«El sentido de la vida cambia con la vida”
El filósofo alemán Emmanuel Kant, decía que la gran mayoría de los problemas de los seres humanos derivan, no de las respuestas que se dan, sino de las preguntas que se hacen (Nardone, 2009). Hacerse preguntas, cuestionarse, dudar, es una característica humana muy importante porque es la que en gran parte ha llevado al desarrollo de la humanidad. Los avances en la ciencia, la tecnología, la medicina, entre otras, se han dado gracias a la curiosidad de los seres humanos y al interés por adquirir un mayor conocimiento y bienestar. En el campo de las matemáticas, de la física, de las ‘ciencias duras’, son importantes las preguntas que impulsan a los seres humanos a buscar una respuesta. El problema es que en el mundo de las relaciones humanas, de la vida humana, muchas de las preguntas que se hacen las personas no tienen una única respuesta, o más aun, no tienen respuesta. Y esa falta de respuestas engendra con frecuencia más dudas e interrogantes que, como la pregunta inicial, tampoco tienen respuesta. y esta incertidumbre termina generando en las personas sensaciones como angustia, ansiedad, desesperanza y miedo, que pueden volverse insoportables.
Preguntarse cuál es el sentido de la vida no es algo nuevo. El ser humano, desde sus inicios, ha estado en la búsqueda de una única respuesta a esta pregunta. Y a pesar de todos los intentos por lograrlo, es una pregunta que sigue vigente para todos. Es posible que la razón sea que no existe una única respuesta teniendo en cuenta que todo en la vida va cambiando y el sentido de la vida no es la excepción.
El sentido de la vida no sólo cambia de una persona a otra: cambia también en función de la edad, del contexto, de la cultura en la que está inmersa cada una; cambia teniendo en cuenta las creencias y las experiencias. El sentido de la vida no es el mismo para un niño que está empezando el colegio que para una persona que está terminando la universidad; como tampoco es el mismo para una persona que lleva luchando años contra una enfermedad como el cáncer, que para una persona que jamás ha tenido que enfrentar una enfermedad grave. El sentido de la vida es necesariamente diferente para una persona que cree en Dios que para un ateo. No porque sea mejor una creencia que la otra, sino simplemente porque son creencias distintas que le dan a la vida un sentido diferente.
“Cuando entré al mundo laboral, el sentido de la vida estaba en tener dinero, carros, en poder hacer grandes viajes, en vivir en Nueva York porque es la capital del mundo. Ahora me doy cuenta que esas son ilusiones y trampas de mi mente. En este momento el sentido de la vida está para mí en ser capaz de vivir el presente, de disfrutar del minuto que estoy viviendo sin pensar en el que venga después. Y aunque todavía me falta lograrlo para cada minuto del día, el simple hecho de hacerlo consciente y de lograrlo de vez en cuando, le ha cambiado completamente el sentido a mi vida”, me decía un hombre después de haber ‘batallado’ durante años tratando de encontrar una única respuesta a una pregunta que no la tiene.
Preguntarse en abstracto cuál es el sentido de la vida con la pretensión de encontrar una respuesta intelectual, racional, que permanezca en el tiempo y tenga validez universal, conduce a una batalla que está perdida de antemano porque implica desconocer que cada individuo es único, diferente a los demás, como lo son también cada momento de vida y cada experiencia. Pero sobre todo desconoce el hecho de que para poder saber, hay que vivir primero, porque es sólo a través de la experiencia que es posible llegar a una respuesta. Experiencias distintas conducen a creencias distintas y a respuestas distintas, tal como le ocurrió a la persona que, mientras se mantuvo deslumbrada por el mundo laboral en un banco, el sentido a la vida estaba en la posesión de cosas materiales; pero al cabo de un tiempo, después de vivir la experiencia, el sentido de la vida cambió. Y así pudo descubrir que el problema real no estaba en encontrar la respuesta sino en la pretensión de encontrarle una respuesta única a la pregunta que se estaba planteando: “Lo más importante de este descubrimiento para mí ha sido ver que el sentido de la vida cambia y que no es posible encontrarlo a través de la cabeza, de la mente. Hay que vivir para poder saber”.
Quizás el sentido de la vida se ha buscado utilizando los mismos métodos que se emplean en las ciencias duras, pero en este caso para responder a preguntas de la trascendencia de las que todos nos planteamos permanentemente –con o sin conciencia de ello- sobre el ‘sentido de la vida’. ¿Será esta una de nuestras más grandes equivocaciones? Me atrevo a pensar que sí, y es mucho el daño que nos hace. El sentido de la vida no se encuentra, no se obtiene a través de una pregunta lógica que busca una respuesta como en una fórmula matemática: se obtiene a través de la experiencia. Y esta es maravillosamente única para cada persona. Viéndolo desde esta perspectiva, es posible pensar que cada ser humano puede llenar de sentido la vida que lleva.
Ximena Sanz de Santamaria C.
Psicóloga-Psicoterapeuta Estratégica
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