Cómo superar un ataque de pánico
Andrés llegó a consulta después de haber vivido una experiencia muy dolorosa: un ataque de pánico. Después de este ataque, Andrés quedó muy angustiado a tal punto que pensó que nunca iba a poder tener una ‘vida normal’ de nuevo. Aquí un maravilloso testimonio de cómo, contra todos sus miedos y creencias, Andrés logró superar el miedo para convertirlo en coraje y enfrentar la vida a diario.
He vivido momentos difíciles por cuenta de ataques de pánico. Intenté sobrellevarlos durante casi un año. Procuré enfrentar los problemas como había hecho hasta entonces pero fue en vano. Sentí desesperación porque la situación no se remediaba. Por fin entendí que el método y la aproximación al problema eran incorrectos. Comencé por compartir mi situación con mis familiares y reconocí la necesidad de recibir ayuda terapéutica. Ambas cosas me aliviaron enormemente. Este proceso ha significado para mí un maravilloso descubrimiento interior.
Hace unos meses escuché una lectura de un yogui indio. Él decía que intentar controlar la mente no era posible para el hombre corriente. La describió como un caballo que relincha. La respuesta me desconcertaba. Habló de la necesidad de perfeccionar la respiración para controlar estados mentales y emocionales alterados. Pero yo había probado algunas técnicas con buen resultado sin que los miedos hubiesen desaparecido del todo. Especialmente el miedo al ataque de pánico. Se trataba casi de un temor reverencial, petrificante, como una de esas estatuas grises de las catedrales góticas.
Gracias a las técnicas de la terapia me di cuenta que en esa misma catedral monumental, las rosetas y los vitrales tamizaban columnas de luz. Donde había oscuridad flambeaba también la luz. Dejé de luchar contra mí mismo. Me amisté con mi propia mente y su cualidad ha mejorado. Ahora me siento más fortalecido y con el carácter más templado. Sé que este es un proceso pero me entusiasma e ilusiona el progreso. Los ataques de pánico han desaparecido. La sensación previa que sentía antes de que ocurriesen no ha vuelto a aflorar salvo en dos ocasiones sin mayor turbación y consecuencias.
Una de las cosas más importantes del proceso ha sido aceptar esa dualidad interior sin reprimirla y atemorizarse. El primer paso implicó enfrentar los miedos tanto mental como físicamente. El descubrimiento ha sido extraordinario. Lo que he experimentado es que a medida que la mente observa sin involucrarse emocionalmente, como si fuera un testigo, los malos pensamientos disminuyen por sí solos hasta incluso desaparecer del todo. La mente no se aferra más a ellos. Los miedos lentamente se desdibujan, se esfuman y crece el poder de la voluntad. La constatación de que nada malo ocurre en el plano físico consolida esta experiencia.
El discernimiento y el desapego son dos cualidades que he ido cultivando con la terapia. Pero no me refiero a un discernimiento intelectual. Hablo de discernir por qué estoy sintiendo aquello, por qué se dispara tal emoción, qué situación trae a mi mente este pensamiento y de qué se trata. En últimas, acercarme en la comprensión de cuál es mi verdadera naturaleza. Corroboré mi creencia derivada del yoga que el cuerpo y la mente son una misma manifestación de energía y que por tanto es arduo trazar una frontera que los divida. Yo soy cada célula que vibra, cada pensamiento que aflora. En medio del frenesí del mundo, de las relaciones sentimentales y de las obligaciones laborales, discernir correctamente me parece una fuente de fortaleza. En este sentido, el desapego ha consistido en aceptar el cambio cortando ciertos vínculos, miedos y dolores. Quiero decir emanciparme de mi mente y no ser esclavo de ella.
Discernir, o si prefieren observar, ha disipado algunos temores. Incluso me atrevo a reírme de ellos. Y ahora entiendo mejor el sabio consuelo del mosquetero Athos al joven D’Artagnan, cuando le dijo: “Sois joven y vuestros recuerdos amargos tienen el tiempo de convertirse en dulces recuerdos”. Tengo claro que el destino podría barajar en el futuro tribulaciones que parecerán más insuperables y que harán empequeñecer y desdibujar las actuales. Cada experiencia es individual, y no sabemos bien cómo lidia cada persona con acontecimientos iguales. Pero llevado al extremo este subjetivismo relativista puede enmascarar condiciones objetivas que podrían ayudar a sobrellevar mejor ciertos problemas o mirarlos desde otro punto de vista. Es innegable que hay gente que lleva vidas más sufridas, con mayores privaciones y no sólo materiales. Su testimonio no consuela pero nos ayuda a poner en una mejor perspectiva la gravedad de nuestros problemas, que guiados por emociones desbocadas pueden cobrar sin demasiada justificación unas proporciones oscuras demasiado grandes.
Ahora, me arriesgo a estar en aquellas situaciones que temía y contemplo desfilar los peores pensamientos imaginables sin que me perturben. Sé que pueden resurgir viejos temores o nacer nuevos. Pero he aprendido que este es el proceso natural de la mente. Puedo invocar estas impresiones cuando quiero y trabajo para despejarlas cuando asoman caprichosamente. Sin duda, podemos no controlar la mente o prescindir totalmente del miedo, salvo que seamos algún ser dotado de un nivel superior de conciencia. Sin embargo, podemos aprender a disciplinarlos. Podemos entrenar la mente y rendir más manso el potro indómito del que habló nuestro amigo indio. Las veces que el potro ha intentado tumbarse de la silla no he caído al piso y me he recuperado más rápido que antes. He vuelto al ruedo sin demora.
El desarrollo del discernimiento y del desapego me han dado más coraje y mejores perspectivas sobre la vida. Estas dos cualidades me parecen indispensables para superar poco a poco nuestra naturaleza animal. Los animales, hasta dónde sabemos, no tienen conciencia de tener conciencia. Una vez comprendido este hecho poderoso, más allá de intelectualizarlo, he podido darle un sentido más profundo a este proceso. Estos episodios que he vivido desde hace unos años, me han hecho más paciente y compasivo de los dolores y males ajenos. Asimismo, me han permitido apreciar más la vida y descubrir un tesoro llamado yoga satyananda. En esta terapia he entendido cosas insospechadas de mí y de la vida. No habría progreso ni evolución de ningún tipo si suprimiéramos el dolor, la muerte y el sufrimiento. No hay placer sin sufrimiento. No obstante, estamos en capacidad de lidiar mejor con ambos si conocemos el método correcto. Librarse poco a poco de muchos grilletes mentales y emocionales para hallar el sosiego mental y el contentamiento, significa para mí una gran evolución espiritual. Esta es una visión que me gusta y que hubiera tardado en comprender si no me hubiera topado con uno que otro infortunio.
Para terminar, quisiera traer de nuevo esa imagen de la catedral gótica. Nosotros somos ese templo y allí anidará tanto la luz como la oscuridad. No se podrían derruir las gárgolas sin con ello destruir el templo. Pero no hay que desesperar pues son sólo gárgolas. Algunas de estas catedrales han sobrevivido en su compañía y sin sacudírselas desde la profundidad de los siglos. En el corazón de la nave central, en una de sus criptas interiores, he tallado un diálogo de un libro que amo y que ahora comprendo mejor. Expresa una de las lecciones que atesoro de esta terapia:
-“De Worms le contemplaba absorto. Quiso hablar, pero Syme lo interrumpió con sorda y exaltada voz:
“¿Quién había de permitirse atacar al ser que no le asusta? ¿Cómo rebajarse al papel de simple bravucón, como cualquier luchador alquilado? ¿Ni quién ha de pretender ignorar el miedo, como un árbol inconsciente? Hay que combatir contra lo que nos infunde temor. Acuérdese usted del cuento de aquel clérigo inglés que prestaba los últimos auxilios a un bandido italiano. Éste, en su lecho de muerte, le dijo: “Yo no tengo dinero con que pagarle, pero puedo darle un buen consejo para toda la vida: “El pulgar en la hoja, y herir para arriba”. Yo también le digo a usted: herir para arriba, y a las estrellas si es preciso” (G. K. Chesterton, El Hombre que Fue Jueves).
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