“Los burros y los humanos: dos animales más parecidos de lo que parece”.

Los burros y los humanos: dos animales más parecidos de lo que parece.

 

Había una vez un burro que vivía en un potrero y todos los días tenía que atravesar un camino para ir con su carretilla a buscar leña. Un día se levantó, salió de su potrero y se encontró con que había un tronco que se había caído y bloqueaba el camino. El burro se paró frente al tronco y se quedó pensando qué debía hacer para poder pasar. Al cabo de unos minutos se le ocurrió que lo mejor era pegarle un cabezazo para moverlo y así lo hizo: se armó de valor, cerró los ojos y mandó la cabeza contra el tronco. Sintió un dolor profundo, cayó al suelo después del impacto y cuando finalmente logró reincorporarse y abrir los ojos, el tronco seguía exactamente en el mismo sitio, no se había movido un centímetro. Entonces volvió a pensar qué debía hacer para poderlo mover y se le ocurrió que debía tomar impulso. Nuevamente se armó de valor, dio unos pasos hacia atrás, tomó impulso y corrió hacia el tronco lo más rápido que pudo. Esta vez el golpe fue más fuerte, el dolor más intenso y, además, se le abrió una herida en la cabeza. Y el tronco seguía exactamente en el mismo sitio. Pero a pesar de eso, el burro siguió repitiendo el mismo patrón creyendo que el problema era la falta de impulso, por lo que cada vez corría desde más lejos. Finalmente el burro murió con la cabeza abierta por terco y por bruto (Tomado de Tomado y adaptado de “Curar la escuela”, por Artini, A. & Balbi, E., 2001).

 

“Estoy aquí porque tengo 32 años y no he logrado tener una relación de pareja estable. Las cosas siempre empiezan bien, en el sentido que no siento que tenga problemas para levantarme a un man. Pero después me imagino que la embarro, que hago algo mal, lo que pasa es que no sé qué es. Pero sé que hago algo mal porque no me vuelven a llamar”. A partir de esta descripción empezamos a identificar cuáles habían sido hasta el momento las cosas que ella había tratado de hacer para tener una relación de pareja estable. Contó que en las primeras salidas siempre se mostraba como una persona tranquila, amable, ‘sin complicaciones’; se le medía a todos los planes que le propusieran, estaba siempre sonriente, disponible, “no ponía problema para nada”. Al contrario, todo lo que le propusieran le parecía bien.

 

Pero cuando empezaba a sentir que la relación se estaba poniendo más seria, esa aparente tranquilidad cambiaba por completo: ya no le gustaban todos los planes, ya no llegaba en taxi sino que esperaba que la recogieran, empezaba a exigirle a la pareja que la llamara más veces al día, le pedía que no salieran siempre con los mismos amigos, que cambiaran de planes, etc. Resultado: pocos días después, el hombre con el que había estado saliendo, dejaba de buscarla.

 

Lo que la llevaba a cambiar de comportamiento de una manera tan drástica era una creencia: “No me la puedo dejar montar”. Eso en términos concretos se traducía en que no quería que los hombres pensaran que era una mujer fácil, que iba a hacer todo lo que ellos querían, que no sabía poner límites y que no tenía un criterio propio. De lo que no se daba cuenta era que para conquistarlos proyectaba la imagen de la persona a quien todo le gustaba, y que los hombres perdían interés era precisamente cuando cambiaba para mostrarse como una mujer fuerte, autónoma, con criterio. Todo esto parecía muy obvio mientras lo íbamos hablando, pero en la práctica ella no se daba cuenta que el problema era la ‘dosis’ de cada comportamiento: mientras en la etapa inicial de conquista se iba al extremo de ser excesivamente complaciente, en la siguiente se desplazaba al extremo opuesto. No en vano dicen que los opuestos se atraen.

 

En conclusión, el trabajo consistía en “dosificar” cada comportamiento, porque ninguno de los dos es dañino per se. Lo que es dañino son los extremos, a saber, la excesiva rigidez de cada uno que impide la posibilidad de encontrar un equilibrio. En una relación siempre es importante tener un criterio propio, saber definir, decir que no, tener claras las prioridades, poderlas conversar con la pareja, etc. Pero es igualmente importante saber complacer al otro, ser flexible y comprender que en ocasiones las prioridades y puntos de vista pueden ser distintos. En otras palabras: es esencial mantener la flexibilidad y aprender a ‘ceder’.

 

Aunque puede parecer que un problema como el del burro sólo le pasa a ese animal, los seres humanos con mucha frecuencia funcionamos igual: cuando estamos frente a un problema, ponemos en práctica intentos de soluciones a través de las cuales queremos resolver dicho problema. Hasta ahí todo va bien porque de eso se trata: de buscar soluciones. El problema surge cuando a pesar de que esos primeros intentos de solución fracasan, es decir que no resuelven el problema, volvemos a repetirlo igual una y otra vez. Y es justamente esa repetición sucesiva de intentos fallidos la que va construyendo dificultades y problemas que si siguen sin resolverse, pueden terminar en patologías invalidantes para la vida de la persona. Es por eso que podemos decir que con mucha frecuencia un problema se construye a través de lo que hacemos para tratar de solucionarlo (Nardone & Balbi, 2009).

 

 

 

Ximena Sanz de Santamaria C.

Psicóloga – Psicoterapeuta

MA en Terapia Breve Estratégica.

El fracaso: ¿A saber?

Mi mayor miedo es fracasar en la vida, ser un fracasado.

Conceptos como ‘el tiempo’, ‘lo bueno y lo malo’, ‘el fracaso’, entre otros, han sido construidos por los seres humanos para poder manejar su relación con los otros y en general, para entender la ‘realidad’(entendida como la relación de las personas consigo mismas, con las demás personas y con el mundo, Nardone, 2008). Sin duda, programar el tiempo, -acordar y cumplir citas con otras personas -, así como establecer límites claros entre lo ‘bueno y malo’, son elementos esenciales para poder a vivir en comunidad y mantener cierto orden y armonía. Pero sabemos que en la práctica, a pesar de tener claramente definidos estos conceptos, son muchos los casos en los que no se respeta el tiempo de los demás, ni tampoco se tiene conciencia del daño que les hacemos a otros con ciertas acciones, comentarios, actitudes, etc. No por eso, deja de ser útil tenerlos claros.

 

Sin embargo con el concepto de ‘fracaso’ pareciera que es más el daño que el bien que produce, ya que el sólo hecho de que una persona se sienta fracasada, genera en ella una angustia, un miedo y un sufrimiento constantes que le impide disfrutar del presente y le bloquea la capacidad para desarrollar proyectos, buscar trabajo, independizarse, aplicar a una maestría, etc. “Hice una cosa que a ojos de todos mis colegas es una estupidez: renuncié a mi trabajo. Me estaba yendo muy bien, es una empresa que en mi medio es muy reconocida y por lo mismo todo el mundo me vivía diciendo que iba a triunfar en mi carrera. Pero yo en el fondo siempre sentí que no quería estar ahí, y lo que me ayudó a salirme fue darme cuenta que iba a tener que hacer cosas por la empresa que van contra mis principios. Ese día tomé la decisión de irme, la verdad dejé todo botado y aunque no sé exactamente a qué me voy a dedicar, el sólo hecho de sentirme feliz todos los días cuando me levanto ya me hace pensar que voy a lograr lo que me proponga”.

 

Esto me lo dijo una amiga a quien me encontré hace un par de semanas caminando en la calle. Después de saludarnos, me contó que estaba feliz, que se sentía liberada, que había vuelto a sonreír, y sobre todo, tenía la sensación de haber vuelto a nacer. Y esto se debía a un hecho aparentemente simple: la renuncia a su trabajo. Desde hacía varios años tenía un empleo que, para cualquier persona de su medio laboral, representaba el “trabajo de los sueños”. Me decía que tanto sus amigos como sus colegas le repetían constantemente lo afortunada que era por tener el trabajo que tenía, no sólo por el trabajo como tal, sino también porque si seguía por ese camino tendría garantizado un ‘futuro brillante’. Pero a ella internamente había algo de lo que le decían que no terminaba de convencerla. “Para mi era duro reconocer que eso que todos veían yo no lo podía ver igual porque no correspondía a mi experiencia real. Al contrario, seguir en esa empresa haciendo ricos a los más ricos y además teniendo que hacer cosas que van contra mis principios me empezó a hacer sentir como una fracasada. Constantemente me preguntaba: ¿Acaso no voy a poder hacer lo que realmente me gusta? ¿Será que la única forma de triunfar en la vida va a ser a costa de mi tranquilidad? Y finalmente, después de dos años de pensarlo, de vivir amargada muchos días del año, con un miedo enorme, decidí renunciar. Y aunque sigo sintiendo miedo –pero un miedo que tiene un distinto al del anterior-, es mayor la felicidad que siento de levantarme todos los días y saber que voy a hacer algo por mí y que estoy segura que no voy a fracasar”.

 

¿Qué significa entonces el fracaso? ¿Qué es ser un fracasado? Existen tantas realidades como percepciones hay en el mundo (Nardone & Watzlawick, 1997) y el concepto del fracaso no es la excepción. Para todos los colegas y amigos de esta persona, el éxito era ‘hacer carrera’ en la empresa en que estaba y el fracaso, renunciar a ésta. Pero para ella, que era quien tenía que levantarse a diario para ir a un lugar donde no se sentía a gusto, a cumplir con un horario y con unas obligaciones que no sólo no disfrutaba sino que además sentía que iban contra sus principios, ese era justamente el fracaso: seguir en una vida que no era la que quería.

 

Ahora que se está independizando, que aun no tiene claro lo que va a hacer con su vida laboral y que por momentos la asalta el miedo de pensar que va a fracasar y que tal vez lo mejor sería volver a emplearse en esa o en cualquier otra compañía, está empezando a descubrir que ser un fracasado lo define cada persona; que ‘ser un fracasado’ no es ‘un hecho que se da’ sino un producto de la mente de quien así se siente. Este fue el gran descubrimiento que hizo Buda hace más de 2.500 años cuando afirmó: “La mente es la precursora de todos los estados”.

 

‘Ser’ o ‘no ser’ un fracasado depende de las experiencias, de las creencias y de los ideales de cada persona. Para una persona que logró salir de su casa en una vereda en algún corregimiento recóndito de un país como Colombia, el mayor éxito fue lograr llegar a Nueva York y vivir en esa ciudad a punta de vender perros calientes y pretzels en las calles de Manhattan. Pero probablemente para un estudiante de medicina que quiere trabajar en un hospital y convertirse en un gran médico, llegar a vender perros calientes en una esquina de una calle en Nueva York es sinónimo de haber fracasado en su vida. Cada visión es igualmente válida teniendo en cuenta las metas de cada persona, metas que se estructuran con base en las creencias y dichas creencias se construyen con base en las experiencias de cada una. Y las experiencias, como todo en la vida, están en constante movimiento, en constante cambio. Por ende lo están también las creencias, de tal manera que nunca es tarde para darnos cuenta que el fracaso, como tantos otros conceptos, es algo que nosotros mismos hemos inventado, y por consiguiente, es un concepto que también nosotros mismos podemos cambiar para vivirlo a nuestro favor y no en contra nuestra.

 

Ximena Sanz de Santamaria C.

Psicóloga – Psicoterapeuta

MA en Terapia Breve Estratégica.

Lo perfecto es enemigo de lo bueno

“Mi problema es que soy demasiado perfeccionista”, es una frase que repiten cada vez más personas cuando quieren resumir el problema que las está llevando a buscar ayuda. Se podría pensar que en el mundo actual, en el cual todo tiene que ser perfecto porque sólo sobresalen las personas que ”todo lo hacen bien”, que son “las mejores”, que obtienen en todo los mejores resultados, que nunca tienen nada pendiente y que no cometen errores, la mejor característica que puede tener una persona es ser perfeccionista. El problema del perfeccionismo es que es un extremo y es esencial recordar la sabia máxima que dice: “Nada en exceso, sólo lo suficiente” (Nardone, 2009).

 

Ser perfeccionista es una de las mayores contradicciones en la que nos metemos los seres humanos; lo perfecto es enemigo de lo bueno. “Si no me queda perfecto, prefiero no hacerlo”, me decía una estudiante hace unas semanas tratando de explicarme por qué le cuesta tanto trabajo estudiar y cumplir con los deberes de la universidad. Algo parecido me decía una mujer de 42 años que, después de 5 años de no trabajar, se sentía desesperada porque quería dejar de depender de su esposo para poder comprar un café o una cartera. El problema era que cada vez que empezaba a pensar en la idea de trabajar en algo, como diseñar cosas para vender, se bloqueaba porque no se creía capaz de convertir en físico lo que tenía en su cabeza. “No he podido empezar a trabajar porque si las cosas no me quedan perfectas, prefiero no hacerlas. Es como si me estuviera auto saboteando porque realmente quiero empezar a hacer algo, pero no lo hago”.

 

Alcanzar un objetivo, una meta propuesta, habiendo recorrido el camino hasta llegar a ella, genera una enorme satisfacción; así como ponerse una meta y no poder alcanzarla puede generar todo lo contrario: una gran frustración. Y esa frustración se alimenta cada vez que una persona, al no alcanzar su objetivo, se pone otro y otro y detrás otro, creyendo que eventualmente llegará a conseguir alguno. El problema es que cada ‘fracaso’ hace que el objetivo siguiente sea más grande, más complejo, más ‘perfecto’ y por ende, más inalcanzable. Ahí está la trampa, porque al buscar la perfección en lo que se quiere alcanzar –una relación de pareja, un trabajo, el resultado en un examen, la aplicación a una universidad, etc.-, las personas se pasan la vida buscando lograr lo imposible. Y con el tiempo esto se va convirtiendo en el pretexto para no tener una relación de pareja estable porque la otra persona siempre va a tener un ‘pero’; para no tener que buscar trabajo porque ninguna de las ofertas estará a la altura de lo que la persona está buscando; para no acabar una carrera porque la tesis tiene que ser tan increíble y tan perfecta que para la persona es imposible empezar a escribir; y así sucesivamente.

 

Aprender a equivocarse, a aceptar que no se entregó un trabajo tan perfecto como se pensaba, que la pareja a veces no hace lo que esperamos o lo que teníamos en mente, que los resultados de un examen, una prueba o una tesis no están a la altura de nuestras expectativas, es una manera de aprender a vivir la vida de manera más liviana, más flexible y sobretodo, más real. Es comprender que el esfuerzo lo lo tiene que hacer cada uno pero los resultados no están en nuestras manos. A través de esta comprensión es posible empezar a desprenderse del resultado para centrar la atención en el camino que se va recorriendo para llegar a una meta, porque es en este proceso donde realmente se aprende. Cuando el resultado coincide con lo que se esperaba o supera las expectativas, sin duda es gratificante. Pero cuando no se cumplen las expectativas las personas se van volviendo esclavas de los resultados, hasta llegar al punto que muchos definen como ‘bloqueo’: “Estoy bloqueada. Por más que intento moverme en alguna dirección, no logro arrancar. Tengo todo en mi cabeza, pero no sé cómo moverme y me da miedo no cumplir con lo que tengo pensado”, me decía hace poco una joven de 30 años que no ha podido terminar su tesis de posgrado.

 

En la vida hay errores o fracasos que no se pueden controlar, que simplemente ocurren. Frente a estas situaciones lo único que puede hacer la persona es enfrentarlas para superarlas. Pero hay otros fracasos que tienen su origen -consciente o inconscientemente- en las restricciones que las personas se autoimponen por la aspiración a alcanzar y lograr la perfección. Y es comprensible que tantas personas aspiren a esta perfección porque es lo que la sociedad actual vende a través de los medios, lo que se les pide implícitamente a las personas en los procesos de reclutamiento y selección de candidatos para desempeñar cargos, lo que se espera de quienes entran a las universidades, lo que los padres le exigen a sus hijos a diario. “Creo que si nosotros bajáramos el nivel de exigencia en la casa, nuestro hijo no sería un problema porque no es que él pierda las materias, es que a nosotros no nos parece suficiente lo que él hace”, me decía un padre hace unas semanas pidiéndome que ‘arreglara’ el problema de su hijo de 11 años que ya no sacaba 10 en todo, sino 8. Parecería entonces que el origen del problema –como el de muchos otros- proviene de la forma como hemos estructurado el mundo: cada vez es más difícil –si no imposible- no ser víctimas de la aspiración a ser perfectos, por lo cual es cada vez más difícil para las personas manejar y superar la frustración. Se trata entonces de un problema social de carácter estructural.

 

Cuando las metas y objetivos son grandes, el primer paso para alcanzarlos es descomponerlos en pequeñas partes hasta llegar a lo más sencillo y lo más simple. Así será posible ir avanzando en la introducción de pequeños cambios que, uno tras otro, van llevando a alcanzar el gran objetivo. Comenzar con lo pequeño facilita liberarse del perfeccionismo porque los errores en lo pequeño tienen consecuencias mucho menos ‘graves’. Aunque también en lo pequeño se puede sentir frustración, necesariamente tendrá que ser menor y más manejable. Así la persona le va perdiendo el miedo a equivocarse, va desarrollando una tolerancia cada vez mayor, se va liberando de la tiranía de la creencia que si lo que se hace no es perfecto no se debe hacer, y llega a comprender el inmenso valor de las sabias palabras de Albert Einstein: se necesita un nuevo modo de pensar para poder resolver los problemas producidos por el viejo modo de pensar.

 

Ximena Sanz de Santamaría C.

Psicóloga – Psicoterapeuta Estratégica

 

«Lavar los platos para lavar los platos»

“No sé hasta qué punto es bueno estar yendo al futuro y al pasado constantemente; no sé si eso es una cualidad o un defecto…”, me dijo hace poco una persona que está sufriendo mucho a raíz de la terminación de su relación de pareja. Lo que más lo está haciendo sufrir, más allá del hecho de no estar con su pareja, de no tener el apoyo que tenía, la cotidianidad, la costumbre y la tranquilidad que le daba el hecho de estar acompañado, lo que más lo está haciendo sufrir a diario es imaginarse en cómo va a ser su futuro sin ella y en qué cosas hubiera podido hacer diferente cuando estaban juntos. Y vivir el presente en función de lo que ya no puede cambiar (el pasado) y de lo que no sabe si va a llegar (el futuro), lo estaba haciendo convivir con una ansiedad constante, “desesperante” –dice él- porque le está impidiendo vivir su presente.

“Mientras lavamos los platos debemos solamente lavar los platos. Eso significa que mientras estamos en esa tarea, debemos estar completamente conscientes de que eso es lo que estamos haciendo: lavando los platos. Puede parecer estúpido e incluso podríamos preguntarnos para qué ponerle tanta atención a una cosa tan simple: ese es justamente el punto, la simplicidad de la tarea. El hecho de estar parado lavando los platos es una maravillosa realidad en la que cada persona simplemente está ahí, consigo misma, siguiendo su respiración, consciente de su presencia y consciente de sus acciones y pensamientos. Y estando así, no hay manera de dejarse llevar por la mente, como se deja llevar una botella por las olas del mar” (Hanh, T. (1975). “The miracle of mindfulness”).

Thich Nhat Hahn, el monje budista que escribe lo anterior, tiene una capacidad admirable para poner las cosas más complejas y más difíciles de lograr, en ejemplos cotidianos y muy sencillos que por eso mismo a veces se nos pasan desapercibidos. Estamos tan acostumbrados a vivir la vida en función de los grandes viajes, los grandes placeres y las grandes “maravillas del mundo”, además de estar planeando constantemente lo que va a ser nuestro futuro, que olvidamos la importancia de reconocer las maravillas del mundo que se presentan a diario: en el día a día, en el presente. Si fuéramos capaces de vivir cada cosa del día, cada evento, cada situación estando ahí, en el momento y en la situación misma, gran parte del sufrimiento y la ansiedad que a todos nos atormenta con frecuencia, empezarían a disminuir de manera notable. Y así empezaríamos realmente a gozar y disfrutar la vida.

Ser previsivo respecto al futuro y poder recordar el pasado es una maravillosa capacidad que tenemos los seres humanos. Nada malo tiene recordar momentos vividos, que pueden ir desde cosas tan sencillas como el desayuno de la mañana, hasta cosas más lejanas como el cumpleaños del año anterior, las vacaciones de hace tres años, las experiencias en el colegio, el paso por la universidad, los paseos con los amigos, etc. De igual manera, es maravilloso poder soñar e imaginarse el futuro que queremos vivir, además de ser útil para cosas tan pragmáticas como planear un viaje al exterior, sobre todo en el caso de un colombiano que debe cumplir con tantos requisitos y “papeleos” para poder salir del país. En ese sentido, el problema no está en el hecho mismo de ‘viajar mentalmente’ en el tiempo; el problema es que no sabemos vivir el presente.

¿Cuántas personas lavan los platos en la noche pensando en el programa de televisión que van a ver después? ¿Cuántos se visten en la mañana y mientras se apuntan la camisa, están pensando en todo lo que tienen pendiente en la oficina? ¿Cuántos se sientan a escuchar a la persona que tienen en frente sin estar pensando en las cosas que tienen pendientes? ¿Cuántos se sientan a la mesa a desayunar, almorzar o comer sin pensar en nada distinto a estar ahí sentados disfrutando de los sabores, las texturas y demás cualidades de la comida? Como dice Thich Naht Hanh, parece estúpido ponerle tanta atención a cosas tan sencillas, pero si cada persona se detiene a responder esas preguntas, acabará dándose cuenta de que son muy pocas las veces que está en su presente: lavando los platos, abotonándose la camisa, lavándose los dientes, disfrutando la comida, conversando conscientemente con otra persona, etc.

Este hombre que con lágrimas en los ojos me expresaba su desesperación al darse cuenta de que no lograba enfocarse en su presente a raíz de la “tusa”, empezó a darse cuenta de que no sólo estando “entusado” vivía en “antes y después”; esta experiencia específica le permitió ver que, en general, esa había sido la manera como había vivido su vida hasta el momento. Pero como nos tiende a pasar a todos, sólo cuando se sintió tan angustiado y triste pudo empezar a generar los cambios que hacía tanto tiempo necesitaba para vivir más tranquilo y contento. Por fortuna, nunca es tarde para hacerlo.

Es así como poco a poco él ha empezado a desarrollar la conciencia de vivir su presente: en la práctica de cosas tan sencillas como abotonarse la camisa, tomarse un jugo en la mañana e ir en el carro rumbo al trabajo estando ahí, sin pensar en qué va a hacer cuando salga de la oficina, en qué va a almorzar ese día, sin tener el celular en la mano mandando mensajes y mails. Simplemente estando ahí, metiendo los cambios y manejando. Aunque parece una cosa muy sencilla, en la práctica es exigente porque basta con pedirle a la mente que se enfoque en una sola cosa para que ‘ella’ empiece a buscar todo tipo de distracciones.

Lo importante en cada momento es evitar caer en la paradoja de pensar en no pensar, porque eso es ya pensar dos veces (Nardone, 2009). En otras palabras, si la mente empieza a pensar en todo menos en el presente, ser conscientes de que eso es lo que está pasando, y aprender a observarlo tranquilamente en lugar de combatirlo, eventualmente permite que la mente pueda vivir el presente y por ende, nosotros vivimos más tranquilos. San Francisco de Asís decía que debemos empezar por hacer lo que es necesario, después lo que es posible y así nos daremos cuenta de que hemos hecho lo imposible. Empezar por lavar los platos lavando los platos nos va a permitir gozar el instante, sabiendo que lo único real es el presente, porque el pasado ya pasó y el futuro aún no está.

Ximena Sanz de Santamaria C.
Psicóloga – Psicoterapeuta Estratégica
ximena@breveterapia.com
www.breveterapia.com

Artículo publicado en Semana.com el 4 de mayo de 2012

Encontrarle un sentido a la vida

«Aunque lo pienso y me lo pregunto con mucha frecuencia, no logro encontrar cuál es el sentido de la vida”. Como este paciente, son cada vez más las personas –no sólo pacientes- que están en una constante búsqueda de un sentido para su vida. Personas de todas las edades –adolescentes, adultos jóvenes, mayores e incluso niños- que empiezan a preguntarse “para qué estoy aquí”, y se angustian al sentir que no encuentran una respuesta que les haga sentido. Es ahí donde empiezan a cuestionarse sobre lo que ha sido su vida (pasado) y/o sobre lo que va a ser (futuro). Muchas veces, al no encontrar esa respuesta, optan por el suicidio.

Hace unos años me encontré con una persona que al salir de una entrevista de trabajo, a pesar de haber sido contratada, no sabía si “valía la pena vivir o no”. “Una de las cosas que me preguntaron fue cuál es el sentido de mi vida y aunque respondí para no perder la entrevista, no tengo una respuesta. Si a esta edad mi vida no tiene sentido, ¿para qué seguir viviendo?” Mientras conversábamos al respecto, ella empezó a mirar hacia atrás en su vida tratando de encontrar en qué momento había perdido el sentido de vivir. Poco a poco se fue dando cuenta de que no sólo no lo había encontrado, sino que el problema real era que siempre lo había buscado en cosas externas: ser una excelente profesional, tener un buen salario, tener vivienda propia, pagarse ella misma su postgrado, formar una familia, entre muchas otras cosas. Y lo que fue más duro para ella fue descubrir que muchas de esas cosas ya las había conseguido y aun así, seguía sintiendo que su vida no tenía mucho sentido.

Recientemente llegó a mi consultorio una joven empresaria inteligente, bonita, estable económicamente, con una familia que ella misma definió como “espectacular”. Sin embargo, llegó emocionalmente devastada porque el novio –con el que pensó que se iba a casar-, había decidido terminar la relación. Me decía que para ella había sido muy inesperado, pues aunque llevaban varios meses peleando con mucha frecuencia, nunca pensó que esto se convirtiera en una razón para terminar. Me contaba que había intentado convencerlo de todas las maneras para que no terminaran, para que se dieran otra oportunidad, argumentando que tenían una relación muy positiva en la había mucho más que sólo conflictos. Pero él ya había tomado su decisión y ahí se mantuvo. “Después de dos horas y medida de conversación en la que yo le rogué para que no termináramos, finalmente me fui. Salí a caminar para tratar de entender lo que me estaba pasando, de digerir la noticia. Y me di cuenta de que no tengo nada. El sentido de mi vida era él y al irse, se lo llevó. Mi vida no tiene sentido, siento que no puedo más, que no quiero vivir más”.

Aunque los motivos por los cuales estas personas no le encuentran sentido a su vida son distintos, todos tienen una cosa en común: la búsqueda de ese sentido en algo externo -un cargo laboral, un salario, un apartamento, un viaje, una pareja, entre otras-. Eso permite comprender que si ese algo no está, si se pierde el cargo laboral o incluso si se alcanza, la siguiente pregunta sea: ¿y ahora qué? Muchas veces cuando ya se han logrado todas esas cosas que supuestamente le dan sentido a la vida -el trabajo, la pareja, el salario, el viaje en vacaciones, el apartamento propio, el postgrado, etc.- es, paradójicamente, el momento en que las personas se detienen a preguntarse cuál es el sentido real de la vida si, a pesar de “tenerlo todo”, lo que sienten es un enorme vacío. En ese momento resurge, ya con un sentido mucho más profundo y perturbador, la misma pregunta: ¿cuál es el sentido de la vida?

Tener aspiraciones, sueños, proyectarse a un futuro y ponerse metas para alcanzar es maravilloso. Para cualquier persona es muy satisfactorio alcanzar las metas planeadas. El problema está en que si esas metas son siempre cosas externas, en el momento en el que se alcanzan –o no se alcanzan- es tal la sensación de frustración y fracaso, que muchos se sienten incapaces de volver a ponerse otra meta, motivo por el cual acaban renunciando a la vida. Si no tiene sentido o si todo el sentido que tenía ya fue, ¿qué sigue?

Si bien este “tipo” de metas y aspiraciones son importantes a determinado nivel, si son las únicas, la vida nunca adquirirá un verdadero sentido. Sea porque no se alcanzan o porque al alcanzarlas, no se sabe hacia dónde seguir. Es por eso que el sentido de vida de cada persona depende de sí misma. No en vano a lo largo de la historia los grandes sabios y maestros espirituales han dicho que lo único importante en la vida de cada persona es el trabajo que haga consigo misma. Más allá de la acumulación de dinero, de riqueza, de relaciones, de amistades, en fin, de cosas que, como comienzan y acaban, dejan una mayor sensación de vacío, lo realmente importante es que cada persona desarrolle la capacidad de trabajar en sí misma: de mejorar el mal genio, las reacciones explosivas, de superar los miedos, sobrepasar los rencores, saber pedir disculpas y saber perdonar; dejar de hablar mal de otras personas, de criticar a los demás, trabajar en la envidia que por momentos todos sentimos. Aprender a desearles el bien a otras personas que no nos caen bien, saber cuándo guardar silencio y cuándo decir lo que pensamos de la manera más apropiada.

Todos los seres humanos compartimos las mismas debilidades en mayor o menor medida. La diferencia está en que algunos ya han empezado a trabajar en sí mismos, lo que sin duda por momentos genera dolor y es difícil; pero ir mejorando esas debilidades es lo que le va dando un verdadero sentido a la vida. “El día que me agarré con mi mamá y logré controlarme y no gritarle, ¡fue lo mejor! Después me sentía tranquila, no me sentía culpable porque no le hice daño a ella ni a mí tampoco. Me siento tranquila con cosas así y siento que la vida tiene un sentido, que vale la pena”. Para esta paciente una de sus mayores debilidades era que reaccionaba de manera agresiva con las personas a las que más quería, causándoles mucho dolor daño. Aunque después pedía perdón, llegó un punto en el que se dio cuenta que pedir perdón era insuficiente, que lo que necesitaba era aprender a comportarse diferente.

Como ella, cada persona sabe cuáles son sus debilidades, que son también las mejores oportunidades para trabajar en si misma, siendo este el camino para encontrarle un sentido a la propia vida. Nadie puede cambiar por uno, así como nada ni nadie nos puede privar de la satisfacción que nos produce ver los cambios que vamos logrando. De manera que entre mayores sean las debilidades, mayores son las oportunidades para que cada persona vaya encontrándole un sentido a su propia vida. Un sentido que deja de depender de los demás, de las cosas materiales y de los “ideales” de la sociedad, -“ideales” que son la mayor causa del sufrimiento y la angustia que llevan a tantas personas a sentir que la única salida es el suicidio-. El trabajo en uno mismo es lo que nos permite descubrir ¡el maravilloso sentido que tiene vivir! Y es algo que, por fortuna, sólo depende de uno mismo.

Ximena Sanz de Santamaria C.
Psicóloga – Psicoterapeuta Estratégica
ximena@breveterapia.com
www.breveterapia.com

Artículo publicado en Semana.com el 21 de febrero de 2012