Detrás de un diagnóstico, hay una persona.

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Una tarde estando en clase, Giorgio Nardone nos contó la historia de un psiquiatra alemán que llegó a un hospital psiquiátrico para tratar a un paciente que no paraba de aplaudir. Al llegar, el psiquiatra le preguntó por qué aplaudía y el paciente le contestó: “Para espantar a los elefantes”. El psiquiatra se quedó pensando y le dijo: “Pero si aquí no hay elefantes”, a lo que el paciente respondió: “¿Ve?¡Funciona!”. El psiquiatra reflexionó sorprendido y finalmente le propuso al paciente que durante las siguientes semanas hiciera el experimento de dejar de aplaudir por un minuto a ver qué ocurría: si aparecían los elefantes, podía retomar su técnica; si no, se daría cuenta que los había hecho desaparecer. Cuando el psiquiatra regresó unas semanas más tarde, el paciente había dejado de aplaudir y estaba tramitando su salida del hospital.

A mi consultorio llegan cada vez con más frecuencia personas angustiadas porque han sido diagnosticadas con depresión, trastorno obsesivo compulsivo, trastorno de personalidad ‘borderline’, trastornos de ansiedad, hipocondría, psicosis, entre otras cosas. La mayoría, si no todos, buscan ayuda para aprender a vivir con su diagnóstico pues están convencidos que es una característica de su personalidad que nunca va a desaparecer. Así llegó hace unos meses un estudiante diagnosticado con esquizofrenia y depresión. Me contó que había tenido una ausencia de conciencia por la cual lo habían hospitalizado 24 horas, lo habían medicado y al momento de salir del hospital, había sido diagnosticado como esquizofrénico. Meses después volvió al mismo hospital presionado por su madre para que se hiciera una “valoración”, argumentando que había tenido un cambio de ánimo “del cielo a la tierra”: había pasado de ser una persona activa, alegre, con amigos, que jugaba fútbol todos los fines de semana e iba a la universidad sin falta, a estar encerrado en su casa saliendo de su cuarto únicamente a comer. “Accedí porque mi mamá estaba preocupada, y en la consulta me dijeron que tengo depresión”.

A medida que me iba contando lo que había ocurrido, fuimos descubriendo que cuando lo llevaron al hospital la primera vez nadie se preocupó por saber qué estaba pasando en su vida en ese momento que podría haber influido en el episodio de ausencia de conciencia que había tenido. Nadie supo que llevaba tres semanas sin dormir debido al altísimo nivel de estrés ocasionado por el cáncer que le habían descubierto a su padre, por las deudas que tenía su familia, y por la dificultad que estaba teniendo para mantener un buen rendimiento académico debido a las largas jornadas de trabajo -trabajo que había tenido que conseguir porque la enfermedad de su padre ya no le permitía ayudarle a pagar su estudio-. Nadie sabía que él estaba cargando con la tristeza de su madre quien lo esperaba despierta después de media noche para desahogarse con él porque no quería llorar frente a su esposo. Al llegar al hospital, los médicos sólo preguntaron por algunos síntomas para poder encajarlos en los criterios diagnósticos ya conocidos, como si la conducta humana obedeciera a una regla matemática en la que dos más dos siempre da cuatro.

Escuchando su relato comprendí lo que venía pasando con este joven que “de un día para otro” había pasado de ser una persona “normal” a ser un “esquizofrénico deprimido”. Sin darle mayores explicaciones, le dije que quería ver qué tan deprimido estaba y qué tanto podíamos trabajar en su esquizofrenia. Le pedí que durante las siguientes dos semanas pensara diariamente en cómo se comportaría y qué haría diferente si no hubiera sido diagnosticado con esquizofrenia y depresión. Si fuera “normal”.

Cuando abrí la puerta dos semanas más tarde, al verlo ya noté un cambio: estaba menos jorobado, llegó solo –la primera vez había llegado acompañado- y vestido en “ropa de calle” en lugar de sudadera. Me apretó la mano al saludarme y se sentó erguido en la silla, dos cosas que quince días antes no había hecho. “Me siento diferente”, me dijo tan pronto cerré la puerta. Al empezar a conversar me contó que la tarea había sido difícil de hacer, sobre todo al inicio. “Yo estaba convencido que mi vida iba a ser en un hospital, por eso dejé de hacer mis cosas. ¿O usted no hubiera hecho lo mismo si le dicen que tiene una enfermedad mental y que ya no es normal?”, me dijo con lágrimas en los ojos. “¿Para qué seguir luchando si soy esquizofrénico?” Con esa respuesta confirmé lo que había pensado en la primera sesión: el diagnóstico de la esquizofrenia lo llevó a aislarse no sólo porque la enfermedad significaba que no iba a tener la vida que había soñado, sino también porque le daba pánico presentar un episodio de ausencia de conciencia estando con sus amigos, o en mitad de una clase en la universidad. En pocas sesiones él pudo volver a la universidad, salir de nuevo con sus amigos, y retomar el fútbol. No ha vuelto a tener episodio alguno de pérdida de conciencia. Y lo más importante: dejó de sentirse esquizofrénico, superó la supuesta depresión y aprendió que para evitar otro episodio como ese, debe manejar el estrés de otra manera –cosa en la cual seguimos trabajando- y dormir al menos seis horas diarias.

En casos como este el diagnóstico, que se concibe como sinónimo de comprensión y solución a los problemas humanos, se convierte en todo lo contrario: el principal problema. Por un lado, ignoramos las circunstancias que vive cada persona y nos limitamos a buscar unos criterios que aplicamos de manera generalizada, olvidando que cada ser humano es en sí mismo un universo único. Con este proceder bloqueamos la capacidad creativa que necesitamos para descubrir formas tan novedosas de intervención como la del psiquiatra alemán, quien comprendió que tiene que ser la solución la que debe calzar con el problema y no al revés (Balbi & Nardone, 2009).

Con esto no quiero decir que los diagnósticos no puedan ser de utilidad en casos específicos, ni tampoco que las enfermedades mentales no existan. Lo que quiero es ilustrar los peligros que conlleva limitarse a hacer un diagnóstico como el que se le hizo a este joven. El miedo que produce enfrentarse con algo que no se sabe cómo tratar, o la dificultad inherente a encontrar alternativas novedosas de tratamiento, pueden conducir en ocasiones a acudir a un manual diagnóstico, corriendo el grave peligro de perjudicar a los consultantes, tal como ocurrió con el estudiante mencionado.

La pregunta de fondo es: qué es más importante, ¿el diagnóstico o la persona?

Ximena Sanz de Santamaría C.
ximena@breveterapia.com
www.breveterapia.com

Artículo publicado en Semana.com el 22 de noviembre de 2011

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