Un problema alimenticio que quedó atrás

Este es el testimonio de una mujer valiente, que fue capaz de enfrentar tanto sus miedos como el problema alimenticio que tenía desde hacía muchos años. Que después de haber trabajado en si misma ha descubierto y puesto en práctica lo que dijo Nelson Mandela: y es que al terminar de escalar una montaña se dio cuenta que le faltaban mil más. Lo que hace la diferencia es la experiencia y las estrategias que estas nos van dando para ser capaces de seguir enfrentando y escalando los obstáculos que siempre se presentan.

No tengo claro el momento exacto en que inicié una tormentosa relación con la comida, y en general con mi cuerpo. Podría remontarme a varios momentos, tan tempranos como la niñez, o a épocas algo más complejas, como la adolescencia. En todo caso, y para propósitos de este ejercicio, la causa del problema no viene al caso. Por justicia con el tiempo del lector, creo que basta con decir que hace dos años llegué a un momento en mi vida bastante incomodo, triste y confuso. Si hablamos de trastornos alimenticios, la gente necesariamente piensa en anorexia o bulimia. Mi problema no estaba asociado con ninguno de estos y por esto explicar mi proceso, resulta algo más difícil.

En la superficie mi vida le podría parecer normal a cualquier, incluso envidiable. Una familia relativamente estable, padres separados, sí, pero ambos presentes. Me gradué de una de las mejores universidades del país, y rápidamente empecé a trabajar en una empresa prestigiosa y reconocida. No me declaro el ser más sociable del planeta, pero siempre he gozado de buenos amigos. Desde que recuerdo, siempre había sufrido con “algunos kilitos de más”, de los que solía deshacerme fácilmente haciendo ‘dietas’ con mis amigas. Primero la ensalada con pollo, y después dos días de sopas, atún y frutas si se acercaba un paseo el fin de semana. Lo han hecho, verdad? Hacer dieta y ‘cuidarse’ es parte de la ‘normalidad’ en la que vivimos las mujeres colombianas, y por eso, para el final de mi adolescencia nada parecía desencajar. En todo caso, empezaba a presentir que algo no andaba del todo bien conmigo.

Empecé a darme cuenta que la presión a la que estamos sometidas las mujeres, en mí ejercía mayor fuerza, y poco a poco empezaba a controlarme. Sentía que le daba más importancia a ‘estar flaca’ de lo que le da una mujer promedio (¿o me equivoco?), con un agravante: entre más importancia le daba al número en la pesa, más aumentaba. Y fue así como lenta y erróneamente empecé a asociar sentimientos como la felicidad, la plenitud, el amor y la gratificación, con el ‘estar flaca’. Y entonces declaré una auto-guerra que hasta hace muy poco creí eterna. En todo caso, todo seguía “encajando”.

 

No obstante, el tiempo pasaba y la situación parecía agravarse. Mi relación con la comida empezaba a conquistar rápidamente todos los aspectos de mi vida. Y no desde el placer, el disfrute y el goce que viene de compartir un asado con amigos, o la dicha de cocinar un plato nuevo o ir a comer helado el domingo. La comida empezó a ser una obsesión con la que me estaba destruyendo. La comida era la causa y al tiempo el escape de una ansiedad que me empezaba a definir, sin que yo me diera cuenta.

 

Contar los detalles, para lograr que las personas entiendan el nivel de angustia de ese entonces, es vergonzoso, y sin duda, podría ser motivo de burla para otros. No obstante, me siento con la responsabilidad de contarlos para intentar aliviar, así sea un poco, cualquier lucha interna que este librando algún lector. Empecé a decir que NO a planes a los que me invitaban. Con mayor frecuencia me quedaba en mi casa, porque para ‘mis estándares’ no estaba en el peso que quería, y creía que eso era lo único que las personas veían de mí. Ahora veo fotos de esa época y de verdad que era una persona normal. Pero yo empecé a ver otra cosa (nuevamente no era anorexia). Mi distorsión era emocional y por eso me convencí de que no podía estar plena si no era flaca. Así empezó todo, y mes a mes las cosas empezaron a volverse más graves. Me pesaba 3 veces al día, solo para comer desenfrenadamente después de ver que no estaba en “mi peso ideal”. Y claro, al comer desenfrenadamente, seguía viendo, 3 veces al día, que mi peso aumentaba. Y entonces volvía a los 2 días de sopas y verduras. A la dieta de las ajugas, al detox, a todo lo que fuera socialmente aceptado como ‘saludable’. Y pongo esto entre paréntesis, porque hay dietas que aceptamos como normales, que siguen apareciendo en las revistas de las peluquerías, que nos siguen sugiriendo porque ‘ las hacen las famosas’.

 

El caso es que entre más dieta y restricción, más me alejaba de la forma en que quería sentirme. Cada vez sentía más ansiedad. Llegué a comer tantos dulces que me mareaba, y peor que eso, era la culpa y la vergüenza que sentía conmigo misma. Salir un fin de semana con amigos era un tormento porque no podía entender que las personas se comieran solo un pedazo del pastel. Yo quería comérmelo todo, y escondida en un baño, sin que nadie me viera, mientras me culpaba con cada bocado. La situación era confusa: a pesar de que me había aprendido religiosamente las “reglas” propias de cada dieta, y las había unido todas en una lista intachable, pasaba de un extremo al otro. Muy a pesar de las muchas calorías que llegué a consumir en media hora, no tenía apetito. Comía desde un vacío interno, y la comida no era lo que me provocaba propiamente. Era tan absurdo, que no mezclaba frutas con comida, ni tomaba líquidos, y comía la ensalada sin dressing, pero al tiempo podía comerme 4 snickers de una sentada.

 

Fue entonces cuando decidí buscar ayuda. Y no precisamente de un dietista. Necesitaba de alguien que me explicara qué era lo que ocurría conmigo. Por qué quería hacerme tanto daño, si conscientemente deseaba ser feliz, salir, tener más amigos, enamorarme. El proceso fue lento y afortunadamente llegue a la persona correcta. Con Ximena no nos enfocamos en ver por qué había llegado a ese punto de incomodidad, sino qué podía hacer para remediarla.

 

La instrucción desde la primera sesión fue clara, única y aterradora: debía comer sin restricciones, pero en orden. ¿Sin restricciones? ¿Cómo podía ser eso posible? Temí que me fuera a volver como un elefante, porque sabía la cantidad de comida que era capaz de ingerir. Curiosamente el resultado empezó a ser muy satisfactorio. Si me sentaba y sabía que podía comer de todo, de alguna forma empezaba a llenarme con más facilidad. Esos dulces y comidas prohibidas a las que sucumbía en el más íntimo dolor, ya no parecían tan atractivas como antes. Poco a poco empecé a perder el peso. Empecé a hacer más ejercicio. Ahora, sería mentira decir que no han vuelto a haber episodios. Y digo esto, porque me preocupa que algunas historias de éxito suelen enviar un mensaje que personalmente creo equivocado: el mensaje de que después de superar un problema, la vida es perfecta. No. La lucha es día a día. Es la lucha por ser más flexible conmigo misma y con el mundo en general. La lucha por seguir convenciéndome día a día que las contantes no son de humanos, pero que la constancia es lo que logra vencer cualquier imposible.

 

Hoy miro atrás, y mi relación con mi cuerpo y la comida es diametralmente opuesta a lo que era antes. Cuando antes luchaba contra mi figura latina voluptuosa, hoy intento levantar más peso en el gimnasio para aumentar los glúteos de los que cada vez me siento más orgullosa. Para algunos esto puede sonar superficial. Pero para mí es todo menos eso. Es el orgullo de haber acabado con creencias limitantes y dolorosas. El convencimiento de que es posible transformar aquellos que juramos como verdad, en la mentira más absurda. Hoy estoy enamorada de lo que el cuerpo humano es capaz de hacer, de su sabiduría. Hace dos años que no me peso. No tengo idea cuál es mi peso, y la verdad es que poco o nada me importa. No obstante, y aún si cada vez estoy más segura de mí, este nuevo capítulo de reconciliación ha traído reflexiones con las que sigo trabajando. Esto, porque cada vez hago más consciencia de mi rol como mujer, y de lo mucho que debemos liberarnos de lo que se espera de nosotras. Aún asociamos mucho nuestro valor con nuestro físico, y cada vez más me quiero enfocar en otras cosas. Cuando tomo onces con mis amigas, o nos vamos de paseo, veo conductas que aún si parecen normales (porque muchas las tienen) creo que traen repercusiones para el futuro que hoy no vemos. Tengo amigas que desayunan un huevo, o no desayunan, y que antes de meterse al vestido del matrimonio empiezan dietas con muy baja ingesta calórica. El peso se pierde claro, y rápidamente, pero ¿qué tan educados estamos sobre cómo debemos alimentar al cuerpo? Además, ¿cómo podemos  criticarnos tan crudamente?

 

Hoy sigo investigando y cada vez quiero educarme más en el tema. Es absurdo que las mujeres vivamos restringiendo un cuerpo, que poco a poco debilitamos. Es absurdo que compremos estándares de peso imposibles de sostener desde un punto de vista saludable. Hoy celebro todos los esfuerzos y movimientos que nos empoderan, más allá de nuestra sexualidad. Tenemos que convencer a las generaciones entrantes sobre la responsabilidad de cambiar un mundo aún machista, en el que, hipócritamente celebramos la feminidad a través de Instagram y otras redes sociales, pero rechazamos la diferencia, las formas distintas, y los cuerpos que no ‘encajan’ en el ideal de belleza que nos han impuesto por años.  Apoyo 100% todo deporte que nos haga más fuertes.

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