Para disipar la oscuridad, hay que sacarla a la luz
“¿Por qué el mundo? ¿Por qué aquí? ¿Por qué ahora?
Necesitamos vencer la oscuridad, el temor, la maldad, el desaliento, la desconfianza.
Si no nosotros, ¿quién?
Demuéstrense quiénes son. Toquen sus corazones, acérquense a su verdad en sus corazones”.
Sri Mataji Shaktiananda.
“Me reventé. Entendí lo que algún día hablamos respecto a qué significa reventarse por trabajar en exceso porque lo viví en carne propia. Y ahí salieron todos mis fantasmas, mi peor oscuridad, las obsesiones y los pensamientos más horribles; jamás pensé que tuviera tanta oscuridad por dentro”, fueron las palabras de Eduardo[1].
En el año 2016, Eduardo buscó ayuda porque su familia estaba desesperada a raíz de un Trastorno Obsesivo Compulsivo (TOC) que él presentaba. Los rituales eran cada vez más frecuentes, más ruidosos, a tal punto que Eduardo no dejaba dormir ni a su familia ni a sus vecinos, lo que llevó a tener un problema con la policía. Fue ahí que finalmente Eduardo aceptó buscar ayuda e hizo un proceso –a mi juicio valiente y maravilloso- para aprender a manejar el exceso de pensamientos que le llegaban y que él buscaba bloquear –sin éxito- a través de sus rituales. El proceso concluyó cuando fue evidente para él y para mí que, aunque esos pensamientos seguían llegando, él ya había logrado un cambio de creencia y se daba cuenta que los rituales, en lugar de detener las obsesiones, lo que hacían era alimentarlas. En ese punto, dejamos de vernos.
Hace un par de meses recibí una llamada de un número desconocido: era Eduardo. Me pidió una cita porque quería hablar de todas las cosas que le han pasado en los últimos dos años. El tono de la voz era diferente al que había oído años atrás: no sonaba ansioso ni desesperado. Al contrario: al otro lado del teléfono se oía a una persona alegre, contenta, con inmensos deseos de compartir lo que él mismo definió como unos de los períodos más oscuros de su vida.
“A finales del año pasado, pasé por una de las peores crisis, tal vez la peor crisis que he tenido en mi vida”. Desde que dejamos de vernos, Eduardo empezó a tener un gran éxito laboral, cosa que no solamente era un motivo de admiración para él sino también para las personas a su alrededor. Tanto sus familiares como sus amigos y su novia, estaban constantemente motivándolo a que siguiera trabajando, a que buscara más opciones de viajes, de producir, de tener cada vez más contactos para mantener el éxito laboral. Estas expectativas externas, sumadas al éxito que estaba teniendo, lo llevaba a trabajar día y noche (literalmente) pensando que en ese éxito profesional iba a encontrar su éxito en la vida. Pero al poco tiempo de estar sosteniendo ese ritmo de trabajo empezó a sentirse emocionalmente mal. Los pensamientos obsesivos regresaron, pero esta vez ya no estaban relacionados con su trabajo ni con el miedo al fracaso: esta vez giraban en torno a él como ser humano, a lo que él mismo definió como ‘mi oscuridad’.
Todo empezó una tarde en que, después de haber pasado meses de trabajo intenso, tuvo un lapso de tiempo libre, tiempo para pensar en él. Comenzó haciendo una ‘recapitulación’ de lo que había sido su trabajo en los últimos meses y terminó dándose cuenta que gran parte de lo que lo había llevado a trabajar tanto era lo que él llamó “mi ego”. Una necesidad de mostrarse, de ser reconocido, de estar por encima de otros colegas, de tener un nombre. Y aunque Eduardo reconoce que así funcionan la mayor parte de las personas el mundo actual, justamente era eso lo que le molestaba: que siempre había sentido que así funcionaba el mundo pero él no, que él era una persona sencilla y bastante independiente de las normas sociales. Pero acabó por darse cuenta que funcionaba igual al resto del mundo. Y también comenzó a ver que, además de ser tan arrogante como lo pueden ser tantas otras personas en el mundo, también se estaba moviendo por envidia: envidia con sus colegas, incluso con sus amigos y hasta por el éxito de su ex novia, con quien finalmente terminó porque dejó de dedicarle tiempo a la relación porque supuestamente tenía que trabajar. Pero parte de lo que pudo constatar en ese proceso de autoconocimiento fue que el trabajo se le había convertido en una disculpa que ocultaba lo que realmente estaba sintiendo: envidia. Envidia porque su novia era tan o incluso más exitosa que él y él no estaba pudiendo compartir genuinamente el éxito de ella. ¿Quién quiere reconocer que siente envidia por una persona que quiere y por la que en teoría, tendría que alegrarse?
A partir de ese ‘granito de arena‘ Eduardo fue construyendo una montaña cada vez más grande bajo la cual fue quedando sepultado (Nardone, 2009). Darse cuenta que el hecho de no ser un sicario, un ladrón, de no ser infiel, de no maltratar a su pareja o a su familia no era sinónimo de que no tuviera debilidades o aspectos por trabajar, empezó a disparar en él una ansiedad incontrolable. Se sentía tan avergonzado de sí mismo que se alejó de sus amigos, de su familia, empezó a dejar de trabajar y a pasar días y noches enteras torturándose y culpándose por lo que estaba descubriendo de sí mismo, por su ‘oscuridad’. Finalmente, semanas después de vivir así, accedió a hablar con una con quien había tenido siempre una relación muy cercana. Y fue en esa conversación que por primera vez pudo exteriorizar todo eso que estaba pensando y sintiendo desde hacía tanto tiempo. Aunque con vergüenza y con miedo ser enjuiciado, “fui brutalmente honesto conmigo y con ella, y eso me generó algo de alivio por primera vez en meses. Hablando con ella fue que me di cuenta que quería volver a hablar contigo para trabajar en mi oscuridad en lugar de seguirla ocultando”.
Para nadie es fácil descubrir que, independientemente de nuestras buenas acciones, de nuestras buenas relaciones, de lo “buenos” que podamos sentirnos en nuestra cotidianidad, todos tenemos aspectos por trabajar, por mejorar, ‘oscuridades’ de las que no nos sentimos orgullosos, que se hace más difícil porque socialmente nadie quiere ser visto como el malo, el raro, el enfermo. El problema es que esa oscuridad de la que habla Eduardo no se disipa por ocultarla. Al contrario: el intento de ocultarla la hace aun más oscura y, por eso mismo, más difícil de trabajar. Pero basta un rayo de luz para disipar la oscuridad; y tal como ocurrió en el caso de Eduardo, el primer rayo de luz fue empezar a vernos, a reconocernos y a aceptarnos como personas imperfectas; seres humanos con inseguridades, envidias, dolores, rabia, recuerdos indeseados, entre tantas otras cosas que todos compartimos como seres humanos. Y una de las mejores maneras de superar estas debilidades es adentrándonos en la oscuridad ya que, en palabras de William Shakespeare, no hay noche tan larga que no vea el día.
Ximena Sanz de Santamaria C.
Psicóloga – Psicoterapeuta
MA en Terapia Breve Estratégica.
Twitter: @menasanzdesanta
Instagram: @breveterapia
[1] Nombre ficticio para proteger y respetar la confidencialidad del consultante.
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