Fobia a los tiburones
Los momentos no llegan, ¡se crean!
Tomar la decisión de buscar ayuda, independientemente de si es ayuda psicológica, psiquiátrica, médica o ayuda de los padres o amigos, no es siempre una decisión fácil. Implica reconocer que hay algo que no estamos pudiendo hacer y necesitamos de alguien más para poderlo resolver; asimismo, nos obliga a enfrentarnos con nosotros mismos y a reconocer que puede haber algo que tenemos que cambiar, cambios cuya necesidad hemos podido sentir previamente pero que, por uno u otro motivo, no hemos querido enfrentar. Tememos que buscar ayuda, sobre todo si es de carácter terapéutico, nos exija abrir esa ‘caja negra’ a la que le hemos estado huyendo durante meses o incluso años.
Hace un tiempo llegó a mi consultorio una mujer que llevaba treinta años cargando sobre su espalda una fobia al ascensor. No recordaba qué la había generado, sólo sabía que desde hacía treinta años no se montaba en un ‘aparato’ que al resto de humanidad no sólo le parece normal, sino además muy útil. “Yo veo que la gente se monta tranquila y no le importa pero yo me siento incapaz, es que no me puedo montar”, me decía agotada después de haber subido diez pisos a pie. En el momento que llegó a la terapia –era la enésima que buscaba-, ya había logrado organizarse para poder vivir con la fobia: cuando tenía alguna reunión de trabajo llamaba previamente a averiguar en qué piso era con el fin de calcular el tiempo que se demoraría subiendo por las escaleras. Si era una reunión informal lograba que se hiciera en un café, en un primer nivel o en algún lugar en el que no tuviera que usar el ascensor; en los hoteles se hacía cambiar de cuarto cuando el que le asignaban quedaba en un piso muy alto, entre otras cosas. Así logró que no sólo ella sino también su familia, organizaran su vida en torno a su fobia al ascensor.
Como ya había hecho varios intentos previos de terapia y ninguno había funcionado, llegó a la primera consulta diciendo que tenía curiosidad de ver si finalmente lograba montarse en un ascensor, advirtiendo al mismo tiempo que el sólo hecho de pensarlo la hacía darse cuenta que eso nunca iba a ser posible.
Fue así como a pesar de tener su vida montada sobre una fobia que mal que bien ya manejaba, tomó la decisión de enfrentarse a uno de sus mayores miedos: montar en ascensor. El trabajo que hizo fue fascinante. Además de haber sido capaz de superar su fobia -actualmente se monta en cualquier ascensor sin pensarlo y sin sufrirlo-, éste trabajo le permitió abrir la puerta para ver otras cosas de ella y de la manera como vivía su vida que también necesitaban un cambio. Empezó por reconocer que era una persona muy controladora que la llevaba a ser muy inflexible y rígida, no sólo con los demás sino también con ella misma: le costaba trabajo cambiar en cosas tan sencillas como variar de plato en el restaurante al que siempre iba, tomar rutas aledañas para llegar a su casa, delegarle a su esposo algunas labores de la educación de su hijo sin necesidad de estarlo supervisando, entre otras cosas. Aunque comportamientos como estos pueden parecer cosas sencillas y hasta banales, para ella era muy duro darse cuenta que no tenía la flexibilidad de cambiar; que a pesar de tener claro en su cabeza lo que quería hacer diferente, no lo lograba porque la dominaban los modelos rígidos de comportamiento que ella se había impuesto. Era lo mismo que le ocurría con el ascensor: mentalmente empezaba a visualizar que se iba a poder montar, se soñaba que estaba montada y esto la hacía creer que lo iba a poder hacer. Pero al enfrentarse al “aparato”, no era capaz de montarse. “Físicamente no me puedo montar”.
Ante la frustración de ver que el cambio no era tan fácil y que el trabajo que había hecho para superar la fobia con los ascensores había destapado otros temas personales, decidió en un determinado momento parar el proceso terapéutico. El esfuerzo y el desgaste habían sido demasiado grandes y los resultados no se estaban dando tan rápido como ella esperaba. Estos son, sin la menor duda, los momentos en que el camino más fácil parecería ser la renuncia. Evitar enfrentar lo que genera miedo, angustia, esos ‘lados oscuros’ que todos tenemos y que sólo ‘salen a flote’ cuando hacemos un trabajo serio en nosotros mismos. Por eso en las etapas más difíciles de estos procesos personales es tan fácil abandonarlos.
Hacer un proceso en y con uno mismo –de cualquier tipo: psicológico, de coaching, médico, transpersonal, etc.- es una decisión difícil porque nadie puede hacerlo por uno. Aunque puede haber otras personas que guíen y acompañen el proceso, al final la única que puede confrontarse con sus ‘lados oscuros’ y explorar otras formas de hacer las cosas, es la persona misma. Esto es lo que hace tan difícil decidirse a pedir ayuda y lo que lleva a muchas personas a desistir de seguir trabajando cuando ya han comenzado el proceso. Siempre es “más fácil” evitar que enfrentar. El problema es que entre más tiempo se evita, más grande se vuelve el problema.
Unas personas empiezan a trabajar en sí mismas desde muy niñas; otras se esperan años para tomar la decisión de hacerlo. Ninguno de los dos caminos está ‘bien o mal’. Lo importante es que en el momento en que se identifique que hay una dificultad o un problema que puede ser muy específico –como una fobia, una obsesión, ataques de pánico- o más general –dudas sobre el futuro, angustias respecto al pasado, preocupaciones por no haber hecho lo suficiente para recuperar una relación amorosa, un amigo, etc.-, seamos capaces de enfrentarlo para empezar a trabajarlo. La paradoja es que muchas veces se prefiere mantener un problema porque éste nos protege de tener que enfrentar otros más grandes. Por eso es “más fácil” convencernos de que todavía no es el momento. Pero como me dijo mi paciente cuando se despidió la última vez que la vi: “No hay que esperar treinta años para resolver algo. ¿Para qué esperar tanto? ¿Por qué no enfrentar el problema ya? ¿Para que sufrir tanto? Si fui capaz de superar esto, ¡soy capaz de enfrentarme a lo que venga!” Por personas como ella me atrevo a afirmar que los momentos no llegan, ¡cada persona los crea!
Ximena Sanz de Santamaria C.
Psicóloga – Psicoterapeuta Estratégica