfección porque es lo que la sociedad actual vende a través de los medios, lo que se les pide implícitamente a las personas en los procesos de reclutamiento y selección de candidatos para desempeñar cargos, lo que se espera de quienes entran a las universidades, lo que los padres le exigen a sus hijos a diario. “Creo que si nosotros bajáramos el nivel de exigencia en la casa, nuestro hijo no sería un problema porque no es que él pierda las materias, es que a nosotros no nos parece suficiente lo que él hace”, me decía un padre hace unas semanas pidiéndome que ‘arreglara’ el problema de su hijo de 11 años que ya no sacaba 10 en todo, sino 8. Parecería entonces que el origen del problema –como el de muchos otros- proviene de la forma como hemos estructurado el mundo: cada vez es más difícil –si no imposible- no ser víctimas de la aspiración a ser perfectos, por lo cual es cada vez más difícil para las personas manejar y superar la frustración. Se trata entonces de un problema social de carácter estructural.

 

Cuando las metas y objetivos son grandes, el primer paso para alcanzarlos es descomponerlos en pequeñas partes hasta llegar a lo más sencillo y lo más simple. Así será posible ir avanzando en la introducción de pequeños cambios que, uno tras otro, van llevando a alcanzar el gran objetivo. Comenzar con lo pequeño facilita liberarse del perfeccionismo porque los errores en lo pequeño tienen consecuencias mucho menos ‘graves’. Aunque también en lo pequeño se puede sentir frustración, necesariamente tendrá que ser menor y más manejable. Así la persona le va perdiendo el miedo a equivocarse, va desarrollando una tolerancia cada vez mayor, se va liberando de la tiranía de la creencia que si lo que se hace no es perfecto no se debe hacer, y llega a comprender el inmenso valor de las sabias palabras de Albert Einstein: se necesita un nuevo modo de pensar para poder resolver los problemas producidos por el viejo modo de pensar.

 

Ximena Sanz de Santamaría C.

Psicóloga – Psicoterapeuta Estratégica

 

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